Viernes, 9 de agosto de 2013 | Hoy
INTERNACIONALES
Tiene un nombre poético que habla de un largo viaje a través del fuego. Nació en Estambul hace 50 años, hija de padre kurdo y madre turca, y aunque vive en Alemania desde los seis, Seyran Ates estuvo preparada para un matrimonio forzado antes de cumplir los 18. Se soltó de ese destino y quiso ayudar a otras mujeres como ella a conseguir autonomía. Casi muere en el intento. En busca de herramientas se convirtió en abogada y escritora y en 2008, después de publicar su ensayo El Islam necesita una revolución sexual, tuvo que retirarse de la vida pública por las constantes amenazas contra ella y su hija. La Primavera Árabe, ese movimiento social que se inició en Egipto con las mujeres como protagonistas y que se expande por Medio Oriente, la decidieron al activismo otra vez. No tiene ninguna tolerancia hacia el velo islámico ni con las teorías que explican la falta de derechos de las mujeres islámicas amparándose en el multiculturalismo. Ya no se siente una voz aislada, pero haciendo honor a su nombre dice que todavía falta un largo viaje a través del fuego para que las mujeres islámicas sean protagonistas de la revolución que merecen, la de su propia revolución sexual.
Por Esther Andradi
Su voz es suave, modulada, serena. Podría ser peruana, tailandesa, hondureña, chicana, mendocina, italiana. Pero es hija de un padre kurdo y madre turca, nacida en Estambul hace 50 años, y llegó a Alemania a los seis. Su nombre es programa: Seyran, en turco, significa “largo viaje”. Y Ates, “fuego”, “fiebre”. Así que su vida es un largo viaje por el fuego y la fiebre. ¿Cuánto quema ese fuego que atraviesa? ¿Cuánto arden las quemaduras? Sólo Seyran lo sabe. Pero el fuego que arde también ilumina. En 1983, a sus 17 años, publicó su primer libro, entonces con seudónimo. ¿De dónde somos? era el testimonio autobiográfico sobre la vida de una joven en el seno de una familia de origen turco-kurdo en Berlín a comienzos de los ochenta: obligada a servir a sus hermanos y a toda la parentela, preparada para la boda con un turco antes de los dieciocho. Pero la niña Seyran aprende muy rápido la lengua alemana, se transforma en la mejor de la clase y en la traductora de su familia y parientes frente al mundo alemán, logra torcer la férrea autoridad de su padre y hace el bachillerato. Cuando la amenaza de un casamiento forzado se acerca, rompe con su familia y huye de su casa. Tiene 17 años, se enamora de su profesor de alemán y se va a vivir con él a una comunidad. Comienza a trabajar en un centro de asistencia para mujeres turcas en el barrio de Kreuzberg en Berlín, y en 1984, mientras asesoraba a una joven, un hombre se metió en el despacho y disparó a quemarropa sobre ambas. Seyran quedó malherida, la joven falleció en el hospital. Hasta el día de hoy, el asesino, un militante de los Lobos grises, grupo paramilitar nacionalista turco de extrema derecha, sigue libre. Una leve marca en el cuello y en el brazo izquierdo de Seyran son la memoria de ese fuego que casi la consume por completo. Pero Seyran sobrevivió. Y se convirtió en abogada para luchar con todas las herramientas legales por la autodeterminación de las jóvenes, mujeres y niñas que, como ella, viven en Alemania pero están sometidas a una cultura y tradiciones opresivas, donde la rebeldía se paga con la propia vida. En 2003 su biografía Un largo viaje a través del fuego, que se lee con el suspenso de una novela policial, hace estallar el debate en Alemania sobre la violencia contra las mujeres y los matrimonios forzados en la cultura islámica. Seyran Ates se gana todos los enemigos. Pero entonces ya está a la vanguardia en la lucha de los derechos de sus hermanas, como la socióloga marroquí Fatima Mernisi, la escritora Taslima Nasreen de Bangladesh o la jurista iraní Shrin Ebadi, la primera mujer en obtener el Premio Nobel para su país por su compromiso por los derechos humanos y de las mujeres.
En 2005 Hatun S., de 23 años, una joven berlinesa de origen kurdo, fue asesinada a tiros por su hermano cuando estaba esperando el colectivo en la esquina de su casa, en un barrio de Berlín.
