CINE
Una actriz a medida de esos papeles pomposos y dramáticos que le calzan tan bien como sus vestuarios: la híper estilizada Keira Knightley, de Jane Austen a León Tolstoi.
› Por Marina Yuszczuk
Desde que le tocó interpretar a una damisela en apuros en la poco seria pero entretenida y aventurera Piratas del Caribe, enfundada en uno de esos corsets apretadísimos que hacen saltar el pecho ante cada peligro, Keira Knightley no dejó de probarse vestidos largos para figurar una y otra vez en películas “de época”. Como si no quedaran dudas de que su cuerpo huesudo hasta la sospecha (porque no faltó el dedito que indicara “anorexia”, ya saben que la policía de los cuerpos femeninos no es capaz de aceptar que algunas chicas son flacas y punto) no rinde demasiado metido en unos jeans o con remeras ajustadas, los papeles más importantes en la carrera de Keira supieron capitalizar una silueta que se luce mejor cuando se ponen en primer plano unos brazos y unas clavículas aristocráticas, casi de bailarina clásica, y se dejan las piernas libradas a la imaginación bajo un corte princesa. Así, después de la rubiecita de bucles que se convertía en digna compañera del pirata Jack Sparrow en sus devaneos por los siete mares, Keira fue Elizabeth Bennet, tal vez la heroína más popular de Jane Austen. A esa protagonista de Orgullo y prejuicio que representa un punto justo y delicioso entre el ingenio y la gracia, la chica le prestó esos ojos marrones interminables que la vuelven más expresiva que un dibujo japonés y una sonrisa de colmillos frescos que le dan un toquecito salvaje, perfecto para la rebelde Lizzy Bennet.
El por entonces debutante Joe Wright fue el director de aquella versión de Austen relajada y llena de naturaleza que dejaba disfrutar al mismo tiempo los diálogos jugosos de la novelista y eso que el cine puede dar mejor que la literatura, el toque de realismo de una versión deliciosa de Austen donde los ruedos de los vestidos se embarran y en el campo se oyen los pájaros o el traqueteo irregular de las carretas. Además, el estilo imperio de los tiempos capturados por Austen era perfecto para una chica tan plana como Keira, que no dejó de ponerle un toque masculino y como de muchacho desgarbado a una Lizzy que en sus zapatos fue, antes que una filósofa moral, una chica que se divierte. La ecuación entre Keira-Joe Wright-literatura y vestidos impactantes se repitió en Expiación, deseo y pecado, basada en la novela homónima de Ian McEwan, en la que a Keira le tocó hacer de niña rica y prestarle los huesos a un vestido de raso verde botella, de esos que superponen la ropa más exquisita con la sugerencia de una desnudez casi palpable que se calca en la tela —y no por nada la actriz estaba en camino de firmar contrato para ser la nueva cara de Chanel en una publicidad donde repite ese look, y luego en una futurista donde se la ve fugarse en moto, de nuevo con un corte a la garçon que le resalta esa nota masculina que Chanel siempre cultivó–.
En esa misma línea que propone una continuidad feliz entre el ropero y la biblioteca, y de nuevo bajo la batuta de Joe Wright, por estos días Keira vive el destino de Anna Karenina en las pantallas de los cines en una versión deslumbrante y operística, menos preocupada por el realismo de Tolstoi que por las posibilidades estéticas de los escenarios ya mitificados de la Rusia zarista. Ahora que la historia de una adúltera de la alta sociedad ya no puede impactar de la misma manera, al menos en un Occidente donde el divorcio no se vive como infamia, quizá lo más atractivo de esta nueva Anna Karenina sea acompañar al cuerpo siempre dramático de Keira Knightley en ese desfile interminable de trajes de época que es la película de Wright (una de esas que, se sabe desde el principio, van a ser candidatas a los Oscar en esos rubros que tienen y no tienen que ver con el cine). Al fin y al cabo, en la pantalla las heroínas literarias devienen divas cinematográficas, y esas mujeres generalmente escritas por varones, tantas veces castigadas por desear y enamorarse, parecen tomar revancha en los cuerpos de las divas para ser ante todo eso tan exquisito y tan superficial en el mejor de los sentidos: mujeres que sufren con estilo.
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