Homenaje Para quienes no la habían leído, Alice Munro es, desde que ganó el Premio Nobel de literatura, esa mujer de espléndido pelo blanco y más preocupada por su sueño que por los honores. Para quienes pudieron saborear sus cuentos de a uno, como uvas, como frutas, como cualquier bocado exquisito que deja después cierta aspereza en el paladar –por lo finito del gusto, por lo que pesa la vida, por lo que cuestan las propias decisiones–, es esa mujer capaz de contar un mundo en un párrafo y otro en el siguiente sin perder el ritmo. Es, además, quien ha recibido el primer Nobel de literatura para su país, Canadá; y en su género, la galardonada número 13, número exiguo pero mágico, tan de mujeres, de brujas, de esas que buscan su destino como sea. Un número que le gustaría a cualquiera de sus personajes de ficción.
› Por Marisa Avigliano
Qué linda cabeza, dice una lectora interesada por la actualidad cuando se entera de que la canadiense es escritora y Nobel, qué lindo corte de pelo, dice enseguida para aclarar que no hablaba de inteligencia. El jueves pasado, la foto de una Alice Munro sonriente despabilaba a los ajenos que preguntaban si estaba traducida. Por una vez, la lentitud de oruga y la vacilación de tómbola del dictamen de la Academia Sueca coincidieron en Alice Munro con virtuosa imprecisión. Ella tiene los atributos, sí, pero como desordenados, puestos en desvarío, cuya clave de acceso combina el brillo y la modestia con una honradez que muchas creeríamos que una Academia de cualquier nacionalidad sería incapaz no sólo de detectar sino –incluso– de sospechar. Pero ya acertaron antes con Wislawa Szymborska, la gran poeta polaca galardonada con el Nobel en 1996, que acaso tenga algo que decir al respecto: “Montezuma, Confucio, Nabucodonosor/ sus nodrizas, sus lavanderas, y Semiramida/ que sólo habla en inglés” (‘Pensamientos que me visitaron en las calles ociosas’, poema que integra Tutaj -Aquí, 2009).
La engañosa ventaja del inglés no le convenía a Alice Munro, la mujer de ochenta y dos años nacida en Wingham, Ontario, el 10 de julio de 1931, por abundancia de contendientes en la misma lengua. Ahí están, sobre el filo indescriptible del certamen, del concurso de atletas por singularidad y performance: Lydia Davis, Antonia Byatt, Philip Roth, Geoffrey Hill, Thomas Pynchon... La concisa previsibilidad de la ciudadanía y del gentilicio es la ventaja verdadera porque alguna vez –si una noche de invierno un viajero–, el índice, la aguja o el dardo se va a detener en el casillero pertinente, propio. “Vacilación de tómbola”, escribí, y en fe de erratas tendría que reponer: vacilación de brújula.
Cada primer jueves de octubre –y cuando ya pasó el mediodía en tierra sueca– frases como divisas maquillan el nombre propio del ganador, ganadora ya a estas horas, cuyos libros lucirá la vidriera de una librería afortunada: “La maestra del cuento contemporáneo”, “La Chejov canadiense” y la que “en menos de treinta páginas dice mucho más que muchos novelistas modernos” fueron los tres primeros elogios de ocasión. Que era un premio justo, el cuarto.
En el listado de las escritoras nobelizadas, a Alice le tocó el número de la suerte buena o mala según quién tire los dados, apenas doce mujeres antes que ella recibieron los honores entre un centenar de laureados. ¿La número 13? El trece apareció dibujado en el aire mientras se quejaba de la cifra, sin rasgos de triscaidecafobia aunque el número daba miedo no por supersticiones ni malos augurios literarios (todo lo contrario, basta con que haya recordado el capítulo trece de “Ada o el ardor” cuando se van de picnic –si mi memoria no se equivoca ni se anticipa– y Ada se cae de un árbol con las piernas abiertas sobre la cara de Van) sino por la necedad de una historia repetida. Ojalá se corrija la estadística de la injusticia pensaba y mientras lo hacía celebraba patriótica la reivindicación del cuento con gestos blandos y educada sonrisa. Las que no eran blandas eran las convicciones.
