Viernes, 12 de octubre de 2012 | Hoy
MONDO FISHON
Por Victoria Lescano
El idilio de cada mujer con su cartera fue abordado por el dramaturgo James Barrie en la escena de Rosalind que esgrime: “En ella guarda cartas de admiradores, recortes de versos, miniaturas rotas, muestras de cretona que deben armonizar no se sabe con qué, un monedero que no es precisamente el que debe llevar, un paquete atado con una cinta, polvos, colorete y cien cosas más”. Si bien la cita podría resultar anacrónica, en su reciente presentación de colección para el verano 2013, la firma Lázaro destacó entre los disparadores el retro romántico, al cual ancló en los años ’50 y relacionó con el imaginario de las pin ups para luego ornamentarlo con una vasta galería de herrajes y artilugios decorativos: de silueta de corazones a golondrinas, pasando por corazones que cautivan desde su familia de carteras, pequeños baúles, totes (dícese de las cartera símil bolsa) y minibags que exaltan los tonos pastel. El modelo de bolsa Garland, tributo a Judy, con lazos de cuero y en tonos de langosta como el pequeño bolso Gardner, con su fusión de tonos de helados de agua (limón y naranja, remixados con animal print) asomaba en pedestales para la ocasión, mientras que la campaña estilizada por Clarisa Furtado para la firma indicó como manual de estilo el uso de un bolso símil marinero en gamuza verde, con aditivos de flecos (Harlow), como accesorio de un conjunto de short de cuero negro, una camisa con flores en technicolor y una chaqueta en tonos pastel que simula texturas de brocato.
Ese pequeño bolso resulta indicador de la estética que ellos califican cual “Global traveler” y también de modismos que proliferan en diversas vidrieras de firmas locales. En Lázaro, la diseñadora Ana Bossi Brandt adjetivó que “es una tendencia de impronta multicultural, donde se destacan las mezclas de estilos y texturas: leopardo, estampados navajos, y herrajes y flecos con aires texanos en carteras blandas y de cueros rústicos y texturados”.
Si bien la firma contempla algunos modelos de zapatos –altos y metalizados, slippers de gamuza y sandalias con detalles flúo–, la carta de colores y texturas recorre y unifica toda la colección y allí se exaltaron los nude, menta y limón, pero también el fucsia, cobalto y coral. La firma continúa con desarrollos para nuevas consumidoras que iniciara hace dos temporadas con bocetos de Flor Torrente y el juego de opuestos entre una cartera de playa y un vanity case de estilo vintage.
Pero lejos del último y del reciente grito de la moda, la historia de la firma remite a los años cuarenta y al uso indispensable de los guantes de cuero en nutria, en cabritilla y conejo combinados con crochet, lana o frisa y el apogeo de la industria nacional. El pionero fue el hermano mayor de los Lázaro, quien armó una pequeña fábrica en el cuarto de atrás de la casa de sus padres, luego de aprender el oficio de técnico en guantes. En su desarrollo fue fundamental la participación de un cortador de guantes italiano, que provenía de un pueblo dedicado a la realización de guantes y de cuyo método trascendió que cosía a mano, sin mirar y mientras escuchaba las novelas de la radio.
La primera locación de Lázaro funcionó a menos de cien metros de la actual fábrica y showroom de Paternal: la trama hizo honor a historias de talleres caseros que pasaron de una minúscula habitación a extenderse por toda la casa y también hogares aledaños (de Little Stone a decenas de firmas de la industria del jean).
La fábrica que continúa en Paternal y se extendió a dos plantas continúa desarrollando guantes y conservan originales de los comienzos.
En ocasión de una visita a la fábrica, hace algunas temporadas, que ya se había extendido a dos plantas, Lía –la madre del actual director de la firma– reconstruyó su relación con los accesorios: “Para mi casamiento usé guantes blancos de antílope, largos y con perlitas, y cuando iba a trabajar en verano y tomaba dos colectivos, usaba guantes hasta la muñeca, confeccionados en cabritilla blanca”.
Sobre los modismos y el consumo de guantes en los años cincuenta y en Buenos Aires, destacó que las mujeres compraban entre cinco y ocho pares por temporada e hizo hincapié en el caso de una clienta que olvidó su anillo de brillantes del tamaño de una uña entre la torre de guantes. Que para el verano se llevaban los guantes de crochet y que para ello solían contratar los servicios de una señora de la alta sociedad y fan de las labores de punto que cada semana irrumpía en la fábrica con su paquetito de guantes tejidos a mano, en un gesto casi tan fetichista casi como los ramilletes que enunciara la trama de Barrie circa 1912.
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