Viernes, 2 de agosto de 2013 | Hoy
ARTE
La artista trans Effy, alguien para quien la performance es un lugar de poder y visibilidad, repasa obra con Las12 y adelanta próximos proyectos que continúen ahondando en la construcción de las identidades. Mostrar, sentir y ser sin representar.
Por Guadalupe Treibel
Enraizada en la tradición del arte de acción, Elizabeth Mía Chorubczyk se sabe una performer feminista. “Del feminismo más nuevo o feminismo queer”, aclara de cara a las etiquetas que tantas veces ha sabido desarmar para problematizar sobre las identidades, la sexualidad, la feminidad, el ser trans. Nacida como Mati en 1988 en Israel, mudada a la Argentina con cinco añitos, la mujer que nació con pene y fue criada como un varón, es una guerrera imbatible que este invierno batallará otro frente cuando complete su operación de cambio de sexo. Operación en la que, reconoce, no está la reafirmación de género, sólo una necesidad personal por abandonar el tratamiento hormonal y dejar que su cuerpo se desenvuelva naturalmente.
El cuerpo de Effy, tal es su apodo artístico, es la materia prima que esta artista trans formada en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA) expone y del que se apropia en cada pieza conceptual que lleva adelante. Como la recordada “Nunca serás mujer”, donde se le animó a la sangre para realizar 13 menstruaciones performáticas, incluido el hacer empapar tampones y colgarlos en espacios públicos, hacerse mascarillas rojas, mancharse las tetas y caminar alrededor del Congreso. Effy ha hecho alfombras humanas, se ha vuelto comic, ha convertido su historia en serie, relato, acción. Al representar, Effy se presenta y, con su obra, pone en jaque discursos hegemónicos. Sobre esto y mucho más, charla con Las12.
–Tomé la decisión de operarme en 2009, pero al principio no estaba realmente convencida por el tratamiento hormonal que implicaba y porque soy muy antiestímulo (no fumo tabaco, no tomo alcohol...). Finalmente dio la casualidad que el 12 de abril de 2010 no sólo fue el día que comencé a tomar hormonas, también arranqué la carrera de Artes Visuales en el IUNA. Hasta ese momento seguía usando el disfraz de varón porque tenía mi identidad resuelta conceptualmente pero sin usar ropa de mujer. Que mi incursión en lo académico fuese en paralelo, permitió que mi cuerpo empezase a estar más presente, que yo misma asumiera un compromiso con él, sin relegarlo. La performance fue ese camino de encuentro: un medio para la reconciliación y para comunicar el proceso a los otros, presentarme frente a ellos, visibilizarme.
–Hay muchos tipos diferentes de performances; yo no me aboco a aquella vinculada con lo teatral sino con la que se relaciona con las artes visuales. No actúo de alguien más, no hago como si me cortase; soy yo, me corto. Mi intención es mostrar, sentir y ser sin representar, presentándose. Y aunque vulnerabilidad tenemos todos, esta forma de hacer me permite apropiarme de mi cuerpo. Para mí, la performance es un lugar de poder y autoconocimiento que me salva de quedarme atrapada y sola sintiendo cosas sin que se entere nadie en el mundo.
–Sí, pero tuve muchos problemas por mi documento –que es una de las tareas peor legisladas y más burocráticas que existen en el país–. Pensé que la Ley de Identidad de Género me iba a ayudar, pero como nací en Israel y la ley fue redactada para nativos o extranjeros y no para optantes de nacionalidad, el vacío legal hizo que estuviera dos años indocumentada, marginada, en el limbo. Gracias a un contacto con el Ministerio de Derechos Humanos, finalmente me lo dieron en enero y, en ese momento, me replanteé muchas cosas, entre ellas la carrera. Porque el plan de Visuales está muy desactualizado y se basa especialmente en el arte tradicional (escultura, grabado, pintura), sin contemplar lo conceptual y contemporáneo. El público, de hecho, sigue sin estar acostumbrado a la performance, que fue muy tapada durante la dictadura militar. Cuestión que decidí pasarme a Crítica, una carrera más joven, un lugar donde puedo problematizar, cuestionar lo naturalizado, abrir situaciones sin bajar línea y hablar de los límites del arte, del inconsciente que subyace. Me encanta escribir; lo hago para la revista de arte La Curandera y he colaborado en el suplemento Soy, en Wicked Mag, etcétera. La propia performance necesita mucho de la palabra, una herramienta de lo más poderosa.
–Sí, la primera, existencialista, la segunda, realista. Cuando empecé a escribir, aún cuando mi blog era público, nadie sabía que la historia que relataba era la mía. Hasta que, en un momento, me dije: “Ordenemos y apliquemos la primera persona; desnudémonos. Elizabeth soy yo”. Eran entregas. Todo lo que hago es una entrega, un gesto generoso, de darme al otro. Pero la vulnerabilidad se expresa en ese otro, que tiene que hacer algo con lo que una le da.
