RESCATES
Anne Alrewic
1871-1898
› Por Marisa Avigliano
Posaba algunas tardes no muy lejos de St Martin’s Lane para un ignoto pintor cuando le ofrecieron hacer un molde de su cara. Quien le hizo la propuesta fue Alfred Parson, un escultor que unos años antes había moldeado la cara de una mujer muerta a pedido de un patólogo en la morgue de París. La joven de belleza sorprendente parecía tener no más de quince años y había aparecido vestida y sin ningún signo de violencia ahogada en el Sena. Como nadie reclamó su cuerpo, la falsa sirena quedó a merced de su privilegiado admirador y de las bateas sedientas de su simulcop secuaz. Las copias del molde original se multiplicaron –fue un fabricante de máscaras alemán el autor de la primera serie– y sin aliento la cabeza de la mujer sin nombre y sin afectos evidentes se convirtió en la modelo que mejor lucía sombreros, joyas y pañuelos en el París de fines de siglo XIX.
Cuando Parson –que había sido estafado por el patólogo– conoció a Anne recordó a la joven del Sena y supo que era su oportunidad para ganar dinero. Esa cabeza suelta valía mucho y Londres iba a pagar el precio más alto. Pero lo que el escultor no sabía era que la señora Alrewic posaba en secreto, su familia no estaba enterada y sus apariciones en el liencillo eran tan privadas como prohibidas. Como Parson nunca confesó sus intenciones comerciales, Anne no dudó en dar el sí. La prueba en yeso fue la antesala del éxito, el molde era tan bello como la verdadera Anne, el artista sin arte había creado a la nueva Nefertiti. En el improvisado atelier de Alfred Parson, la victoria silueteada recuperaba en perfecta escuadra las hebras remotas del robo parisino. Aquella cara de yeso era lo más humano que había creado, copiado. El negocio era un hecho.
No fue Anne la primera de su familia en verse vendiendo moda en la calle. El escándalo que amenazaba con arrastrar nombres prohibidos y amantes tentados no encontró blanco móvil en Mrs. Alrewic. La mujer del médico no eligió la enfermedad como recurso y salió en busca del plagiario. No tuvo suerte, la batalla fue una certeza perdida cuando lo encontró sin dinero a orillas del Thames. Pero la modelo de moda no iba a terminar ahí su clonación errante, no iba a ser ése el final de la exposición. La decapitada famosa estaba viva y sabía que su cara no era un pleito económico, el suyo era un robo sin moneda. La musa tridimensional decidió dar entonces otra batalla, la ganada, la que tenía a su cara pública –bendecida por el hada del deseo– como única anfitriona.
La Anne de las muchas hermanas inauguró tendencias sin intemperancias sosas, despertó intenciones y avivó rubores opacos. Murió muy joven antes de verse en fibra de vidrio, antes de probarse pelucas multicolores, anteojos galácticos, antes de que le inventaran un cuerpo de varillas firmes rodeadas de poliuretano, la moldearan con plastilina, le pulieran los bordes y la llamaran maniquí. Antes de conocer a su amiga heredera, la cabeza que calza el maniquí de primeros auxilios creado por Peter Safar y Asmund Laerdal en 1958, y que es para muchos “la cara de la mujer más besada de la historia”. La Anne que queda, como si un botox quirúrgico la hubiera tenido en reposo durante semanas, con las cejas delineadas en la misma acuarela bisón de sus pieles prestadas y una sombra celeste turquesa de lacustre profundidad sobre sus ojos en gama, posa en las escaleras de una Feria Vintage de Chelsea, en la Londres nunca –igual que Anne– desprevenida.
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