Una paisana en legitimidad genérica, la escritora Mavis Gallant (Montreal, 1922) ya había dicho que los relatos no son capítulos de novelas y que no deberían ser leídos uno tras otro como si fueran correlativos, “Hay que leer uno, luego cerrar el libro. Leer otra cosa. Volver más tarde. Los relatos pueden esperar”. En el mismo punto geográfico (si nos guiamos por la bandera de la hoja de arce) otra mujer, Margaret Atwood, se alegraba de que Munro –quien ya había sido reconocida en los Estados Unidos y en el Reino Unido– tuviera ahora lectores de todas partes del mundo, “bueno para ella, para las mujeres, para Canadá y para la historia corta, que con frecuencia es pasada por alto”, dijo la hija del zoólogo cuando la entrevistaron horas después de que se hiciera el anuncio. Traeme una novela y después te publico los cuentos, dicen que dice un editor afamado creyendo en la zoncera esencial de los cuentos como género. Ahora van a estar de moda y hasta a lo mejor se venden, masculló un librero antes de mostrar los dientes. Los apostadores que habían dado en el blanco cuando aseguraron que esta vez el premio iba a ser para una mujer que escribiera en inglés y no fuera norteamericana agradecían en el atrio. Para los que no la habían leído –sobre todo para ellos– era importante saber cómo se había enterado del premio, por eso la escena de su hija despertándola con la feliz noticia en medio de la madrugada llegó justo a tiempo para satisfacerlos. Mientras ella agradecía humilde y sorprendida por la emoción, los medios internacionales recordaban entre aplausos firmados y fragmentos de obra que unos meses atrás, poco después de la muerte de su marido, había dicho que ya no iba a volver a escribir y recordaban también que en 2009, y a pesar de que casi nunca da entrevistas, Alice había hablado sobre la salud de su corazón y sobre su tratamiento contra el cáncer.
El jueves casi terminaba cuando un melómano valiente aseguraba que la voluntad de estilo de Canadá siempre estuvo del lado anglófono, por eso Joni Mitchell, Neil Young y Leonard Cohen, aunque sabía que una novela y una película cuyos nombres no recordaba desmentían su teoría.
Antes de ser noticia de octubre, en una conversación con Diana Athill y antes de recordar una historia de Inglaterra de Dickens para niños cada vez más viejos, llena de decapitaciones, Alice Munro confesó su deseo infantil de encontrarle un final feliz a “La sirenita” de Andersen. Fue el despunte de una vocación o tal vez algo mucho mejor: el primer entrenamiento para mejorar la realidad con el auxilio de la ficción, ya que la lectura de una fábula es, como la sirenita, anfibia, con una mitad del cuerpo metida en el presente y la otra en la mañana del día que sigue.
Hace justo un año, Jeffrey Eugenides –el autor de Las vírgenes suicidas– decía que después de leer The Love of a Good Woman (1998) supo que los cuentos de Munro eran perfectos, todos perfectos, y que se sentía abrumado –¿o dijo deslumbrado?– por el pulso con el que la canadiense cambiaba el punto de vista entre oraciones y respiros. Acto seguido y con traducciones españolas a la vista, la casa literaria en la que el pasillo termina justo frente al cuarto de Munro empezó a llenarse, una fila de lectoras incondicionales (tan incondicionales que hasta olvidaban el español que leían) esperaban que esa distribuidora automática de tesoros, igual que el cuerpo desnudo de La vida de las mujeres, llevara la curiosidad lejos, bastante lejos, al son hipnótico del deseo.
