ENTREVISTAS
A dos meses de condenadas y liberadas a un mismo tiempo en un fallo considerado poco menos que vergonzoso por la ausencia total de perspectiva de género, convirtiendo en víctima a su victimario, las hermanas Ailén y Marina Jara intentan rehacer sus vidas en el centro de una tormenta social que las discrimina nuevamente por mujeres, jóvenes y pobres. Y las estigmatiza obstaculizando cualquier posibilidad de crecer y acceder a un trabajo digno.
› Por Roxana Sandá
En el barrio las cosas se están complicando. No sólo porque a Marina y a Ailén Jara el vecindario las mira con las bocas torcidas desde que dejaron el penal de Los Hornos, en abril, para volver a casa. El aire se fue espesando con esa dosis siniestra que acumula lo inevitable porque el hombre que las acosó, las agredió, les gatilló dos veces un revólver, en fin, su victimario, sigue viviendo en el barrio Sanguinetti, de Paso del Rey, caminando tranquilo por la vereda, cruzándolas de lejos en alguna ida al kiosco o en los comercios a la redonda. El presente de ellas, en cambio, después de ese doblete de condena y liberación que dispuso un tribunal de Mercedes, no es auspicioso: las agobia el estigma de un fallo considerado por algunos especialistas como “vergonzoso”, que no fue al núcleo de la cuestión sobre la violencia contra mujeres jóvenes y pobres y que, por el contrario, se armó sobre un andamiaje sexista, prejuicioso y cargado de estereotipos de género. Como dijo Ailén alguna vez, “pagamos por un muerto que está vivo”. El desenlace, previsible, les condiciona seriamente la posibilidad de acceder a un trabajo digno y de insertarse en una sociedad que les dio la fama del desconfío. “¿Ustedes son las hermanas de la televisión? ¿Las que estuvieron presas, no? Nos dicen. Y es un vacío tan grande aquí afuera, nos sentimos tan discriminadas, que a veces extrañamos volver al penal. Suena increíble escucharnos decir esto, pero los rechazos y los obstáculos que sufrimos todos los días nos destrozan.”
Elena Salinas, la madre “de hierro” de las Jara, la que peleó desde el primer minuto por dar vuelta a “lesiones leves”, una carátula augurante del drama que vivieron durante dos años, un mes y 21 días, vive a duras penas de changas. La mujer que logró el traslado de Ailén al Hospital Gutiérrez de La Plata para que le extirparan del útero un tumor que la estaba matando de dolor porque en el penal sólo le daban calmantes. La que movió cielo y tierra para que sus hijas recuperaran la libertad enteras y vivas, espera llevarse algún día a sus otros hijos, los mellizos Johnatan y Manuel, y a las chicas, a una vivienda en La Plata, “lejos de toda esta mugre, a un lugar donde las tres podamos trabajar y estudiar sin que nadie nos señale, donde nadie nos diga ustedes son las de la televisión. Nos han hecho un daño muy grande con todo esto, espero que no sea irreparable, pero creo que va a pasar mucho tiempo hasta que podamos levantar cabeza de nuevo”.
¿Era cantado tanto desasosiego en el regreso? Las fotos en esa noche del 10 de abril, cuando las Jara recuperaron una libertad controvertida pero celebrada por feministas, agrupaciones políticas, organizaciones de derechos humanos, madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora y funcionarias provinciales que lucharon por un tratamiento judicial con perspectiva de género, testimoniaron abrazos, risas de felicidad, corridas de a muchas para el festejo de todo lo bueno que parecía asomar allá afuera. “Pero condenarlas como coautoras penalmente responsables del delito por lesiones graves es lo mismo que condenarlas por tentativa de homicidio, y aquí hubo legítima defensa. El fallo se apeló por nuestra disconformidad, y estamos dispuestos a que la causa llegue a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)”, sostiene el abogado Isidro Encina, que integra la defensa junto con Gabriela Conder y Eduardo Soares, ambos de la Asociación Gremial de Abogados.
A Elena se le pone agrio el humor, “porque la hicieron bien. La Justicia falló de esa manera para cuidarse el culo. Y bueno, habrán concluido, esas pibas que se jodan”.
–Claro –confirma–. Para que quede en tentativa de homicidio y tapar el mal procedimiento.
Pero Encina también pidió la nulidad de la sentencia, para que las chicas no se queden con antecedentes. Ahora, hasta que Casación defina, sentate a esperar, querida.
Ailén no acompañó a su madre y a su hermana en este encuentro. Hace unos días consiguió trabajo en un cíber de Flores, donde el dueño también la reconoció “de la tele”, pero no le importó y hasta le permite retirarse más temprano dos veces por semana, para asistir al FinEs (Plan de Finalización de Estudios Primarios y Secundarios), donde cursa con Marina los últimos años de la escuela media. “Las dos queremos seguir estudiando algo”, cuenta Marina entre las ganas de realizar trabajo social y la necesidad de remontar esos dos años de encierro. “Me da bronca, porque antes vivía mi vida como si nada y después de todo lo que pasó pienso que hay tanta impunidad... Nuestro cambio fue total. Sobre todo me afecta pensar la tortura de las cárceles: creo que todo lo vivido todavía está muy cerca en el tiempo.”