Un crimen en nombre del honor, por oponerse al mandato de la religión, las costumbres, la familia, las tradiciones. Hatun S. había querido hacer el bachillerato, pero a los 16 años su padre la retiró del colegio y la mandó a Turquía, donde la esperaba el candidato para marido. Hatun se casó, se divorció, regresó embarazada a Berlín, fue madre, vivía sola y acababa de terminar sus estudios de electricista. “Yo cojo con quien quiero”, le dijo a su hermano días antes de que éste la asesinara.
Seyran Ates recoge estas palabras de Hatun y escribe su polémico ensayo El Islam necesita una revolución sexual. El libro ve la luz en 2008, y la abogada Ates, entonces madre de una niña de tres años, recibe tantas amenazas de muerte involucrando a su criatura que decide cerrar su despacho de abogada, suspender sus conferencias y lecturas y retirarse de la vida pública. Hasta que los vientos de la Primavera Arabe, que conmueven los cimientos de las sociedades tradicionales, le dan la razón y la devuelven a la escena pública.
Hace menos de un siglo, el barrio berlinés de Wedding era la cuna del proletariado industrial, insurrecto, comunista, rojo. Ahora, extranjeros de diferentes orígenes se mezclan en sus calles con alemanes, mujeres con velos y jóvenes con mínimas remeras se arremolinan en los puestos callejeros de frutas y verduras en la irrupción del verano. Hace unos meses la abogada Ates abrió su estudio en estas calles. La encuentro pocos días después de su regreso de Estambul, su ciudad natal, y donde sigue con entusiasmo las movilizaciones de jóvenes por el parque Ge-zi.
–Sí, por eso estuve allí a principios de julio. El día en que llegué me encontré con una joven de 23 años que estudió un año en París, y sin velo. Me cuenta que hay barrios en Estambul que ella ni conoce, como Fatih, un barrio muy tradicional, allí hay casi únicamente mujeres con velo. Y me decía que si fuera por ella volvería inmediatamente a vivir en Occidente, que en ese año lo que más disfrutó es que nadie se metía en su vida. Podía ir libremente donde quisiera, que nadie se interesaba por ello ni la molestaba. No se preguntaba todo el tiempo ¿puedo hacer esto o no debo? O ¿qué debo ponerme? ¿Puedo ir a tal lugar si me pongo tal o cual cosa? Turquía es una república, un Estado moderno, laico, pero la religión está tomando cada vez más lugar, más espacio... Y los jóvenes que se enfrentaron a las autoridades para defender los árboles del parque Ge-zi ahora se manifiestan por la libertad y la autodeterminación de su vida. Las manifestaciones del ’68 hicieron lo mismo. Trazaron un límite entre religión y política. Enfrentaron a la Iglesia y la expulsaron de sus dormitorios. Lo mismo están buscando las personas del mundo islámico en este momento: que la religión respete nuestra vida privada, nuestra vida íntima. Que no siga determinando punto por punto cómo tenemos que vivir.
–Participé de las marchas y del primer GasMan (lacrimógeno) Festival. Habían muy pocos velos allí, por supuesto. Porque en un movimiento que lucha por la libertad no puede haber velos. En el parque Ge-zi había apenas un 2 por ciento de jóvenes con velo, según los activistas. No tengo ni un ápice de tolerancia para el velo, porque según mi entendimiento político son mis opositoras. Igual que en la época de las sufragistas. Había mujeres que querían votar y otras que no.
–Se ve claramente. Desde el ataque a las torres el 11 de septiembre, la vida de los musulmanes ha cambiado en todo el mundo. También en Alemania y en Berlín. Cada vez hay más chicas con velos, es su forma de demostrar que se encuentran mejor en su cultura, donde son aceptadas. Es una cuestión de identidad. Es una forma de decirles a los alemanes “soy algo diferente, no quiero vivir como ustedes viven, etc..., no me parece bien que usen minifalda y remeras escotadas”, etc.
–¡No, claro que no! Porque de un lado tenemos esta situación, pero por otro crece la cantidad de jóvenes que ya no aceptan esas restricciones. La revolución sexual en el Islam está en pleno avance en el norte de Africa, en la revolución en Egipto, en la lucha por la democracia. Ahí hay también una lucha por la autodeterminación sexual.
–Es una reacción violenta para disciplinar a las mujeres, para expulsarlas de la escena pública. Mujeres egipcias informan desde El Cairo que da lo mismo si están totalmente cubiertas con una burka que si van medio desnudas. El acoso masculino y los manoseos se dan todo el tiempo, solamente por el hecho de ser mujer y por estar en la vía pública.