La historia de la mujer que escapa de la rutina (son muchas las que lo intentan y algunas las que lo consiguen en el entramado Munro) escribiendo una carta ¿de amor? mientras su padre instala el televisor nuevo en el medio del comedor para escucha el debate Kennedy-Nixon en “Before the Change”; las ranas jóvenes, verdes y resbaladizas listas para ser clavadas en el anzuelo a orillas del río Wawanash que Alice describe en las primeras oraciones de La vida de las mujeres (1971), las palabras en ese juego de encontrar palabras en otras palabras (ese que con pizarrón y tiza aparecía en el feliz domingo argentino, de mariposa salen “osa”, “mapa”, “mora”, “mar”, “mara”, “para”, “por”...) al que juega Doree para mantener su cabeza ocupada en “Dimensiones” (Demasiada felicidad, 2009) o el desgano amoroso que Rose siente por Patrick Blatchford antes y después de ser su mujer durante más de once años en “The Beggar Maid”, se instalan para siempre en la inestabilidad cotidiana de quien descubre a Alice Munro. Léanla, hagan la prueba. Don efectivo de una prosa que agita sin mitigar nunca la molestia que provoca: “Lloyd la llamaba la Lesbi. Sólo a sus espaldas, claro. Bromeaba con ella por teléfono pero a Doree le decía, sólo moviendo los labios: ‘Es la Lesbi’. A Doree no le importaba mucho, Lloyd llamaba lesbis a muchas mujeres, pero le daba miedo que a Maggie las bromas le parecieran demasiado amistosas, inoportunas o al menos una pérdida de tiempo.” Qué bueno es seguir leyéndola sin muescas, seguir desprevenida ante cada una de sus trampas autobiográficas sin tener que acercarme al osario donde se descomponen las historias pretenciosas que mueren no bien se seca la tinta con las que fueron escritas.
Una biografía apresurada cuenta que Alice Ann Laislaw, heredera de pioneros escoceses que creían que el trabajo tenía un fin en sí mismo y que no era sólo un medio para llenar una carretilla de ambiciones y monedas, creció junto al criadero de zorros que con suerte despareja llevaba adelante su padre, leyó la Biblia junto a su familia tomando notas –como buena hija de maestra de escuela– y dibujando asteriscos en un mapa de estrías como si fuera la copiloto en una ruta de ripio. Sufrió los empujones de la Depresión y la severidad de una educación católica conservadora, una escena hogareña que en mi imaginación se ilustra de manera caprichosa con los óleos de Otto Dix, Retrato de los padres del artista I y II. Todo estaba servido para paralizarla de por vida. Quizá por eso no es difícil imaginarla queriéndole cambiar la suerte a la sirenita del danés. Definitivamente no debe haberle sido sencillo ni breve desmantelar tullidos roles de hija, madre y esposa. Ahora, cuando el cheque del Nobel casi le roza las huellas digitales, reaparecen viejas entrevistas. Una de las primeras (creo que fue la primera), a principios de los años sesenta decía: “Ama de casa encuentra tiempo para escribir relatos”. Alice tuvo tres hijas y dos maridos, el primero un librero de apellido Munro, el padre de las chicas y de quien se divorció en 1972, y el segundo, Gerald Fremlin, su gran amor. Sabemos –porque le gusta contarlo– que escribía en el cuarto de planchar mientras sus hijas dormían la siesta (anécdota ideal para justificar por qué no escribía novelas, aunque muchas veces dijo que le hubiera encantado poder escribirlas) y que, si bien empezó a publicar relatos breves en algunas revistas, editó su primer libro de cuentos, Dance of the Happy Shades (1968) no mucho antes de cumplir los treinta y siete años. La ruta biográfica cercana cuenta además que ama a Eudora Welty, a Katherine Anne Porter y a Katherine Mansfield, que le teme al bótox (no sabe si porque escuchó cosas terribles sobre él o porque sus antepasados presbiterianos se le aparecen en el espejo de la vanidad) y que es cierto que muchas veces la primera ráfaga de ficción llega sin palabras, como si fuera una imagen fija y con un centro de gravedad propio. Para finalizar, ella es educada para no alardear, como muchas otras mujeres canadienses que también escriben cuentos. Nombremos algunos de sus libros: Something I’ve Been Meaning to Tell You (1974), The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter (1982), El progreso del amor (1986), Amistad de juventud (1990), Secretos a voces (1994), Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001), Escapada (2004), La vista desde Castle Rock (2006) y Mi vida querida (2012).
