ESCENAS
Una madre visita a su hija de 40 después de siete años de no verse. La primera es pianista, la segunda también, aunque nunca llegará a ser como su madre y esto lo escucha de su boca, corriéndola del piano, implacable, corrigiendo errores de técnica. ¿Y quién quiere técnica entre una madre y una hija? ¿Dónde queda la incondicionalidad del amor filial? ¿Cuánto de lo que una es se construye bajo la mirada (o su ausencia) de la madre? ¿Acaso la maternidad –y la paternidad– no mella lo suficiente al narcisismo? Algunas de estas preguntas se plantean en Sonata de otoño, el texto de Ingmar Bergman al que Cristina Banegas y María Onetto le ponen el cuerpo, con la dirección de Daniel Veronese. Una oportunidad para revisar, además, la imposición de la maternidad y sus supuestos.
› Por Alejandra Varela
Entre las dos la palabra como una espada de acero. La madrugada como paisaje borroso y unas voces, las de una madre y una hija que se quedan despiertas. El peligro de la noche las hace entrar en otro tiempo donde el conflicto se convierte en sangre, en pura entraña, donde se dice lo imposible y la palabra se vuelca sobre el mantel, sobre la alfombra. Hay algo abstracto, inmaterial en Sonata de otoño, como si la obra ocurriera, en realidad en la cabeza de estas dos mujeres, como si ese preludio de Chopin que abre las compuertas de la furia de Eva fuera más real que los objetos y la casa que las contiene “porque esta hija está peleando con una madre que es el fantasma de su infancia –irrumpe Cristina Banegas, la actriz que asume el rol de Charlotte en la nueva versión que se presenta en el teatro El Picadero–, con una madre ausente, demasiado liberal para la moral de esa familia, de una madre artista, dedicada a su carrera, y creo que esto es irreparable pero, al mismo tiempo, uno tendría que poder decirle al otro si Charlote se hubiera analizado, como si fuera una persona y no un personaje, este fantasma no soy yo, es la mamá que tenés vos adentro de tu cabeza”.
Pero Eva no podría entenderla porque está atrapada en la exuberante pasión del odio, esa que despierta el recuerdo en todos sus detalles y que en la dramaturgia de Ingmar Bergman se enreda en el alma de una mujer creyente. El bien y el mal entran en conflicto en el cuerpo de María Onetto, en esa manera descomunal de hacer crecer a este ser inundado de religiosidad y convertirla en una fiera que acorrala a una madre seductora con su vestido rojo de fiesta, con la fantasía de continuar con su actuación porque Charlotte rechaza el dolor, no quiere quedar detenida en cada una de sus pérdidas, mientras que la hija la obliga a mirar minuciosamente el pasado reconstruye escenas completas ante los ojos de una madre azorada. “Son textos que yo encuentro totalmente posibles”, explica Onetto. “Yo tengo una cantidad de imágenes fijadas, no sólo de la infancia, de sucesos importantes de mi vida que podría definir casi lo que tenía puesto, el día que era, donde uno crea pequeños signos de los que esta nena vivió. Sea la manito pequeña de la madre tocándole la cabeza y cómo ella recibió esas cosas.” Y piensa, mientras reconstruye su caracterización del personaje de Eva, en lo desconcertante que puede haber sido para esa madre que llega de visita a su casa reconocerse como objeto de ese odio. “Uno se siente observado de una manera muy exhaustiva y se sorprende. Eso tiene que ver con esas sobrecargas afectivas que las personas ponemos en los otros. En este caso está justificada porque ella es su madre y vos esperás cosas de ella y si no cumple su rol eso trae consecuencias. Es evidente por la forma en que Eva plantea que se trata de cosas que todavía están completamente vírgenes para ella y no elaboradas y al vivir en un mundo religioso, porque está casada con un pastor, hay un tipo de moral que no es la moral de un artista. Dentro de la cantidad de cosas que diferencian a los artistas del resto de las personas hay algo en relación con su moral. No porque sean amorales, pero sí es una zona menos rígida. Y ella viene a plantearle a la madre unos asuntos que logran hacer que tambalee en su punto de vista, porque la madre tiene muchos argumentos que siente que la justifican para decir por qué no la vio, por qué se comportó de tal o cual manera, pero es verdad que la relación madre e hija y las obligaciones y las responsabilidades que eso crea hacen que un hijo pueda tener sobre un padre una demanda infinita.”
