Vie 02.11.2012
las12

La casa de la poesía

LITERATURA Tamara Kamenszain es constructora de poesías desde una intimidad siempre habitada por presencias entrañables, ésas que hacen de morada para las voces que la acompañan desde su primer libro, en una experiencia de casi cuarenta años de escritura. La editorial Adriana Hidalgo acaba de publicar su obra reunida bajo el nombre La novela de la poesía, donde ambos géneros ofician de refugios frente a la intemperie de aquella que escribe. Esas formas acabadas que, sin embargo, siempre abrirán un punto de suspenso e inflexión.

› Por Paula Jimenez España

El escritorio donde Tamara Kamenszain trabaja es amplio, confortable, luminoso. A espaldas de la silla donde se sienta a escribir hay una altísima biblioteca y, como en toda biblioteca, además de libros en sus estantes, también tiene fotos. Fotos de amigos, con amigos. De Néstor Perlongher, por ejemplo, o con Osvaldo Lamborghini, o Marosa Di Giorgio, su familia literaria. Será porque para Tamara Kamenszain la poesía es con otros –“siempre es con otros”– que en éste, su cuarto propio, lo que se advierte es una paradojal sensación de intimidad: intimidad que aunque sólo a ella le pertenezca, es habitada por otras presencias, morada de todas las voces que desde su primer libro vienen acompañándola. Abuelos, padres, hermanos, amigos, lecturas, críticos, escritores. A lo largo de casi cuarenta años en la poesía y nueve títulos de poemas publicados, estos personajes hablan a través de sus versos y ella en sus nombres. Tamara no está sola. “La poesía es mi casita”, responde cuando se le pregunta qué papel juega la escritura poética en su vida. Y en ese pequeño reducto que el significante “casita” señala, es mucho lo que cabe, casi nada parece quedar afuera. Menos ahora, que su obra reunida termina de ser publicada por la Editorial Adriana Hidalgo. “Por Violeta Kesselman, la editora –cuenta Tamara–, yo entendí qué era reunir una obra. Entendí que debía tener un pensamiento de totalidad frente a todos los libros de poemas que escribí. Y no es tan fácil. De este lado del Mediterráneo es un libro muy joven y cuando lo publiqué yo no tenía tantas armas como ahora. En la presentación dije que los libros que me daba vergüenza mostrar eran el primero y el último. Por distintas razones. En el primero, yo no sabía cómo era lo literario todavía. Cómo era barnizar, disfrazar, velar. Mi escritura era brutal. Y ahora que ya sé demasiado me quiero sacar de encima el barniz, la literatura. Esto me deja desguarnecida.”

Playmobil de lo poético

“Es el presente del que empieza. Del que se da cuenta de que puede escribir. El presente de la potencia de la escritura que está en su estado impuro, intocado, que nadie manipuló”, dice sobre De este lado del Mediterráneo (1973). Y si algo hizo Tamara en éste, su primer libro, por contraposición con el último, fue hablar de aquella época iniciática desde la ingenuidad, fascinada por lo que los días traían: “Todo esto se entrecruzó en un punto que es el presente –dice en una de las primeras prosas–: la totalidad del caleidoscopio, el movimiento del ojo que lo espía porque sabe que en cada agujero del mundo hay una sorpresa y para cada minuto que vivimos una lámpara de Aladino de la que salen las cosas que nos rodean”. En La novela de la poesía, su libro más reciente, aquello sobre lo cual se pregunta si podrá hablar a través de sus versos se ubica en las antípodas de aquel radiante big bang de juventud: “¿Ya hablé de la muerte?/ Murió mi hermano/ murieron mis padres/ murió el padre de mis hijos/ tantos amigos murieron/ y dije y digo que no están/ ¿Eso es hablar de la muerte?”.

¿La poesía puede hablar de la muerte, Tamara?

–Esa es una pregunta que hago yo. No me la podés hacer a mí. Pero te voy a tratar de responder. La poesía no puede evadir la muerte y a la vez no puede hablar de ella demasiado. Leyendo a otros poetas uno encuentra siempre los mismos temas, el amor y la muerte. Siempre. Cucurto en La máquina de hacer paraguayitos le dice Playmobil de la muerte. Es una cosa infantil, pero es la muerte.

¿Y existe un alivio a la pérdida a través de la escritura poética?