–Usted tiene absolutamente razón. Y la pregunta es en qué medida Occidente tiene interés en que ese mundo islámico se modernice y de esa manera se fortalezca. Los sauditas no entienden, no se puede comprender cómo con tanto dinero pueden ser tan estúpidos, como se puede excluir a la mitad de la población de la vida económica, es decir, a las mujeres. Son multimillonarios, gracias al petróleo, y sin embargo están paralizados. Excluyen a la mitad de la población de la vida, en vez de impulsar la modernización del mundo islámico. Una mujer no debe conducir, porque en caso de que tenga un accidente un médico no puede tocarla. ¡Es absurdo! No se puede mantener esa opresión por mucho más tiempo. En esas familias las mujeres no tienen ningún derecho. No solamente en Arabia Saudita, también acá, en Alemania, hay esas familias, donde las mujeres son tratadas como niños pequeños. Como esclavas.
–Esta forma de análisis es falsa. Los derechos humanos son universales. ¿Nos preguntamos acaso por qué el mundo utiliza números árabes? Eso no expresa la cultura europea, ni las tradiciones. ¡Deberían recuperar sus números romanos! ¿Cómo pueden entenderse con un instrumento proveniente del álgebra? Si es un invento árabe debe ser para el mundo árabe... ¡es totalmente absurdo pensar así! Las necesidades y sentimientos del ser humano son universales a lo largo y a lo ancho del mundo. Que tengamos diferentes formas de vivir la vida y la muerte son particularidades culturales. Pero la dignidad humana es igual en todas partes. La libertad, la igualdad de derechos significa en todas partes lo mismo.
–La primera generación fueron Gastarbeiter, “trabajadores invitados”. Y no está mal que se los nombre así. Mis padres sólo querían trabajar y ahorrar dinero para volver a su país con una situación económica mejor. No estaban buscando ningún nuevo país. Esto diferencia a la primera generación de cualquier movimiento migratorio del mundo. No se puede hablar de migrantes en ese caso, porque deseaban volver lo más pronto posible. Y vivían en consecuencia. En pequeñas viviendas para no pagar mucho alquiler, no traían a sus hijos porque no pensaban quedarse, ni aprendieron el idioma, porque para trabajar en una fábrica era suficiente con las manos. Esa fue la primera generación.
–Cuando estos “trabajadores invitados” comprendieron que ni en un año ni en dos iban a ahorrar suficiente dinero, y extrañaban muchísimo a sus familias, comenzaron a traer a sus esposas, a sus hijos... Alemania no estaba preparada, no había un sistema para recibir estos niños, ningún plan de integración. Probaron ponerlos en las escuelas junto a alemanes, pero no sabían ni una palabra alemán. Después hicieron clases de niños extranjeros... Eran sólo medidas transitorias, porque pensaban que pronto nos volveríamos con nuestros padres. La segunda generación tuvo que arreglárselas en ese caos. Tuve suerte que llegué a una clase alemana, era la única niña turca en el preescolar y aprendí muy rápido el idioma. Era muy desconcertante manejarse entre dos mundos. Acá ya se diferencian las generaciones. Mientras que la primera era relativamente homogénea, la segunda era muy heterogénea. Algunos aprendían la lengua, otros menos; algunos tenían amigos alemanes, otros no; algunos se orientaban hacia las costumbres occidentales, otros seguían influenciados por la familia tradicional... y así convivían en sociedades más o menos paralelas.
–En 1989 cae el Muro y se produce un quiebre. Ya a mediados de los ’80 habían comenzado las agresiones contra los extranjeros porque había menos trabajo, y cuando esto pasa, crece el racismo. Y ahora con más razón, porque había suficiente mano de obra proveniente de los nuevos estados alemanes. Ya había que tener miedo de ser extranjero. Pero nosotros estábamos acá, y no nos íbamos a ir.
–El Muro tenía 8 años cuando yo tenía seis. Yo crecí con el Muro. Y en 1989, cuando el Muro cae, yo tenía 26 años. Me alegré tanto con la reunificación de la ciudad, lloré como cualquier alemán, porque me sentía alemana, me sentía berlinesa. Pero muy pronto comencé a tener miedo. Cada vez había más gente que gritaba “Alemania para los alemanes”... cada día más ataques de grupos extremistas, más amenazantes. Aunque no era algo nuevo para mí. A los seis años señoras ancianas ya me gritaban en la calle que me regresara a mi país. Y mis padres querían volverse, pero no les pagaban suficiente, así que no podían irse..., no ganaban tan bien como se les había prometido; el costo de vida era muy alto. ¿Cómo podían hacerse una existencia en Turquía con el poco dinero que podían ahorrar? Sólo unos pocos lo lograron.