La puesta de Daniel Veronese está contada sobre los cuerpos. Lo que en el film de Bergman, protagonizado por Liv Ullmann y la súper estrella Ingrid Bergman, puede parecer una trampa introspectiva, en Veronese el conflicto está en el modo de sostener siempre una tensión, un desborde físico que nunca ocurre pero que presiona como una posibilidad, porque lo ausente es el combustible de la escena; el recuerdo y el modo de narrarlo definen personajes donde se asoma lo insoportable, lo que jamás debió decirse, los gestos que asume el dolor cuando se transforma en acto, en acción dramática y no en un mero estado ilustrativo. “Me parece que hay algo de eso que encontramos o de velocidades, de intensidades y a su vez el planteo de Veronese donde no se descarga lo que pasa entre ellas a través de otros elementos que no sean sus cuerpos”, reflexiona Onetto. “No hay objetos que se rompan, no hay apagones, no hay signos de la convención. Está ese riesgo que si tenés una mala función hay que ver qué pasa con esa obra, en la medida que sigamos teniendo buenas funciones estás con ese desafío, con ese vértigo de saber que es sobre tus signos, exclusivamente que se cuenta el conflicto. Expresivamente ayuda. Está bueno porque uno siente mucha responsabilidad al actuarla pero es exigente. Yo concibo la actuación desde ese punto de vista intenso para que se desarrolle o para que esté contenida, pero no la concibo desde un lugar de tibieza sino, al ser una ceremonia donde están vivos los espectadores, mirando, me parece que esa transmisión tiene que producirse por intensidades que no siempre están a cargo de los actores, puede ser la puesta o los textos, pero algo tiene que tener un signo desde lo intenso para que se produzca lo teatral. En la zona del desborde emocional pensé algunas cosas y otras que si la emoción es concreta surgen. Después el director te mira y te dice, ojo, que estás moviendo mucho las manos, ojo, que acá gritaste y, a la vez, tiene que ser algo medido porque si no hacerla de miércoles a domingos sería extenuante cada vez, a medida que uno la va pasando tiene que haber más técnica.”
Como en una tragedia griega los personajes están capturados por la desmesura pero son altamente reflexivos. Cristina Banegas dibuja en su cara ese trabajo quirúrgico, analítico, que no necesita de la palabra para manifestar la rigurosidad que Charlotte experimenta al escuchar a su propia hija tocando el preludio de Chopin. Lo que podría parecer el mapa de una escucha desafectivizada, demasiado cruel, no es más que la puesta en crisis de ciertos roles prototípicos de la madre que el texto de Bergman, escrito a finales de los años ‘70, destraba de su costado moral para someterlo a una forma más humana, a esos momentos donde la realidad se manifiesta de una manera perturbadoramente auténtica. “Porque desde el punto de vista musical lo que le dice está bien –apunta Banegas–, lo interesante es que te lo diga alguien que supuestamente sabe, más porque ha trabajado toda su vida sobre eso. Uno puede interpretar que esta madre le dice eso a esta hija para destruirla. ¿Por qué le hace esta crítica tan feroz? No es más complaciente porque es tan rigurosa con su hija como lo fue consigo misma. Ella lo dice al final, que nunca faltó a su deber, que nunca faltó a un concierto, que se puede confiar en ella. Es bien complejo, bien hondo, el nudo de esta relación y bien difícil porque no tiene arreglo, porque ninguna de las dos sale entera, son arrasadas por este encuentro en el que las dos hacen catarsis.”
La hija lleva la acción dramática, pero en su mismo recorrido se pierde. Bergman no entiende el conflicto de una manera lineal, lo diagrama como el laberinto en el que sus personajes caen, parecen enceguecidos pero encuentran en ese daño un impulso para el pensamiento. El hijo muerto de Eva, devastación que a su marido, un pastor protestante, le ha quitado la fe, despierta en esta mujer que ha escrito libros en una teoría espiritual que atraviesa los límites de la razón sin dejar de ser una iluminación filosófica. La lucidez de los personajes construye la verosimilitud del relato.
“A mí ese monólogo me gusta mucho –confiesa Onetto–. Si bien es un exceso, no estoy lejana a la idea de considerar, en principio, que hay algo más complejo que lo real. Es un monólogo teatralmente expuesto porque estoy sola hablando, describo una situación, pero que tiene algo intelectual, me preocupé porque fuera interesante de escuchar y no cae en el lugar común de sufrir por su hijo, sino al revés, habla de lo gozosa que está de cómo ha encontrado esa solución. Es un monólogo muy arriesgado como el momento de la primera estampida hacia Charlotte. Yo nunca hice un unipersonal ni tengo idea de hacerlo y soy una persona bastante pudorosa, no es que me entusiasma la idea de que voy a estar todo el tiempo yo en escena. Entonces primero pensé en la velocidad, pensé en la idea de un vómito, algo que venía una cosa tras otra, pensé en algunas cosas casi dramatizadas y me parece que es el cuerpo el que transmite la emoción. Yo no aguanto el teatro melancólico, me parece que es solemne, la autocompasión, me parece que es al revés, que son fuerzas que se mezclan, que es más entretenido de ver, de actuar, que a uno lo ponen en una situación activa como espectador.”
