RESCATES
Madeleine Vionnet (1876-1975)
› Por Marisa Avigliano
Quería ser maestra, más que maestra quería ser institutriz pero tenía ocho hermanos y su padre (la madre no vivía con ellos) apenas podía darles de comer a todos, así que a los nueve años y sin lenitivos sus deseos pedagógicos murieron en la puerta de un taller de costura. La nenita aprendiz del sastre de Chilleurs-aux-Bois no sabía entonces que iba a fundar una escuela propia con sedalinas y drapeados, que sus alumnos serían unos maniquíes en miniatura (sobre los que creaba sus modelos y luego ampliaba en escala real) ni que iba a ser maestra del diseño conceptual. Dejó la escuela pero aprendió corte y confección, trabajó en un taller en París, se casó a los dieciocho años con Emile Deyroutot, tuvo una hija que murió poco después, se divorció –tiempo después repitió casamiento y divorcio–, se fue a Inglaterra y antes de cumplir los veinte ya estaba en Londres trabajando con la modista de la corte inglesa Kate Reily. Con el nuevo siglo volvió a París para trabajar en el famoso salón de alta costura Soeurs Callot. “Gracias a ellas he podido hacer Rolls Royce. Sin ellas hubiese hecho Fords”, retribuía la costurera que en el mil novecientos revolucionó no sólo la imagen de la boutique de Jacques Doucet sino también a las modelos que lucían descalzas vestidos simples que tiraban el corsé al suelo y dejaban el cuerpo libre. “Me he aplicado a liberar, como para la mujer, el tejido de las trabas que se le imponían. He intentado darle un equilibrio tal que el movimiento no desplazara las líneas, sino que las magnificara.” La Primera Guerra Mundial partió en dos sus deseos de salón propio (lo abrió en 1912, lo cerró y lo volvió a abrir en 1918). Una de sus casas de moda, la que estaba en la avenida Montaigne, llegó a tener más de mil costureras creando seiscientos modelos por año. Según sus acólitos y a partir de los documentos que Madeleine le donó a su amigo, el historiador François Boucher, cuatro mojones puntean su estilo: la proporción (la inspiraba la geometría, la llamaban la Euclides de la moda), el balance (devota de algunas razones teóricas), el movimiento (representado por su favorito corte al biés –para algunos ella lo inventó, para otros estaba inventado, sólo que se usaba para cuellos y no para un vestido entero–) y la verdad (que le atribuía a la claridad griega). Pero quizá fue ella misma su inspiración y su modelo; decía que como ella era “rechoncha” quería también que sus clientas respetaran el cuerpo propio. La reina del biés (el molde se coloca en diagonal al borde de la tela, entonces la tela cede de otra manera, su caída es el ornamento, la forma de godet, los pliegues) firmaba cada uno de sus vestidos –los llamaba la segunda piel en movimiento–, les daba un número de orden y lo sellaba con su huella digital. Dicen que cuando Proust vio a Geneviève Lantelme usando uno de los vestidos de Vionnet supo que así sería la Rachel de A la sombra de las muchachas en flor.
Atípica en la moda y atípica como empresaria, Madeleine impuso un reglamento laboral en sus talleres para proteger a sus costureras mucho antes de que lo hiciera la ley (aunque el trabajo esclavo aún puebla los talleres de costura). Las trabajadoras de Vionnet cosían en sillas con respaldo, tenían horas de descanso y ocio, licencia por maternidad, vacaciones pagas y ayuda médica. Le gustaba el blanco más que ningún otro color, todos los colores del blanco, las muselinas y el satén. Para ella crearon una de las primeras fibras sintéticas –una mezcla de seda y acetato– y con ella, sin beneficiarse con la tranquilidad del atajo, la moda salió a la pasarela con la investidura de un plural de majestad.
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