EL MEGáFONO
› Por Erica Herszkowich *
En las últimas décadas, el desarrollo económico, político y cultural –juntamente con el de las ciencias y la tecnología– multiplica y complejiza las demandas al sistema educativo. Indudablemente, el tratamiento de muchas de ellas debiera involucrar a la sociedad en su conjunto. Sin embargo, son diversas las cuestiones que sí debemos atender desde el punto de vista de la educación.
En primer lugar, corresponde dar cabida a las mayores exigencias tanto de los conocimientos generales como de las habilidades requeridas por el mundo del trabajo.
Los educadores tenemos la obligación de saber que estamos formando jóvenes que vivirán en un mundo colmado de incertidumbres y que, seguramente, cambiarán de ocupaciones y tal vez de destino varias veces a lo largo de la vida. Muchos de ellos, inclusive, trabajarán en tareas que hoy desconocemos.
Por ello, a veces, es imperioso decir lo evidente: la escuela debe garantizar los aprendizajes básicos que abren las posibilidades de crecer más allá de sus puertas: matemática, lengua, ciencias sociales, ciencias naturales, idiomas, cultura tecnológica. Analizar, abstraer, buscar, relacionar, sintetizar, organizar, reflexionar sobre las propias competencias; en definitiva, aprender a aprender. Estas son sus funciones indelegables, útiles en la vida cotidiana y sustento del pensamiento científico. Junto a ellas, la educación en valores, la reflexión ética y creativa.
Es preciso que las aulas sean permeables a todas las manifestaciones de la cultura y que los estudiantes puedan desplegar en ellas su curiosidad, responsabilidad, autonomía, confianza en sí mismos y el pensamiento crítico necesarios para despertar el deseo de ser constructores activos del tiempo en el que viven.
Si no hay fenómenos humanos que se expliquen por una única variable, los desafíos de la educación no son la excepción. Para hallar respuestas válidas es indispensable una mirada sistémica de los aspectos sociales, políticos, culturales, ideológicos y económicos de nuestras sociedades. Es imprescindible identificar los niveles y dimensiones que inciden en ellas, la diversidad de actores, sus intereses, tensiones y presiones.
Pero, también, se impone reconocer que toda educación de calidad requiere grandes inversiones y, en ese sentido, la formación docente es clave. Sin ella nada es posible.
Es ciertamente ineludible, en definitiva, animarse a bucear en la complejidad y, fundamentalmente, sostener la utopía renunciando a la vana e infantil ingenuidad. Una educación sin utopía no debería ser llamada educación.
* Directora general de la Escuela Martin Buber
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