Si los espectros del teatro escandinavo fueron los que le enseñaron a Bergman todo lo que sabía sobre la tumultuosa geografía de los vínculos, los que despertaron su fascinación por los dramas psicológicos, también aprendió de Henrik Ibsen y de August Strindberg algo sobre el delicado mundo femenino, sobre esa vanguardia feminista del siglo XIX y toda la conmoción que la conquista de derechos puede desatar en una mujer cuando rompe las determinaciones y los destinos. En Sonata de otoño su conocimiento se convierte en la puesta en crisis de esos estereotipos, en la problematización de la maternidad y en lo monstruosa que se convierte una mujer ante la mirada de los otros cuando rompe las normas.
“En el mundo contemporáneo es muy frecuente en las madres que tenemos una carrera, una vocación y una profesión, una disciplina artística como es el caso de Charlotte, exigentísima como es el piano, la vida de un concertista con los viajes, los ensayos y las horas de estudio que tiene que tener, más allá de que sean geniales o no”, plantea Banegas. “A mí me interesó mucho trabajar sobre el modelo de Martha Argerich. En el documental que hizo su hija menor, Bloody Daughter, se cuenta que Martha tuvo tres hijas y su primera hija estuvo muchos años sin verla, le habían quitado la tenencia, es una historia muy complicada y uno diría dónde está esa maternidad, ese, entre comillas, ‘instinto maternal’. No porque yo piense que Charlotte sea una Martha Argerich, me parece que es incomparable, un ser absolutamente extraordinario pero, tal vez, en su ideal del yo, Charlotte se sienta un poco Martha Argerich. Yo me acuerdo de que hace más de veinte años, en mi estudio El Excéntrico de las 18, nos habíamos planteado hacer un trabajo sobre madres e hijas, leímos a algunas mujeres que han trabajado sobre cuestiones de género y se han metido a desmitificar la cuestión de la maternidad, el famoso instinto maternal, qué es cultural, qué no es cultural, qué pasa ahí, sobre todo en una relación donde hay seguramente una complejidad mayor en cuanto a las identificaciones y a los intercambios posibles.”
Entonces Eva se vuelve demasiado inflexible ante la ausencia y el abandono de su madre pero también hacia esos momentos donde Charlotte estaba presente y la niña se sentía disminuida, dañada o condenada por la imagen de una madre fastuosa y toda la empatía que el espectador pudo haber descargado sobre Eva entra en una zona de reparo. Ante tanto odio, ante tanta incapacidad de comprender es mejor tomar distancia y allí aparece Charlotte más desvalida, menos extravagante pidiendo que se le consienta la posibilidad de ser una mujer más allá de su maternidad. Y esta decisión narrativa revela una ambigüedad que abre otras capas de lectura y permite una actitud crítica de parte del espectador. “Yo, cuando leía la obra, la mayor cantidad de veces pensaba qué dura que es esta chica”, recuerda Onetto. “A la vez es una persona que ha pasado por cosas muy graves en la vida y se siente con derecho, ya no a plantear sino prácticamente a escupir lo que le pasa, como en ese dicho: ‘di tu verdad y rómpete’ y estalla un poco. Me parece a mí que Bergman no es que quiere hablar de la relación entre las madres y las hijas, sino que encuentra en ese vínculo la posibilidad de hablar de algo que le importa más, que es el narcisismo en general, la idea del amor a uno mismo excesivo y las consecuencias que eso trae y la idea del dolor, de cómo se procesa el dolor, por momentos lo no reparable del dolor. ¿Qué es un conflicto teatral? Es la idea que uno no sabe de qué lado de las fuerzas ponerse, si está claro de entrada que hay un personaje que tiene razón y otro no, la escena no termina de ser inquietante.”
Sonata de otoño, de Ingmar Bergman, con la dirección de Daniel Veronese y las actuaciones de Cristina Banegas, María Onetto y Luis Ziembrowski, se presenta en el teatro El Picadero los miércoles y sábados a las 20, jueves y viernes a las 22 y los domingos a las 19.
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