RESCATES
Violeta Parra. 1917 - 1967
› Por Marisa Avigliano
En el Abasto, en el Teatro del Viejo Mercado, los jueves a la noche Violeta Parra se revela en la voz de Fernando Noy: “Yo no protesto pormigo/ porque soy muy poca cosa/ protesto porque a la fosa/ van las penas del mendigo”. Ella está ahí, contando la vida que vivió, se la está contando a la nena despeinada que nació en el sur chileno y que ahora vuelve viva en autobiografía infinita cuando Cecilia Zabala canta (también canta su guitarra) las décimas que León Gieco recuperó. Un triunvirato encendido (Noy-Zabala-Gieco) para que Violeta maldiga el vocablo amor con toda su porquería.
Las ciudades (San Fabián de Alico y San Carlos, en la provincia chilena de Ñuble) se disputaron su cuna como suele pasarles a los héroes; los boleros, las rancheras y los corridos mexicanos unidos a una familia circense cargaron sobre sus espaldas el caudal genealógico de una tribu. Violeta, la hija de un profesor de música y una campesina, la hermana de Nicanor, la mujer que quería ser sólo india, la artesana pueblerina que llegó a París (donde expuso sus óleos, arpilleras y esculturas en alambre en el Museo de Artes Decorativas del Palacio del Louvre) quiso que la palabra sea la entraña yugular por donde el deseo perfore infancia y muerte.
Amores ganados, militancia en el Partido Comunista, hijos, discos con versiones parisienses que hicieron eco en otras fronteras: en 1956 Les Baxter grabó en los Estados Unidos “Casamiento de Negros”, un tema que Violeta había estrenado en la Ciudad Luz un año antes. Más amores y algunos abandonos (el último corazón roto se llamó Gilbert Favre, un músico suizo con el que vivió varios años, miembro del grupo boliviano Los Jairas y que Violeta descubrió casado con otra cuando fue a visitarlo a Bolivia y a quien le dedicó su “Run Run se fue pa’l norte... no sé cuándo vendrá;/ vendrá para el cumpleaños/ de nuestra soledad”) la privaron de tantas cosas que la convirtieron en una millonaria de sentimientos (su lírica lo legitima).
La que a los diecisiete cantaba en El Tordo Azul y en El Popular, los boliches del barrio Mapocho, la que se hacía llamar Violeta de Mayo cuando salía de gira con alguna compañía teatral, se suicidó a los cincuenta años. La Violeta errante que siempre estaba volviendo a Chile de verdad o en el pentagrama solía pedirles consejos a los lirios: “un lirio me da consejos,/ me dice de qu’el clavel/ en l’alma de la mujer/ siempre ha rondado muy lejos”. Cuando Violeta entendió que su iluminada carpa poética no tenía reinado en Chile (La Carpa de la Reina era un centro cultural –la Universidad Nacional del Folklore según profetizaba– alejado del centro de Santiago, en el precordillerano parque La Quintrala que ilusionada inauguró en diciembre de 1965 y que fracasó sin público ni peñas tumultuosas), dejó de comer, se quedó sentada mirando la nada de un muro de lona desteñida durante horas, sacó un revólver que tenía escondido debajo de su poncho y se mató. El disparo no iba a cambiar su chamánico porvenir a ritmo de cueca. Quizás lo supo cuando floreaba a los claveles, a las arañas y a los estudiantes “aves que no se asustan de animal ni policía”. Homenajes universitarios y de los que se hacen sobre las barras de estaño en todas las lenguas rinden tributos homéricos que se incrustan certeros y hacen estallar en mil pedazos al olvido. Un pecado original que multiplicado por Violeta Parra se vuelve aún más popular y una evidencia saltarina infalible.
Teatro del Viejo Mercado, todos los jueves de junio a las 21 horas en Lavalle 3177.
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