TRATA Sus prostíbulos formaban parte, hasta hace poco, de la oferta turística de Rosario. Eran –aunque haya quienes no usan el tiempo pasado– un símbolo de virilidad, transgresión y épica nocturna. Detrás de esa pátina, Juan Cabrera admitía que, “cuando ya no me importó más nada, me empecé a llenar de plata con las chicas”. Hoy está preso, después de un inexplicablemente largo camino hasta la aplicación de la ley de trata.
› Por Sonia Tessa
El barrio Pichincha es sinónimo de prostíbulos, desde principios del siglo XX. Las leyendas de Rita La Salvaje y de Madame Safó modelan una identidad rosarina glorificada, también, como atractivo turístico. Aquellos locales confluían alrededor de la estación de trenes Rosario Norte, que hoy sólo conserva un andén para recibir la llegada semanal de El Tucumano. Buena parte de aquel edificio ferroviario ahora alberga la Secretaría de Cultura municipal. A media cuadra, sobre la calle Callao, funcionaba La Rosa Sexy Bar, un cabaret con luces de neón en su pared exterior que se prometen como “las puertas del infierno” y, si bien la ordenanza municipal lo prohíbe taxativamente, estaba vinculado con un hotel lindero, adonde se realizaban los “servicios sexuales”. Su propietario –en la realidad, aunque no en los papeles– era Juan Cabrera, conocido como El Indio Blanco, convertido en símbolo canchero, viril, transgresor. En La Rosa, las chicas bailaban el baile del caño, siempre a la vista, y a la mano, de los concurrentes. Y después iban con ellos al hotel de al lado. Antes de volver a casa, por la mañana, recibían del propio Cabrera la mitad del dinero que habían pagado los “clientes”.
El Indio Blanco es, como es obvio, un proxeneta. “Cuando ya no me importó más nada entonces sí, ahí sí que me empecé a llenar de plata con las chicas”, contó en el libro El Interior, de Martín Caparrós, y también admitió que su actividad lo hacía sentir “poderoso”. Así era: intocable. Su estrella empezó a apagarse cuando la intendenta municipal de Rosario, Mónica Fein, reglamentó una ordenanza municipal que dormía en los cajones desde 2010, creó una Mesa de Trata y puso a la Dirección de Inspección a trabajar en serio. En la madrugada del viernes 22 de febrero, el director de esa área, Gregorio Ramírez, llegó al otro cabaret emblemático de Cabrera, el céntrico Palacio Berlusconi, dejó la burocracia de lado y abrió una puerta. Vio una escena de sexo explícito y clausuró. La reacción del Indio Blanco y “sus” mujeres fue violenta, lo siguieron hasta un bar, donde lo agredieron. Más tarde, una jueza de Faltas decidió cerrar definitivamente el prostíbulo.
El golpe de gracia fue en la madrugada del 25 de mayo, cuando cayó preso. No fue tan sencillo: intentó escaparse por la terraza de La Rosa, casi desnudo. Una causa de oficio del fiscal Marcelo Vienna había terminado en un operativo del que participó la directora provincial de Lucha contra la Trata, Mónica Viviani, y la jueza Alejandra Rodenas. Y lo que parecía imposible ocurrió. Juan Cabrera quedó detenido por facilitamiento de la prostitución con fines de lucro, una figura legal vigente desde 1936. Al cierre de esta edición, la jueza tenía pendiente dos decisiones: el procesamiento y un pedido de sustitución de prisión presentado por el abogado Paul Krupnick.
El camino fue largo y, para muchos, aún inexplicable. Hasta 2010, el Ente Turístico de Rosario publicitaba al prostíbulo como una atracción turística de la ciudad. En noviembre de ese año, una modificación a la ordenanza de espectáculos públicos prohibió que los cabarets y whiskerías tuvieran boxes, habitaciones o contigüidad con un hotel. Y exigió contratos de locación para las alternadoras. Cabrera era el ostensible dueño de La Rosa desde hace una década, y del Palacio Berlusconi, desde diciembre de 2009. También se lo sindica como dueño de distintos “privados”. La única actividad inscripta legalmente a su nombre es el boliche de rock Willie Dixon y una playa, Dixon Beach, en una isla sobre el Paraná, frente a Rosario.
La amistad de Cabrera con Pappo y sus apariciones mediáticas –tenía hasta un programa de radio en FM TL todas las noches– lo convirtieron en un personaje de alto perfil. La Rosa era su nave insignia. A principios del siglo XXI, la instaló frente a la terminal de ómnibus, con las habitaciones a la vista. Cuando tres clausuras municipales lo obligaron a mudarse, decidió irse al barrio más “natural”, Pichincha. Cabrera alquiló un inmueble único, con la whiskería en la planta baja y el hotel en la planta alta. Un sistema de videovigilancia permitía ver imágenes del hotel en el mostrador del cabaret y, también, lo que ocurría en el cabaret desde la recepción del llamado hospedaje. Todos los servicios son compartidos. Bien a la vista. El comercio de planta alta, a nombre de la ex mujer de Cabrera, estaba habilitado como hotel pero funcionaba como albergue. Esa fue una de tantas explicaciones que se les pidieron a funcionarios de la municipalidad el martes pasado, en el Concejo Municipal. Desde la Intendencia arguyen que hicieron 150 inspecciones y nunca constataron la contigüidad entre el cabaret y el hotel o actividad sexual. Dicen que la puerta que conecta los dos negocios estaba “sellada”.
El debate tiene varias aristas. El martes, el Concejo tratará el proyecto de la concejala radical María Eugenia Schmuck para cerrar las whiskerías, un rubro que tenía once comercios en 2010. Tras inspecciones y clausuras, quedaron sólo dos. El Partido Socialista, en la Intendencia, se opone. Asegura que esa medida sólo promoverá más clandestinidad. “Si a este proxeneta se lo pudo detener, fue porque tenía un negocio habilitado”, justifican cerca de la intendenta. Y dicen que los contratos de las alternadoras permiten, al menos, un contacto oficial con las mujeres que “trabajan” en esos lugares. Desde la Red Abolicionista de la Prostitución y la Trata, su coordinador, Alberto Ilieff, desconoce ese argumento: “¿Con quién firman los contratos, con el proxeneta? Si eso está prohibido”, plantea el psicólogo institucional e integrante del Frente Abolicionista Nacional.
Las pruebas del proxenetismo son contundentes. Algunas de las 18 mujeres que estaban en el local al momento de la clausura fueron el mismo lunes a Tribunales a pedir la liberación del rufián, para usar una denominación amable. Aseguraron que en el prostíbulo se sentían seguras y que temían ser asesinadas si trabajaban en la calle. El proxeneta prometía protección. Pero la jueza Rodenas está decidida aplicar la nueva ley de trata, que no contempla el consentimiento para la explotación sexual. La clausura prendió la mecha del debate en toda la ciudad. A muchos rosarinos se les cae la estantería románticoprostibularia y ven que, en definitiva, se trata de explotación, dinero y poder. Otros muchos, claro, siguen defendiendo de viva voz al que consideran un “emprendedor” nocturno.
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