Vuelve sobre eso de que el retorno al barrio “fue raro, no me gustó. Al segundo día quería irme. Lo cruzo al tío de Leguizamón en el kiosco y encima me pregunta ‘¿cómo andás?’. Lo miré como diciendo qué me estás preguntando, y me di vuelta. Hoy, si me cruzo a la familia trato de evitarla, miro para otro lado. Al barrio no salgo porque no me gusta el ambiente, y si salgo, voy al centro. Volvemos del colegio como a eso de las diez de la noche, caminando, porque a veces no hay plata para cargar la SUBE, y venimos reperseguidas, no sólo por este tipo. Por cualquier tipo que pasa, te mira o te dice cosas. A esa hora, en este barrio, fuiste”. Elena lo advierte: “Ustedes no saben lo que es vivir en el conurbano. No saben que las mujeres somos violadas, asaltadas todo el tiempo, y que tenés que ir mirando para todos lados a ver si no te agarra un tipo y te viola y te mata, o tal vez por un celular de miércoles te lastima”.
Ese regreso también agrietó la convivencia. “Los primeros días todo anduvo mal porque no nos adaptábamos”, reconoce Elena. “Hay una anécdota de cuando Ailén preparaba el mate. Un día estábamos mi nuera, Marina y yo charlando, y Ailén sacó el mate por la reja de la ventana y tiró la yerba. Tenía el tacho de basura al lado. Al otro día, a la hora del almuerzo preparó el jugo, sacó la jarra por la reja y empezó a sacudirla. Con uno de los mellizos nos miramos. ‘¿Por qué sacás la jarra por la reja?’, le pregunté. ‘Lo que pasa es que en el penal sacaba la botella de jugo y la sacudía por la reja’. Costó días para que se fuera desacostumbrando. ¿Sabés qué pasa? Que la reja le quedó acá”, explica Elena tocándose la frente. Y sigue en el hilván de otras anécdotas, todas comprobatorias de que los encierros forzosos invaden el cuerpo. “En casa funciona un calefón eléctrico. Tenés 20 litros para bañarte y hay que racionar el agua. Ellas estaban acostumbradas a quedarse mucho tiempo en las duchas del penal, y en casa lloraban. Ailén no sabía cómo funcionaba el calefón, tenía que bañarse con agua fría. Ninguna entendía cómo eran las cosas.” A Marina aún la sorprende la incomodidad “¡en mi propia casa! Quería volver al penal, extrañaba a mis compañeras porque estaba adaptada a ese adentro. La primera noche en casa no pude dormir”. Como si hubieran olvidado su vida anterior, descubre Elena. “Eran unas nenas cuando se fueron de casa. Les llevaba mate a la cama, les cocinaba, les hacía los mandados, nos reíamos juntas, escuchábamos música. Volvieron unas mujeres tremendas, hay planteos, hay palabras grossas que me dejan boquiabierta. No sé manejar mucho la situación. Ahora entran, salen, no me dicen adónde van y me desespero. Siento que perdí esos dos años que estuvieron privadas de libertad. Creo que quedé relegada en el tiempo, les sigo diciendo portate bien, fijate lo que hacés, cuidate. No pude adaptarme a que mis nenas se habían perdido.” Está presente el sentimiento oscuro de que algo “me las quitó y no las podía recuperar. Los primeros días, cuando estuvieron en la comisaría 5ª, no tomé conciencia, tenía la esperanza de que los cargos fuesen lesiones leves y de que salieran en libertad, pero el tiempo pasaba y las mandaron al penal. Entonces ahí sentí que me las habían arrancado. Ahora que están de vuelta, por ahí se van a lo de una amiga o a dar una vuelta, y siento que vuelvo a perderlas. La sensación es horrible”.
Como la luz, pero en negativo, una condena baña todo. “Salí a comprar al barrio y no me gustó porque la gente se mostraba muy mal educada. Le digo buen día a una persona y me mira como diciendo quién te conoce. Por eso estamos viendo de vender o alquilar esta casa y mudarnos a otro lado. Me gustaría vivir fuera de Moreno.” Para Elena, La Plata es un lugar posible “antes de que las cosas se pongan peor. Yo adoro las plantas, tenía ligustrina, árboles, flores, hasta que el vecino de al lado me hizo cortar todo y a los dos días del regreso de las chicas construyó un muro de tres metros de altura para no vernos las caras. Hasta colocó uno de esos alambres enrollados arriba de todo. Y la verdad es que no me banco más esta situación. El barrio es terrible”.