–¿Vos querés decir de autoayuda? El duelo lo tenés que hacer igual. No creo en eso de la laborterapia, que si escribís elaboraste. Pero evidentemente algo del decir ayuda durante el proceso. Me acuerdo cuando mi mamá estaba internada, mi hermana entró a la habitación, yo estaba escribiendo y me dijo “qué suerte que tenés vos que podés estar escribiendo eso y yo voy cargando este dolor”. Yo tenía el mismo dolor, pero tal vez en el momento, el hecho de estar rumiando eso y que se objetivara en algo, me daba cierto alivio.

En 2010, Tamara Kamenszain publicó el libro de poemas que, hasta hoy, a más idiomas le fue traducido. Se llama El eco de mi madre y comienza así: “Hay golpes en la vida tan fuertes/ que me demoro en el verso de Vallejo/ para dejar dicho de entrada/ lo que sin duda el eco de mi madre/ rematará entre puntos suspensivos/ yo no sé... yo no sé... yo no sé”. El eco... está dedicado a su hermana Ruth “con quien la perplejidad de ser hijas fue siempre una aventura compartida”. En la presentación de su obra reunida, cuenta Tamara, cuando su hermana se acercó a saludar a un grupo de personas, una de ellas reaccionó diciéndole: “¡Ah! ¡Usted es la Ruth de la dedicatoria!”. “Las dedicatorias de por sí son un género –explica Kamenszain–. Y además, en general en mis libros tienen que ver con lo que está adentro. Son una pista más. El otro día viendo la película Infancia clandestina, encontré que al final el director dedica la película a su madre. Es como el pacto autobiográfico de Phillipe Léjeune. Para él, el pacto autobiográfico está en esa dedicatoria, como para decir: esto es real a su manera. Es al revés de las películas donde se aclara que todo es ficción. La poesía es, de por sí, un pacto autobiográfico.”

Vida de novela

El libro La novela de la poesía le presta su nombre a la obra reunida. Aquí, en este título, la palabra novela parece hacer las veces de un cerco, un resguardo ante la intemperie en la que suelen dejar los versos al poeta que los escribe. La novela como forma acabada, con su principio, desarrollo y final, limita el vasto territorio de la lírica, levanta paredes en el desierto y funciona como sinonimia de otros fuertes tópicos dentro de su obra: la casa de La casa grande (1986), el bar de Tango bar (1998), Vida de living (1991), El ghetto (2003). Para Enrique Foffani, prologuista, es “sucedáneo simbólico de la palabra poética en su dimensión cobijadora. Pero, ciertamente, no sólo hacerles lugar para que habiten o cohabiten, sino también establecer las vinculaciones secretas de cada libro en su estar al lado del otro, porque un enlace potente (...) los acerca”. Con ese enlace Foffani podría estar refiriéndose, por un lado, a la multiplicación del universo Kamenszain: mundos cerrados que conviven, dinamizados por las relaciones que en cada uno de ellos se despliegan y que constituyen al yo lírico, cuyos escenarios varían de libro a libro; por el otro, a la recurrencia de una estructura formal que surgió a partir de la escritura de La casa grande, su tercer título. Todos sus libros pasaron a dividirse desde entonces en tres partes y la tercera parte a componerse de un poema conclusivo, de largo aliento, que parece lanzar la flecha con que se va tensando, página a página, el arco poético. Es, por ejemplo, el caso del poema “Judíos” con el cual cierra El ghetto, un libro que centra sus tópicos en los significantes propios de la tradición judía (los títulos de los poemas son “Prepucio”, “BarMitzvá”, “Kaddish”, “Día del Perdón”, entre otros), tan presente, al mismo tiempo, en otros fragmentos de la obra reunida. “Hay una diáspora subida al Corcovado –dice en “Judíos”– / parte por parte acudimos a esa cruz/ sin raza sin nacionalidad sin religión/ ya fuimos clavados pero aún no somos/ tan portuñoles tan ladinos tan idischistas/ no somos suicidas aquí no ha pasado nada (...)/ no empujen ya quedamos atrás/ pasó de largo la parada del milenio/ bájense ahora todos / precipiten/ que hasta aquí llegamos.”

Sin embargo, en La novela de poesía, esa división en tres con la que Tamara se encontraba a la hora de encarar la escritura de sus libros, parece, en este caso, habérsele impuesto automáticamente, sin elegirla. Confiesa: “Este último libro debería haber sido toda una parte, porque es como la tercera parte de todos los otros. Es toda una tercera parte. Esa tercera parte venía ganando, empujándome hacia eso que yo llamaría la novela de la poesía. Esa cosa más extensa, narrativa, sin fronteras”. Pero a Tamara Kamenszain le angustia esa inmensidad. A Tamara la angustian los viajes largos, dice.