–Y en una situación muy desesperanzada. Nacieron en ese ambiente hostil y se dieron cuenta muy pronto de que no eran deseados. Ellos viven más crudamente que nosotros, que nacieron en un país que los rechaza, y no saben dónde pertenecen. En mi primer libro también me pregunto dónde pertenezco. Pero la tercera, y ahora la cuarta generación, se hace esta pregunta con más intensidad. Entretanto sé dónde pertenezco, acá y allá y en todas partes donde me siento bien. Es un proceso, el desarrollo de una identidad.
–Sólo porque soy una mujer que escribe estos libros, que lucha por la igualdad, sólo por esa razón debería morir. Sólo por mi sexo. La misoginia, comenzando por el lenguaje, es mucho más fuerte en el idioma turco que en alemán. Cuando publiqué El Islam necesita una revolución sexual (2008) se multiplicaron las amenazas de muerte. Cerré mi oficina de abogada y me retraje de la vida pública. Ahora, en marzo abrí nuevamente mi estudio. Todo tiene que ver con la Primavera Arabe, acá en Alemania se está hablando abiertamente de muchas cosas, la Justicia se comporta de otra manera, ya no tengo tantos enemigos ni soy una voz aislada contra los matrimonios forzados y la violencia contra las niñas y las jóvenes, porque la opinión pública es más consciente de estas cosas. Pase lo que pase la cuestión salta a la vista: se ha roto el tabú, se puede hablar abiertamente de esa cultura, juzgarla. Se disparó la flecha, como se dice.
–Créame que yo misma me lo pregunto muchas veces. Pero es la fuerza que tengo, porque después del atentado soy creyente. Y por otro lado, la furia me da coraje, me impulsa a seguir luchando. Esas mujeres que nos antecedieron, que lucharon mucho antes de nosotras, las siento en mí. Puedo parecer supersticiosa, mística, esotérica, pero al mismo tiempo tengo los pies muy puestos sobre la tierra, estoy acá, en este mundo, y lucho por la igualdad. Y me siento parte de una tradición de lucha, de una genealogía de mujeres.
–De ninguna manera. Tuve una experiencia después del atentado. Como usted sabe, la bala penetró a milímetros de la yugular y por milagro no me desangré. Pero no sentí que me caía sino que flotaba. Y en medio de un sentimiento de absoluta felicidad, tenía que decidir si me iba de este mundo o si me quedaba. Sentí que hablaba con una fuerza superior, una energía poderosa, un medium que no tenía rostro, era una voz con la que yo me comunicaba, no como nosotras ahora, de viva voz. No: era una voz en mí misma. Querés quedarte o querés irte, me preguntaba. Y yo dije: “Todavía soy joven, quiero realizar mi tarea”. Tenía entonces 21 años. Y créame que muchas veces me pregunto por qué tomé esa decisión, porque lo que hago no es nada sencillo. Por favor, ruego a veces, hacémelo un poco más fácil. He tratado varias veces de retirarme, y no lo consigo. Hay una fuerza dentro de mí que me dice: “Para eso estás en este mundo”. Puede parecer algo místico, pero aunque tengo bien los pies sobre la tierra, eso se siente. Cada uno de nosotros siente lo que tiene que hacer en este mundo, y especialmente cuando una se compromete con estas cosas. He amado mucho, amo a las personas, y nunca voy a aceptar que solamente por el hecho de ser una mujer me traten diferente. Esa es la fuerza que me impulsa.
Una podría quedarse conversando con esta mujer, que ha sido condecorada con tantos premios a su coraje y a su lucha, de la misma manera como no se puede separar la mirada del fuego cuando arde, pero le agradezco, me levanto del cómodo sillón, la saludo con dos besos –como las turcas, me dice– y me voy como he llegado. Atravesando puertas y discretos controles. Medidas de seguridad que pueden llamar la atención en una ciudad abierta como Berlín. Y no es para menos: Seyran Ates es una sobreviviente. Una vez en la calle, mientras me pierdo entre la gente de tantos colores y mundos, imagino las vidas detrás de cada una de estas personas que pasan raudamente a mi lado. Pero no son brasas las que atraviesan mis pies. Es apenas el sol tibio de este mediodía de verano.
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