–En Soy tu creación, estoy en un colchón y le pido a la gente que me dibuje. Algunos me hacen barba, otros unos pechos gigantes, hay quienes me cortan la cabeza, quienes no me hacen rostro... Esos dibujos hablan más de quien dibuja que de quien está siendo retratada. En esos dibujos, no estoy yo: está lo que al otro le pasa con la feminidad, con las personas trans, con la mujer. Mi exposición expone a los demás. La primera vez que la hice fue en Mar del Plata en 2010 (después la repetí en distintas ciudades) y fue la primera vez que estuve en corpiño frente a alguien. Fue muy fuerte porque, además, al ser feminista, empecé a cuestionarme el hecho de usar mi cuerpo y estar pasiva, inmóvil. Finalmente comprendí que el poder de la situación era mío, porque ordenaba que me dibujasen y ponía los límites (no había goma de borrar, no se podían quedar con los retratos). Queda en una no victimizarse; es importante pensarse fuerte en situaciones que aparentan fragilidad.
–TRANSita rápido lo hice en enero de 2011, época en que venía baja de energía a partir de la marginación y en la que, incluso, llegué a pensar que la prostitución iba a ser la única salida. No podía conseguir trabajo y el tratamiento hormonal era muy caro; tenía 23 años, quería independencia y, desde el vamos, estaba en una situación desigual al no tener documento. Cuestión que venía todo muy negro, hasta que hubo un encuentro interdepartamental en el IUNA donde expuse mis trabajos con mucho éxito e hice un clic. Me dije: “Estoy por buen camino, no me tengo que rendir”. Pero como el momento era tan endeble, necesitaba hacer un stop. Entonces empecé a ofrecer asesorías conceptuales para artistas, donde ayudaba a músicos, poetas, dibujantes a hacer nueva obra y pensar el aspecto conceptual de su trabajo. Como estaba usando mi cabeza para el trabajo de los otros, decidí hacer algo más “liviano”, darme un respiro y volver al dibujo, haciendo una historieta por día basada en hechos reales. Comiqueaba lo que me pasaba desde el humor y subí una tira por día a Facebook durante sólo un mes. El comic, amistoso, hegemónico y popular, fue un anzuelo para que mucha gente empezara a revisar mi obra previa –más pesada por polémica y por contenido–. Cuando este año me ofrecieron exponerlos en Casa Brandon, hice una serie inédita que se llamó TRANSita lenta, una historia de ocho escenas con correlación donde cuento cómo le confesé a mi mamá –desde un lugar de angustia– lo que me pasaba hasta cómo me fajaba los pechos para ir al trabajo, y cómo me protegía en la calle ese disfraz de varón. Porque ser varón en la calle es lo mejor del mundo, es un escudo: nadie te dice nada, nadie te mira. Ser hombre en esta sociedad –más allá de que ellos también sean víctimas de ciertas formas de opresión– es un beneficio.
–Sí, lo entendía así. Porque el camuflaje es bueno para que nada te toque, nada te haga mal. Si pasaba algo, el ataque era contra el traje, no contra mí. El problema es que tampoco las cosas buenas me llegaban. Si alguien me amaba, ¿a quién amaba? Era un engaño. Lo que me llevó a pasar por este proceso fue la esperanza de un crecimiento, de un aprendizaje: no ser otra persona o ser una mujer, sino ser mejor de lo que era. Me acuerdo de que la primera semana que ya no tuve excusas para seguir usando ropa de varón fue durante la Marcha del Orgullo, y yo creía que era mi gran oportunidad para estrenar prendas de mina. Pero después me dije: “No representa lo que estuve viviendo. Eso tengo que hacerlo en mi casa, con mi familia”. Entonces se me ocurrió tomar una remera XXL de hombre y estamparle “Mujer”, “Trans”, “Judía”, “Atea”, “Porteña”, “Extranjera”, “Casta”, todas palabras aparentemente contradictorias que me definen –pero que, como vivimos en una cultura que se edificó en base a contradicciones, su corrimiento genera vértigo–. Al final, en rojo, ponía: “Potencial amenaza a tus prejuicios”. Y marché así, mostrando apenitas un hombro, que era lo único “femenino” que tenía (y lo digo entre comillas porque lo femenino no existe como tal, es una construcción cultural). Así y todo, logré que gente que no me conocía se refiriera a mí en femenino, y con total naturalidad. Logré, sin ir de rosa ni con tetas gigantes, lo que quería.