De Juan Antonio Leguizamón Avalos, tal su nombre completo, se sabe que es un violento de la zona, vinculado a la venta de drogas y de conocida relación con policías del lugar, en particular con la comisaría 5ª. Hará unas dos semanas Marina lo vio de lejos; prefirió apurar el paso hasta perderlo de vista. “Sigue haciendo sus fechorías”, asegura Elena. “Es un impune total. El otro día una vecina discutió con la mujer de Leguizamón. El fue a buscarla, le puso un revólver en el estómago y gatilló, pero no salió la bala, como había sucedido la noche que atacó a Ailén. Me juego que era el revólver que las chicas intentaron sacarle. Como no pudo dispararle a esta vecina, volvió a tirarle al pie y ahí salió la bala, que por suerte pegó de costado. Lo detuvieron dos horas en la comisaría 5ª y de nuevo afuera. ¿Eso no es tentativa de homicidio? Me da impotencia que ande suelto y siga vendiendo drogas y armas, y que los mismos jueces del tribunal hayan reconocido esto en los fundamentos de la sentencia y sin embargo no hicieran nada al respecto. Las asesinas, las premeditadoras, las alevosas son mis hijas; él es la víctima. Es una injusticia.”
Marina escucha temblando por el frío, la remera no la protege del viento que molesta en la explanada de la Biblioteca Nacional, lugar del encuentro donde transcurría el “Congreso internacional sobre tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”, encabezado por el ministro de la Corte Suprema, Eugenio Zaffaroni, y la defensora general de la Nación, Stella Maris Martínez. “Fue duro porque pasaron un video sobre celdas de castigo en los Estados Unidos. No aguanté y me puse a llorar.”
En la exposición, un integrante de la Asociación Pensamiento Penal explicaba la vida de un interno durante 24 horas en una de esas celdas con paredes pintadas, pisos de cerámica, literas con colchón, ventanas, mesas y lavatorios. “‘Me indignó porque en la Argentina las paredes de los buzones están llenas de moho, no entra la luz del sol jamás, no tienen siquiera una lamparita, sólo la puerta de metal con el hueco del pasaplatos”, describe Elena. “Cuando Ailén y Marina estuvieron en la Unidad 51 de Magdalena permanecieron tres meses en los buzones. Y si esta persona estaba exponiendo la situación de un tipo que sólo pasó un día allí, imaginate la situación de mis hijas.” Marina cierra los ojos. “Viví todo eso al igual que muchas compañeras. Sé lo que es estar ahí adentro, el maltrato físico o psicológico de que te tengan encerrada. Sólo podés dar vueltas y vueltas en un hueco donde no hay nada, ni luz.” Su madre agrega casi en un susurro que “se vuelven locas. Algunas terminan haciendo una corbata (en la jerga carcelaria): agarran las sábanas y se ahorcan”.
Será el desamparo que se extiende como una mancha voraz, imaginan ambas. “La semana pasada no tenía ni para comprar un kilo de pan”, recuerda Elena. “Estuvimos dos días sin comer. El Estado nos abandonó. A Ailén y Marina les debe dos años, un mes y 21 días de vida, y sin embargo las largó a la calle como a la que te criaste, no les dio ni un subsidio. El Estado nos tendría que haber apoyado. Cuando mis hijas vinieron a casa no tenían frazadas, camas, sábanas, nada, porque tuvimos que llevar todo a los penales y ahí quedó. Tuve que empeñarme y comprarles cosas nuevas. ¿Qué iban a hacer?”, se pregunta. “¿Salir del penal y dormir de nuevo en el piso, como perros? Nadie me dio nada. Pedí ayuda en el municipio y me dieron una cajita con dos paquetes de arroz, fideos, lentejas, un puré de tomates y un aceite. Tampoco puedo hacerle juicio al Estado porque están condenadas. Fueron años horribles para nuestras vidas, por eso siento que hay alguien responsable en todo esto, no sé quién, pero siento que hay alguien que nos debe algo.”
De a ratos, como cuando soportó el encierro, Marina inclina la vista al piso y calla. De repente levanta la cabeza, fija los ojos grandes en quien la escucha y las palabras se le amontonan con la temblequera del frío. Hay que decir para sanar. “Siento lo mismo que siente mi mamá pero ya está, lo que pasó, pasó. Es cierto que tampoco se puede olvidar, porque yo no olvido nada. Nunca me voy a sacar de la cabeza todas las cosas que viví en la cárcel. Pero se puede seguir, porque si pude seguir ahí adentro, que es lo peor, con más razón puedo seguir afuera.”
Elena protesta: “Tendría que haber una decisión política de modificar las leyes para que las cosas cambien en el servicio penitenciario”. Marina la corrige: “Pero los funcionarios y los que hacen las leyes no están adentro de los penales, y ahí es otra cosa. Si pasa algo, tapan todo y se terminó”.
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