Antes de apelar al dato que puede suministrarnos un lector bilingüe, la democracia de la información (Internet, Wikipedia) o los verdaderamente informados, será mejor salir a su encuentro con una corazonada, con una intuición, porque el mundo literario, ficcional de Alice Munro, que el Nobel parece habilitar para los lectores, no pertenece a la vanidad de los que empezarán, como siempre, a disputársela. Mientras todos hablan de ella, un fan de Almodóvar recuerda que Vera Cruz (Elena Anaya), la protagonista de La piel que habito, lee Escapada en una de las escenas de encierro y que Julie Christie es Fiona en la pantalla grande, la protagonista de Lejos de ella (Away from her, 2006), la película de Sarah Polley basada en “The Bear Came over the Mountain”, uno de los primeros cuentos de Alice.
Las mujeres en los relatos de Munro resuelven solas, aunque parezca que están esperando que los hombres las miren o completen lo que ellas iniciaron. Las miran, claro que las miran, y también las critican, las seducen, las aburren y las juzgan si no amamantan a sus hijos (“Le dijo que se había quedado sin leche y que había tenido que empezar con el complemento. Le apretujó un pecho y después el otro con frenética determinación, y logró sacarle unas tristes gotitas de leche. La llamó mentirosa. Se pelearon. El dijo que era una puta), como su madre. Dijo que las hippies eran todas unas putas”, pero son ellas las que terminan lo que empezaron y van por más, como si completaran un crucigrama sin importarles la letra que mejora el casillero vacío porque lo que en verdad les importa es la hibris del transcurso. Y en ese transcurso Munro nunca mendiga. Nunca rehúye ni se desborda en la comodidad del impacto trágico, ella también va por más. ¿Alcanza con recordar la escena en la que la madre prefiere hablar de sus hijos muertos con el asesino, que en este caso era el padre?: “¿Quién si no él recordaría ahora los nombres de los niños, o el color de sus ojos? Cuando tenía que hablar de ellos con la señora Sands ella los llamaba ‘tu familia’ y los metía a todos en el mismo saco”.
La muerte no se esconde ni se adjetiva en Munro; la muerte se toca, se huele, se ve y hasta tiene el sabor de la vida cotidiana. “La chica con la que había hablado, a la que conocía de antes, mencionó a sus hijos. La pérdida de sus hijos. Acostumbrarse a eso. Un problema a la hora de la cena. Podría decirse que era una experta en pérdidas: a su lado, Ray era un novato. Y de pronto no pudo recordar su nombre. Había perdido el nombre de la chica, a pesar de que lo sabía. Vaya racha de pérdidas. Vaya broma.”
En sus historias hay naturaleza, mucha naturaleza que acompaña sin distraer, sin arte decorativo, porque en la simpleza del mundo Munro no hay distracción, hay muchos personajes, infinitas situaciones, asesinos sin culpa que complejizan lo que ya es complejo, hay de todo menos distracción o lo que alguien en la conveniencia del resumen llamaría “hacernos las bobas”. En la profundidad de lo cotidiano que tan bien describe la maestra del cuento –y que el cannon de Bloom no tomó en cuenta, uno más y van...– gana la tensión y la urgencia por lo que ocurre cuando parece que no ocurre nada. “Hasta ese momento casi no me había atrevido a apartar la vista del suelo más que para mirar a aquellos chicos apenas más altos que yo y a la pareja de ancianos del sofá, pero de pronto mi madre me llevaba en otra dirección. Aunque el ataúd había estado en la habitación en todo momento, yo no me había dado cuenta. Por falta de experiencia, no sabía el aspecto que tenían esas cosas. El objeto al que nos acercábamos podría haber sido una repisa para poner flores, o un piano cerrado.” (“El ojo”).
Los hijos mueren en los cuentos de Munro, mueren muchos, siempre pueden morir y nunca esas muertes son un golpe bajo ni un alud sentimental: “Los chicos son así. Te das vuelta y ya están correteando por donde no deben. Los chicos son como son”.
No sabemos hoy si los cuentos de Alice Munro satisfacen los pedidos de dicha de las criaturas de Hans Christian Andersen; descartamos que, por lastimosa y por férrea, la realidad se adapta mejor a Anton Chéjov. Y a eso se habrá adaptado también Alice Munro con el paso de los años. Lo cierto es que ochenta y dos años son suficientes para ser escéptica o meramente cínica, pero a Alice no le alcanzaron: parece festejar su no cumpleaños de cada día en el país de la otra Alice, con una delgadísima certidumbre veteada aún por la dicha.
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