PERFILES > AILEN Y MARINA JARA
› Por Flor Monfort
No sabe no contesta parece decir el coro de siniestros que interviene en el caso de las hermanas Ailén y Marina Jara. Al menos mientras no está diciendo “vos merecés estar presa, hija de puta”, al ritmo de un par de patadas bien colocadas, o “hacelas cagar a estas pendejas” cuando la carátula que las acusa definió el destino que las persigue injustamente desde hace dos años. Los que no saben no contestan hacen bien su trabajo: desconocen los quistes en un ovario que le provocan infecciones recurrentes a Ailén, miran para otro lado frente a los intentos de suicidio de Marina y desmienten la realidad de un hecho que viene siendo relatado con luces de neón desde que este caso salió a la luz y sólo otras voces pudieron resaltar para la opinión pública: la Justicia, la institución carcelaria, la policía y el Estado siguen castigando con más saña a las mujeres, más aún si son pobres. Hasta la defensora oficial les dio vuelta la cara, sumada a los comisarios, oficiales de justicia, fiscales, médicos, enfermeros, guardiacárceles y jueces, estos últimos quienes no accedieron al pedido de excarcelación de las chicas hasta el juicio oral ni al cambio de carátula, de aquel que les estampó un “tentativa de homicidio” en lugar del que correspondería por ley: “lesiones por defensa legítima”. El precio de resistir es alto y se hace pagar con omisiones, indiferencia y maltrato; es difícil imaginar cuánto dolor vienen atravesando las hermanas Jara, tienen 21 y 20 años y el entusiasmo de esos años quedó mudo en la madrugada en que Juan Leguizamón trató de violarlas a punta de pistola y por un error de él lograron zafar y lo atacaron con un cuchillo de cocina. Pero ésa es historia conocida, es la odisea de una familia humilde la que viene a poner en letras grandes lo que no puede dejar de escribirse: si la violencia machista es moneda corriente, la defensa de una mujer o el intento de salir del fuera de foco que provocan el acoso reiterado (como en este caso, que venían sufriendo de este individuo desde los 16 años), los golpes o un tiro mal dado se cotiza alto, tan alto como las dos jornadas de juicio que se sucedieron esta semana vienen a poner en evidencia. No sólo se desestimaron los testimonios que lo acreditan a Leguizamón como acosador sexual por otros testigos, sino que le permitieron al violento presentar un nuevo testigo en la última jornada del juicio, donde debería conocerse una sentencia, y que fue aplazada por una semana, hasta el 26 de marzo.
Las Jara son de Sanguinetti, Paso del Rey, partido de Moreno. Allí todavía vive su mamá, Elena Salinas, quien dice que les negaron la prisión domiciliaria por temor a que se fuguen y que ahora que se aseguraron que no se fugarán (no sólo dejándolas detenidas sino haciendo de su detención un verdadero calvario) quieren dar vuelta la historia poniéndoles el sello de culpables, porque la credibilidad de la familia estuvo siempre en duda, porque la resistencia siempre es sinónimo de sospecha, porque si eran dos contra uno y encima lograron lastimarlo es porque estaban organizadas, despechadas, locas o vaya a saber qué, pero seguro que no se estaban defendiendo.
Las Jara son apoyadas por organizaciones y militantes que quieren verlas libres, que ven en este caso una simbología perfecta del horror que alimenta la violencia de género, un retazo más del mapa que se arma con modalidades siniestras: el terror del fuego desde Wanda Taddei, la sutileza de la violencia obstétrica, desde Perla Pascarelli (quien fue ignorada en sus dolores durante semanas en el Hospital Durand y sufrió la amputación de sus cuatro miembros), el castigo a la diversidad con Ana María Fernández y la negativa a la prisión domiciliaria que le corresponde por ley para amamantar a su hijo “por tener otra madre capaz de cumplir esa función”.
Ignorar esta trama que castiga los cuerpos de las Jara en nombre de un montón de mujeres es tan grave como dejar que una condena las vuelva a silenciar.
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