24 DE MARZO
De entre los muchos efectos reparadores que tuvieron y tienen los juicios y condenas a los represores de la última dictadura militar, está el de la multiplicación de voces y de relatos, de experiencias que parecían siempre la misma, que apenas podían escucharse porque ¿quién quiere escuchar sobre el horror y la supervivencia cuando el horror está a la vuelta de la esquina? Pequeños combatientes (Alfaguara), la última novela de Raquel Robles, y ¿Quién te creés que sos?, el relato autobiográfico de Angela Urondo Raboy, son dos libros que surgen al calor del alivio que dan los juicios y que ponen en primer plano y en singular la experiencia de los niños y las niñas durante la dictadura.
› Por Marta Dillon
Casi al mismo tiempo, conociéndose pero sin saber en qué andaba una o la otra, Raquel Robles y Angela Urondo Raboy, tuvieron la misma idea: recopilar relatos de infancia de quienes fueron niños y niñas durante la dictadura. Niños y niñas cuyos padres habían sido encarcelados, muertos o desaparecidos. En ese principio, cuando las dos se aventuraban con la mínima luz focal de una decisión en la oscuridad que supone que el universo de la infancia y el horror se crucen, empezó a alumbrarse como la punta de un resto arqueológico aún enterrado, una categoría que no había sido –que no ha sido– del todo nombrada: la de niños y niñas como víctimas directas, como sujetos de la represión y no sólo víctimas de sus efectos colaterales, como algo más que un botín de guerra. “Niños que han sido secuestrados y torturados en centros clandestinos de detención, niños baleados, niños que han pasado meses y años en orfanatos, niños a cuyas familias han humillado, golpeado y dejado en la calle, niños cuyos padres han sido destrozados delante de ellos”, enumera Raquel sin piedad por las imágenes que se levantan de sus palabras como espectros demasiado vívidos. ¿No se sabía esto, acaso? ¿No están sus nombres en el inventario siempre vivo de las víctimas? Es probable. Pero hay hechos, hay constataciones que no alcanzan con ser enumeradas aun a sabiendas de que la enumeración es siempre insuficiente.
Angela Urondo Raboy escribía Pedacitos de Angela cuando esa constatación le pasó por el cuerpo. En ese blog ella llevaba la bitácora de la recuperación de su identidad perdida al mismo tiempo en que asesinaban a su padre, Francisco Urondo, y secuestraban a su madre, Alicia Raboy, todavía desaparecida. Ella no fue una niña apropiada en términos clásicos, si es que esos términos se pueden usar para llevar el imaginario a cientos de historias de vida, jóvenes que todavía hoy se nombran como “nietos” seguidos de un número que describe el momento en que fueron recuperados por sus familias. Pero Angela vivió con su identidad cambiada la primera mitad de su vida, adoptada por una prima de su madre y su marido, un matrimonio que decidió cortar todo vínculo con la familia de su padre, silenció su nombre y ocultó la existencia de hermanos de sangre. Angela sabía que había tenido otra mamá pero de eso no se hablaba. Mucho menos se podía mencionar que cumplió un año durante esos 23 días que estuvo desaparecida. Algunos de esos días los pasó en el D2 –una dependencia de inteligencia de la policía mendocina– y otros tantos en la Casa Cuna de Mendoza. Pedacitos de Angela se convirtió en un libro después de que terminó el juicio contra los captores y asesinos de su papá y su mamá. “Lo escupí”, dice de ese texto, mosaico de fragmentos en los que al mismo tiempo que escribe descubre que la palabra le pertenece. A ella, la hija del poeta, del escritor, del periodista. A ella, la niña “mirada sin amor, como un ser poco virtuoso”, según sus palabras; la que no supo ganarse el lugar de hija, según el relato de sus “adoptivos”. ¿Quién te creés que sos? es el título del libro (Capital Intelectual, 2012) que se sacude lo peyorativo de la creencia para afirmarse en su nombre y su apellido, aun cuando su documento de identidad haya llegado esta misma semana bajo la puerta de la casa en la que vive con su compañero y sus dos hijos. Y también se afirma en la constatación del principio. Dice Angela después de contar la historia de Josefina y Alejo, dos niños que no sobrevivieron para leerla, dos niños torturados, interrogados, abusados en el mismo lugar donde ella estuvo: “Ahora sé lo que les hacían ahí a los chicos y no me puedo sentir excepcional. Se caen todos los telones. El piso del horror es alto, y de ahí para arriba. Lo que te imagines y más. Ya no hay dónde ampararse, dónde esconderse, no hay cómo seguir cintureando esta realidad que me alcanza y me traga de un bocado”. ¿Es posible afirmarse sobre la ciénaga de un horror que sólo se puede ver en otros? Es mi historia, dice ella, una historia que tiene huecos aunque la memoria de esos días en blanco haya tallado en sus sueños pasajes recurrentes: escaleras, pasillos, sonidos, colores. Imágenes que fueron declaradas en juicio oral y público, imágenes que se correspondían con los “reconocimientos visuales” que formaron parte de las audiencias. Pedacitos de Angela que ahora tienen sentido y no sólo porque se necesitara una Verdad con mayúscula para darse crédito, sino porque esa Verdad ya no le pertenece sólo a ella, sólo a las víctimas: es sentencia penal, es Historia. Y entonces es la hora de la voz propia, del relato mínimo, del recuerdo de infancia. De entre los movimientos tectónicos de la memoria, llegó a la superficie la hora de los niños.
