CINE II
Mi novio es un zombie es una comedia romántica menor que logra un fin alto: ampliar la mitología zombie, entre guiños shakespeareanos, antihéroes imposibles y heroínas de armas tomar.
› Por Guadalupe Treibel
“¡Ay, por favor! ¡Y ahora resulta que se enamoran! ¿Qué es esto? ¡Por favor, por favor!”, cacarea, indignado, un grupo de espectadores de cara a la pantalla grande en afán fastidiosamente ruidoso. Si el film se llama Mi novio es un zombie y, desde la gráfica, convida con un muerto vivo pálido en pose desgarbada, ¿qué espera la banda? ¿Una épica sobre la alienación de la tecnología y las lamentaciones del amor en la vida moderna? Vamos... La trama, como bien indica el título, es sobre un zombie y una chica –humana– que se conocen en la realidad post apocalíptica, se enamoran y... (inserte el final una vez visto). ¿Ridículo? Absolutamente. ¿Tonto? No quepa la menor duda. Pero, una vez sacudidas las diatribas del intelecto, completamente recomendable.
Porque, como bien es sabido, el género Z tiene el techo bajo: la mayoría de las historias vuelven, con la escenografía cambiada, sobre lo inclemente de la supervivencia y las maneras (algunas más despiertas e innovadoras que otras) de escaparles a los angustiosos mordiscones. ¿Y el humor? Bien, gracias (salvo excepciones como Shaun of the Dead o Zombieland). ¿Y el amor? Un poco sucio y casi siempre interrumpido por mártires que ponen el brazo ante la dentadura podrida y, chau querida, chau querido, hasta la vista baby, nos vemos en la resurrección.
De allí que sea un feliz hallazgo que alguien haya decidido patear el tablero y repartir las fichas nuevamente, creando un fresco acercamiento sobre el muerto vivo, echando tierra encima del cajón de los estereotipos que piden –de décadas atrás a la fecha– “cereeeebros”, y nada más. Partiendo de la novela debut de Isaac Marion Warm Bodies, el realizador Jonathan Levine (50/50, etcétera) logra lo que parecía imposible: ampliar la mitología Z y asignarle al malvado de moda... sentimientos. Y pensamientos, timidez, un interés inusitado por volver a ser humano, la incomodidad de desconocer ciertos códigos sociales y otras características poco menos que surrealistas.
Contada desde el punto de vista zombie, la historia se centra en el muerto vivo “R.” (Nicholas Hoult, otrora Tony en la memorable tira brit Skins y, siendo un pequeñete, co-star de Hugh Grant en Un gran chico), a quien hablar le cuesta una barbaridad, no así sumirse en pensamientos de inconformidad elemental: que está podrido de moverse tan despacio, que la pose quebrada es fatal, que necesita comer ¡pero qué culpa!, que qué bodrio estar gruñendo, entre otras cuestiones. Solo y nostálgico hasta la –podrida– médula, R. conoce a Julie (Teresa Palmer, el clon rubio de Kristen Stewart, más expresivo y curvilíneo que la chica Twilight), hija del jefe de la resistencia (John Malkovich). No sin antes comerse a su novio (panza llena...), R. la salva de una horda zombie, la “invita” a pasar una temporada en su jet/casa, le muestra sus vinilos (este muerto vivo es melómano, colecciona discos “porque suenan más vivos” y se emociona al son de “Missing You” de John Waite) y la mantiene a gusto.
Buenas migas van, buenas migas vienen y, pum: gracias (pseudo) síndrome de Estocolmo. La damisela en aprietos, avispada heroína que se las apaña de lo más bien, ve más allá de las apariencias y va ablandando su corazoncito, dando esperanza no sólo a R. sino a la humanidad toda (sólo digamos que, en este fin del mundo, all you need is love para entibiar a los cadáveres caminantes). Porque el cuento –que se jacta de hacer alusión al clásico Romeo y Julieta y tiñe de guiños cariñosos esta guerra de dos mundos– es, en definitiva, un film inocente, con un mensaje simple pero efectivo: que el cambio es posible, que alcanza con no lastimar al otro para que no lo lastimen a uno, que –de las tantas plagas que inundan la sociedad– el zombie no necesariamente es la peor. Que, a veces, tener el género de terror bien manyado no significa repetir formulitas desparrama-sangre; tanto masticar cuerpos ha servido para que alguien destroce los lugares comunes y los devuelva con humor, ternura y, para la tribuna sensiblera, amores que suben –poco a poco– la temperatura.
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