–Las mujeres trans y las travestis tienden a exacerbar lo femenino y ocultar lo masculino para visibilizar su ser mujer o su ser travesti. Yo quise hacer lo inverso y, además, homenajear a la artista Valie Export, que hizo algo similar: entró a un cine porno con un jean abierto, la vagina al aire, y portando una metralleta, le apuntó a la audiencia al grito de: “Acá tienen lo real; si alguien quiere hacer algo, me dice”. ¡Una genia! Reemplazó el falo por el arma. Como yo quería hacer una remake, tenía que reemplazarlo por lo antifálico y usé las tijeras. Fue una forma burda, bien grasa, de visibilizar el tópico de las operaciones y decir: “Sí, me la voy a cortar”.
–Cuando cumplí un año de tratamiento hormonal, alguien me dijo: “Aunque te operes, nunca vas a ser mujer porque no menstruás”. Entonces me puse a investigar qué clase de privilegio era ése, me extraje sangre e hice performances en forma de diario personal marcando las situaciones punzantes o de remarcación de género que había vivido. La más significativa fue la de marzo, que vino a cuento del chico con el que tuve relaciones sexuales por primera vez y que rechazó una historia conmigo porque decía que su proyecto de paternidad se anulaba si estábamos juntos. Lo que hice fue bañarme el pelo con sangre y dejar que salpicase sobre una lámina, que se volvió obra; después explicaba que tal vez sea infértil para reproducir hijos, pero soy fértil en ideas: el útero es mi cerebro. Ese es mi lugar de concepción.
–Como este invierno voy a operarme, tuve que suspender el tratamiento hormonal y estoy produciendo testosterona. Siempre supe que iba a hacerlo, sin fines de reconocimiento, sin fines sexuales, sin intención de “completarme”. Yo me siento completísima ahora, mañana, ayer, siempre, pero no quiero seguir tomando las pastillas inhibidoras de testosterona. Prefiero hacerme una intervención de una vez y para siempre a decirle a mi cuerpo que no haga algo que está haciendo, porque no me gusta reprimir en ningún sentido. En tanto mucha gente siguió mi lucha, sentí el compromiso de compartir esta información, que no quedara vedada. Entonces planeé tres proyectos... Primero invité a distintos artistas –muchos de ellos, fotógrafos– para que en conjunto hagamos una fotoperformance del antes y el después y editemos las imágenes mostrando que la feminidad no es definida por los genitales, que la identidad muta. Después voy a hacer un registro personal de la intervención y el largo proceso que implica, pero exclusivamente desde mi óptica. Porque cada vez que hay un proyecto de imagen sobre la identidad trans, la autoría es de alguien no trans sobre lo ajeno, como si fuera un objeto de estudio, y a mí me interesa crear un relato de empatía donde cualquiera pueda identificarse con lo difícil que es decidir sobre el cuerpo propio. Ambos van a editarse el año próximo en formato libro bajo el título La artista que nació con los ovarios afuera. Sin embargo, como siempre le doy lugar a lo interactivo en mis obras, necesitaba algo más... Hete aquí la perfo del viernes 19, donde fui disfrazada de varón, con los pechos fajados, y transporté a todos al 2009, leyéndoles textos de una época en la que todavía me replanteaba la idea de operarme, cuando ni siquiera había empezado el tratamiento hormonal. A partir de allí hice una pequeña cronología sobre lo que me pasó estos últimos años, y la gente me dio unos sobres cerrados –con cartas, canciones, fotos o vaya a saber uno qué– que abriré el día de la operación.
–¡Nooo! Esos sobres (recibí 50) y esa perfo tienen la fuerza demoledora de lo efímero; son algo único e irrepetible que también van a quedar en la historia. Porque esas personas también vivieron sus separaciones, alegrías, cambios en sus cuerpos, momentos de odio en estos últimos tres años. Y ese es el lugar de empatía que nos une. Es importante generar identificación para que todos comprendan que las personas trans no viven de manera diferente; hay que cortar las brechas y empezar a conectarse desde un lugar más humano.
–Sí, hace un año vengo recolectado historias de violencia sexual de mujeres o identidades femeninas mayores de 16 años en ámbitos seguros (es decir, maltrato sexual dentro de la pareja, abuso por parte de amigos, casos en el sistema de salud) y luego me las apropio y las reproduzco en distintos espacios, haciendo oír uno de esos relatos en primera persona y vía MP3 a quien quiera recibir sexo oral. Ya lo hice tanto en lugares públicos –por ejemplo, la Marcha de las Putas– como en galerías privadas. La idea es concientizar a hombres y mujeres sobre situaciones de violencia que suelen ser silenciadas o naturalizadas. La convocatoria está abierta y recibo las historias –de cuyas protagonistas se preserva la identidad– en [email protected].
Para conocer más sobre la artista, ingresar a effymia.com
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