Ella odiaba las visitas. Odiaba cumplir el rol de esposa aplicada que debe atender a los invitados, ser amable y alegre. Ella necesitaba tiempo para escribir, para estar con su familia, para demostrarse a sí misma que podía ser perfecta. El mejor promedio en Smith, la escritora espléndida, la chica con el marido más apuesto y talentoso, la excelente madre y cocinera, pero para eso precisaba tiempo, un tiempo que no podía perder en nimiedades. Entonces no es difícil imaginarla estallando de furia cuando las horas se le iban sin poder escribir un poema, cuando le faltaba espacio para estar tranquila y pensar. Es que Sylvia Plath sostenía una lucha permanente con un montón de mujeres. Con todas las que deseaba ser al mismo tiempo.
Cuando nació Frieda ella fue por una época Sylvia Hughes. En ese nombre se sintetiza otra batalla. Sylvia debía ganar su derecho a escribir en el interior de su propio matrimonio, entre la maternidad y los conflictos por la subsistencia, entre la literatura convertida en dinero y el trabajo necesario para mantener a una familia se debatían los deseos de Sylvia Plath y Ted Hughes.
La majestuosa exigencia de Sylvia Plath podría explicarse por la figura de su madre o por el modo en que la joven escritora entendía cada una de las frases y deseos de esa mujer de Boston a la que siempre le llegaban cartas radiantes de su hija. Descripciones que en el tono agitado de La campana de cristal encuentran su verdad.
Esther Greenwood, la protagonista de la novela, no está tan segura de querer casarse. Dice adorar a los hombres hasta que consigue que se enamoren de ella, pero cuando el estudiante de medicina de Yale que despierta los suspiros y la envidia de sus compañeras de curso le propone casamiento, Esther sólo piensa en perder su virginidad con cualquier hombre que se le cruce en el camino, ser libre y huir de ese encierro conyugal que la dejará seca, extraviada de toda su inteligencia, olvidada para siempre de quien fue.
“También recordé a Buddy Wollard diciendo en un tono siniestro y malicioso que después de que yo tuviera niños sentiría de una manera diferente, que no querría escribir más poemas. Así que empecé a pensar que tal vez fuera cierto que casarse y tener hijos equivalía a un lavado de cerebro, y después una iba por ahí idiotizada como una esclava en un estado totalitario privado.”
Las fiestas, que en las cartas a su madre parecían responder a las películas hollywoodenses, adquieren en sus diarios un tono irascible. No se trataba tanto del cuidado de una hija que no quiere preocupar a su madre sino de una silenciosa competencia, de una batalla por sostenerse después del abandono de Ted, por negarse a ser una joven mujer con hijos y sin hombre en la Inglaterra de comienzos de los años sesenta, como lo había sido su madre a partir de la muerte de su esposo.
Los hijos ya se habían dormido y corrió llorando hasta el departamento de Thomas, el anciano que alquilaba el piso debajo de la casa que había pertenecido a Yeats. Le confesó que ella era Victoria Lucas, la autora de la novela que se mencionaba en The Observer y habló con furia de su marido que había publicado un poema en el mismo diario. Por esos días leía Medea y gritaba que no quería verse atada a la casa y los niños, cuando deseaba escribir y ser famosa.
Imaginar a Sylvia preparando el desayuno para sus hijos en la madrugada, tapando cuidadosamente las hendijas de la puerta de su cuarto y preparando el escenario de su muerte en la cocina implica sospechar cómo la lectura del texto de Eurípides pudo haberla aterrorizado con la alternativa de la venganza y el sacrificio .
La mujer con la cabeza en el horno. El gas prendido y las pastillas, la muerte lenta y el teléfono del médico cerquita del cuerpo muerto por si alguien pudiera llegar a tiempo.
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