Los juicios son insuficientes, llegaron al menos tres décadas tarde, tienen entre los acusados a apenas unas cuantas hilachas de la inmensa trama de la represión y el exterminio. Pero hay algo de lo social que se repara con la insistencia de esos pocos hombres y nombres puestos en el lugar de la condena, condena penal, efectiva. “Hay algo del músculo del combate que se relaja”, dice Raquel Robles y es fácil ver en el gesto de esta escritora (Perder, 2008 y La dieta de las malas noticias, 2012, ambos de Alfaguara) la huella de un rictus que se ha perdido. O tal vez la marca de algo que ahora sucede y que le estuvo tanto tiempo vedado, casi prohibido, aun cuando no hubiera una orden expresa para la proscripción: llorar, por ejemplo. O sumergirse en su memoria en busca de las partes blandas, esas que se tocan y enseguida se hunden, duelen. “Evitación” es el neologismo que usa para describir esta acrobacia de la memoria que hasta hace poco podía describir los hechos –el secuestro y la desaparición de sus padres, Flora Pasatir y Gastón Robles, la vida después en una familia de tíos mayores y fervientes comunistas– sin entrar en el pozo oceánico de la emoción. Pero algo del “músculo del combate” se ha relajado desde que el imposible del fin de la impunidad dejó de demorarse. Por eso, se le ocurre ahora a ella, pudo escribir Pequeños combatientes, su última novela.
Raquel era directora nacional para Adolescentes Infractores a la Ley Penal cuando tomó conciencia de qué modo la burocracia del Estado había asumido su rol frente a las decenas de miles de niños y niñas víctimas de la represión. ¿De qué modo? Como lo hace la burocracia del Estado: anotando, catalogando, archivando; sin ver más espesor en lo que se anota que el que corresponde a la hoja del papel. En ese rol de directora nacional tenía a su cargo todos los lugares de alojamiento para adolescentes en conflicto con la ley penal –y también los programas destinados a ellos y ellas– y allí estaban los expedientes de quienes habían pasado poco o mucho tiempo en institutos o de quienes estuvieron tutelados porque sus padres habían desaparecido. Como en el país de Nunca Jamás, ahí estaban los anales de los niños perdidos, con la brutalidad de la repetición, siempre con la misma elipsis administrativa para describir el horror de la experiencia individual y colectiva. Ella no sabe con certeza si fue entonces cuando quiso empezar a recopilar historias de otros hijos e hijas de desaparecidos. Sabe, sí, que cuando empezó la brutalidad de muchas historias la dejó sin palabras frente a lo que está enumerado al principio de esta nota (¿y para qué repetirlo?). Y por esas historias a las que no les pudo prestar su pluma y por ella misma también es que dejó de lado las maniobras de la “evitación”, se salteó la manera burocrática de contar su propia historia y empezó, cada noche, a dejarse invadir por las vivencias pasadas y cada domingo a transcribir lo que había anotado en la semana. De ese trabajo metódico, disciplinado, de combatiente, surgió la voz de una niña que sólo puede soportar Lo Peor –la desaparición de sus padres y también la de su mundo infantil y de relaciones– creyendo que es parte de algo más grande, convirtiéndose en protagonista de la revolución prometida, pequeña combatiente que después de ver cómo se habían llevado a sus padres sin darles chance para el combate entiende que la lucha, entonces, tiene un arma secreta y fundamental: la simulación. Como agentes tapados en el campo enemigo, los pequeños combatientes de Robles tratan de buscar a otros como ellos, esperan la señal que les diga que están en lo correcto, un compañero o una compañera que los ratifique en su misión mientras ella y su hermano menor fingen “adaptarse” al punto de querer abrazar el catolicismo para no llamar la atención en la escuela del Estado a la que van.
El relato es delicioso, sí. Y duele tanto como es posible dejarse doler por esa infancia perdida que no tiene nada de singular. Y Raquel lo sabe. Porque ésa es su historia hecha ficción, montada con los hilos de las historias de sus amigos y sus amigas, todo eso que tal vez haya sido dicho pero siempre desde el lugar de ser hijos de... de pensar el horror por el horror que sufrieron otros, los amados, los papás y las mamás que la militancia –que tanto ha teñido los discursos de la memoria– ha sabido construir siguiendo sus ritmos: detrás de un número, con nombre y apellido, con referencia a su militancia, con sus oficios y sus saberes, su filiación, sus amores y sus desamores. De entre los movimientos tectónicos de la memoria surgieron ellos y ellas, los que no están. Y también quienes están. Y entonces hay que corregir. La infancia perdida no tendrá nada de singular pero para contarla hacen falta voces particulares, con sus matices, sus estridencias, sus reproches, su nostalgia, su dolor.
Angela Urondo Raboy se considera una sobreviviente. Y no es una metáfora, sino la certeza de que otros niños en su lugar no tuvieron esa suerte. Raquel Robles también puede pensarse así y no porque evoque alguna bala que erró su puntería sino porque aún hoy siente que, como en la canción de Silvio Rodríguez, tiene que pedirles perdón a sus muertos por su felicidad. La felicidad es la forma de la venganza que proponen los H.I.J.O.S. –“Nuestra venganza es ser felices”– a modo de consigna cuando asisten a diversos juicios. Angela se enoja con esa consigna: “si somos felices es por otra cosa”, dice para no asociar ningún diseño de su vida a la suerte de los genocidas. Raquel Robles también desarma la consigna: para ella “vengarse” es haber encontrado una voz propia. Haberla conquistado en la ficción. Y llevarse de aquí para allá, de la ficción a la vida cotidiana, la felicidad de estar en el camino.
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