Viernes, 21 de junio de 2013 | Hoy
EL MEGAFONO
Por Patricia Alba Sanmamed *
Daiana es muy joven. Con apenas 19 años vivió una pesadilla. Era una chica más, soñando con el amor, y el amor llegó. Pero Facundo trajo también su perversa personalidad: decía amarla tanto que no podía vivir sin su compañía: “Si no sos mía, no sos de nadie”, y ella creyó y amó, pero también lloró y perdonó golpes, humillaciones y maltratos de la pesada mano de él que le prometía nunca volver a tocarla.
Fueron dos años de cosificación extrema, al cabo de los cuales Daiana se fue convenciendo de a poco de que era la culpable de tanta iracundia. Si todo lo hacía mal, o era una puta con esos jeans, o una lesbiana si salía con las amigas, o tenía otro en el trabajo, y así... Todos sabían y preferían la omisión cómplice.
Pero el Día de la Madre del año 2011 hubo dos que nada festejaron: las de Daiana y Facundo. Para ellas hubo una hija presa y un hijo muerto. Las cosas se habían desmadrado: las constantes amenazas de daño o muerte que Facundo le juraba toda vez que Daiana intentaba cortar con tanta violencia dejaron de ser una posibilidad lejana para convertirse en un miedo cierto y palpable. Ella realmente creía que él la iba a matar. Los otrora novios se encontraron nuevamente cuando, llevado por la ciega necedad de recuperar lo que le era esquivo, él entró en la casa de la joven para, una vez más, convencerla de que no había más opción que la felicidad a su lado.
Facundo la sujetó sorpresivamente por detrás, sobre las huellas de lo que había sido el último ataque: moretones de 10 centímetros de diámetro producto de mordidas. Daiana atinó a sacárselo de encima y en el forcejeo le asestó un único puntazo con la cuchilla que estaba empleando para picar hielo. El murió en el hospital horas después.
La historia no tuvo final feliz, sobre todo porque la violencia anterior a este brutal desenlace se replicó en las instituciones que volvieron a vejarla una y otra vez, alojándola a 400 kilómetros de distancia de su familia, negándole una y otra vez la libertad, calificando su acción sin apreciar su estado emocional previo, en suma, fajándola nuevamente, pero esta vez con Derecho. El patriarcado fue tan lejos que, llegado el debate oral y público, la fiscalía, no conforme con la pena de ocho años que se prevé como mínimo para un homicidio simple, elevó la apuesta y peticionó diez años de prisión.
La defensa bregó por la libre absolución en ejercicio de la legítima defensa y en el subsidio de aplicación de homicidio preterintencional, cuya pena es mucho menor. El Tribunal Oral que la juzgó se animó hasta ahí y la condenó, en fallo dividido, a tres años y medio de reclusión. Empero, el fiscal, como buen representante de la sociedad que es, apeló esta sentencia salomónica y va por más al Tribunal de Casación.
Pero ésa ya es otra historia. O la misma. La violencia nunca cesa.
* Abogada penalista.
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