Las llaves del reino

En 1974 volvió de Japón y en 1977, el año en que cumplía 30, publicó Los no, su segundo libro de poemas. Menos fascinada, pero mucho más sólida y madura, su escritura había dado un primer gran vuelco. Ya no era la joven de las floridas prosas de De este lado..., encandilada con la vida y el lenguaje, sino la poeta austera, sintética, la espectadora del teatro Noh, la que extrajo de esa puesta en escena nipona, valiosas verdades para su poesía: “Los términos de la comparación/ que buscan uno en otro/ espejos que los distorsionan/ no se parecen al teatro no/ igual a sí mismo/ enorme espejo de sí mismo/ donde los actores pueden maquillarse/ y hacer que de sus rostros nazcan/ nuevos rostros blancos y distintos/ irreconocibles caras de lo mismo”. Dos años después, en 1979, Tamara volvió a viajar. Esta vez fue a México. Lo hizo un poco por decisión, un poco por necesidad –“el mío fue un exilio elegido, pero un montón de cosas me empujaban a irme”– y allí pasó los cinco años que siguieron, hasta que en 1984 desembarcó nuevamente en el aeropuerto de Ezeiza. No habían pasado dos semanas y ya tenía en sus manos las llaves del Centro Cultural Rojas para hacer con él lo que quisiera. “Cuando llegué, un muy buen amigo mío que se estaba yendo a París, estaba en el grupo de la gente cercana a Delich, que era por entonces el rector de la UBA. En ese momento buscaban a alguien que se hiciera cargo de la parte de cultura en el Rojas, aunque, en realidad, no había partes todavía, porque recién empezaba todo. La idea era generar un espacio donde hacer actividades extracurriculares de la universidad, en un edificio que había sido la biblioteca de la Facultad de Psicología. Mi amigo me preguntó si quería que me conectara con esa gente. Le dije que sí. Yo venía de México, de haber trabajado en el Instituto Nacional de Bellas Artes y traía un background de actividades culturales en democracia. Yo estaba muy mareada, como viendo un nuevo país. Delich nos atendió muy rápido. Estaba muy ocupado y nos dio una llave y dijo: ‘ábranlo’.” A partir de entonces y con enormes esfuerzos de producción de su parte y de parte de los trabajadores del Centro Cultural Rojas, este espacio se fue convirtiendo en el foco cultural de aquellos años ochenta. El under porteño con sus figuras jóvenes y emergentes, hoy referentes de las artes y las letras, pasaron por aquel epicentro de la calle Corrientes. “Lo primero que hicimos –cuenta Kamenszain– fue organizar una mesa de intelectuales para que hablaran, para que la gente escuchara. Se nos ocurrió el título La cultura argentina hacia la democracia y que vinieran Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo y otros más. Me acuerdo de que tuvimos que traer vasos para el agua, armar una mesa. No había nada. Después empezamos las actividades; yo importé muchas cosas de México, por ejemplo un ciclo que se llamó Cómo leer, copiado de un ciclo mexicano. Cómo leer a Pizarnik, fue uno de los primeros encuentros. De ahí salió el curso de César Aira. Al tiempo organicé La que se viene, con los jóvenes narradores de entonces: Luis Chitarroni, Alan Pauls, Martín Caparrós, Charles Feiling. Me acuerdo de que no entraban arriba de una tarimita chiquita donde estaban sus sillas y se caían de ahí.” Con otros, había dicho. Sí: siempre con otros.

Hablar de la muerte

En tu obra hay una mirada hacia atrás, hacia las raíces familiares y literarias, y los pares literarios, lazos con vivos y muertos...

–Y cada vez siento que es con los otros mi modo de escribir. Me siento acompañada. Una familia que se va ampliando, desde los papás, a los abuelos, los amigos...

Muchos se van muriendo también...

–Sí, pero aparecen en el espiritismo.

Podría decirse que en La novela de la poesía ese espiritismo es protagónico. En primer término, porque los espíritus autorizados para hablar de la muerte a los que se refiere Tamara Kamenszain en este libro son los de los muertos. La poesía los trae a este plano, la poesía que pareciera funcionar como una especie de mediumnidad, de enlazadora de mundos. Así, esos que ya no están vuelven a estarlo. Sus nombres, según puede leerse en estos poemas, han sabido concentrar más que nadie la potestad, el saber, sobre la muerte. Dos de ellos son Osvaldo Lamborghini, que nació viejo, y Alejandra Pizarnik, que nació muerta. “Pizarnik había nacido/ enterrada Alejandra Alejandra –dice Kamenszain en uno de los primeros poemas del libro– / se hizo llamar desde chica/ y eso sí que es hablar de la muerte/ Yo solamente la cito porque nací en una generación/ y eso no es hablar de la muerte.”

Vos naciste en una generación, ¿por qué Pizarnik no?

–No en la mía. Nacer en una generación en ese libro es haber nacido en la mía. Pero de todos modos, ella no nació en una generación porque nació muerta. Ella fue un disparo, nació sola. Enterrada, fuera de. Y de hecho, eso un poco se ve en los diarios. Le costaba lo grupal, en el sentido de integrarse a la vida, a camadas de vida, a movimientos. Ella estaba ya separada, recortada en su nicho.

También decís que Osvaldo Lamborghini nació viejo, y son dos que en tu libro pueden hablar de la muerte.

–En su caso es con la sabiduría del viejo Vizcacha, del tipo que lo sabe todo. Alejandra nació muerta y él, viejo Vizcacha. Pero están totalmente relacionados. Eso yo lo trabajo en un ensayo: Alejandra en la sala de psicopatología, Osvaldo en el instituto de rehabilitación. Tienen muchísimo que ver. Hay algo en común en relación con el psicoanálisis, con la locura, con cierta cosa extrema. Osvaldo era cínico, ella trágica. Ella se lo tomó más en serio. El era sórdido, tenía cierta distancia, la del viejo. Ella era una niña vulnerable. Y los dos conocieron el infierno.

Jugar el límite

“Me orienta la mirilla de las puertas/ veo chiquito aquello que describo/ los familiares, el sur bajo tranquera/ los hijos esperando en el pasillo/ a que acudan los pasos del marido./ Se agranda el ojo, casa es cerradura/ quiero escribir un hábitat antiguo”, escribió en uno de los últimos y más conmovedores poemas de La casa grande (1986), libro que tardó siete años en ser escrito: entre 1978 y 1985, entre un país y otro. Es que, durante su estadía en México, Tamara mantuvo una relación un tanto más distante con los versos y se dedicó a la escritura de su primer libro de ensayos, El texto silencioso, que fue publicado por la Editorial Universitaria de México. Este sería el primer paso de una destacada carrera como ensayista que continuó con La edad de la poesía (1996), Historias de amor y otros ensayos sobre poesía (2000) y La boca del testimonio; Lo que dice la poesía (2006). Su actividad como crítica literaria pareciera, sobre todo en La novela de la poesía, encontrarse en un discurso común con la lírica. En estos poemas aparecen nombres, referencias, incluso reflexiones acerca de lo escrito por tal o cual autor: “Perlongher levantó la persiana/ y en el centro de su día más claro/ curado del barroco/ insistió en negrita por duplicado/ con un canto que no era ningún cuento:/ ‘Ahora que me estoy muriendo’/ ‘Ahora que me estoy muriendo’/ El poema se llama/ ‘Canción de la muerte en bicicleta’/ parece un chiste pero no de humor negro / que quede claro:/ no de humor negro/ Eso es hablar de la muerte”.

Podría decirse que en la obra reunida de Tamara Kamenszain se advierte, entre otras cosas, un juego con los límites: la crítica aflorando en la poesía, el pacto autobiográfico volviéndose máscara lírica, la poesía haciéndose novela y separándose de la realidad: “Mi padre murió asustado/ no se quería enterar de nada/ preparaba la valijita para internarse/ y yo con la impunidad de la hija/ que no se arrepiente del paso del tiempo/ hasta que el tiempo pasa/ le dije mirala de frente/ él en cambio me miró a mí/ (...) y entonces habló y dijo:/ es demasiado literario/ a nadie le sirve mirar a la muerte/ esa novela que la escriban otros”, dice Tamara Kamenszain en las últimas páginas de su obra reunida, cuya publicación podría entenderse como un punto de suspenso e inflexión en su poesía. Un límite. A partir de aquí otra novela está por comenzar.

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