Vie 22.11.2013
las12

HOMENAJES

La cacique dorada

Doris Lessing 1919-2013

› Por Marisa Avigliano

Como si un recién eterno gobernara el tiempo, la muerte de Doris Lessing sorprendió al mundo literario. Margaret Atwood dijo estar en shock. No es difícil comprender las razones del shock cuando es Doris Lessing la que ya no volverá a escribir. Pero si todo fue inesperado en su vida ¿por qué no iba a serlo también su muerte? Por depender de los rodetes –dependencia que compartía con Ivy ComptonBurnett–, la primera imagen que muchos recordaban de Doris Lessing, hasta el 11 de octubre de 2007, cuando ganó el Premio Nobel de Literatura, era la de una dama inglesa de pelo recogido y sonrisa serena. Pero aquel día el rodete se volvió cuerpo. Allí estaba Doris, vestida de azul, en victoriosa calma, sentada en los escalones de la puerta de su casa, en West Hampstead, en el norte de Londres, un barrio en el que vivieron Dirk Bogard, Emma Thompson y un joven Joe Orton. Sí, allí estaba ella, sentada en unos escalones bajitos que casi eran suelo. Su pose, sus piernas abiertas y la disposición con la que atendía a los curiosos que quizá nunca la habían leído volvieron invisibles las arrugas de sus largos ochenta años. Entre baldosones dameros y plantas, Lessing posaba para los fotógrafos mientras brindaba con un gin tonic. Si algún distraído había olvidado quién era esa mujer, la noticia de aquel jueves le dio revancha a la memoria. Murió en esa misma casa en la madrugada del 17 de noviembre. Tenía noventa y cuatro años.

Nació en Kermanshah, Persia, el 22 de octubre de 1919. La bebé de la posguerra iba a volver niña a la patria inglesa de sus padres, pero no por mucho tiempo, apenas su madre acomodó la vajilla se fueron por ilusión y deseo paterno el sur de Rhodesia buscando el maíz que los hiciera ricos. Recién cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, Doris volvió a Inglaterra para quedarse. Esa vez llevaba en su valija el manuscrito de su primera novela, Canta la hierba (1950). En Africa quedaron un primer marido (se casó con Frank Wisdom a los diecinueve), dos hijos (John y Jean), una época de liderazgo dentro del Partido Comunista y un segundo marido, un judío alemán refugiado, Gottfried Lessing. El tercer hijo, Peter, viajó con ella.

Nació y se crió en lugares que perdieron su nombre, o digamos mejor, que lo cambiaron por otro, la extrañeza de un mapa que se volvió ajeno, y una escuela sin terminar después de una temporada de monjas y convento (dejó de estudiar antes de cumplir los catorce y un año después se fue de su casa) trazaron las primeras líneas de un cuadro sinóptico que la ficción se encargó de completar. Vivió durante años en una casa de barro que su padre pensó provisoria y escuchó las lecciones sociales británicas de su madre, una enfermera del imperio que le hubiera cerrado las piernas la mañana de la foto. Creció inglesa viendo cómo se vivía lejos de Inglaterra, se anticipó a las luchas raciales y soportó los castigos que la sociedad le infligió por dejar a sus hijos (“fue una cosa terrible de hacer, pero era correcto hacerlo”) y una vez más –sólo hay que leerla para comprobarlo– en perfecta combinación de idealismo y violenta lucidez contó cómo los dejó: “Les dije que yo iba a cambiar este mundo feo donde sólo hay odio racial e injusticia; yo era absolutamente sincera y no hay mucho que decir acerca de la sinceridad en sí misma”. Cuando se publicaron sus primeras novelas relatando los abusos que los colonos blancos ejercían sobre los negros, el sur de Africa le prohibió la entrada, como les pareció poco para que el desprestigio cayera sobre su tumba, dijeron además que “era poco femenina”. Europa le mostró un comunismo que la desilusionó y que nada tenía que ver con la luchas del idílico partido que Rhodesia le había brindado. No dudó y se alejó. Una vez más supo que los cambios eran la antesala de la fugacidad, una vez más vio más allá de lo que veían sus ojos, quizá fue el viejo zócalo precámbrico de Rhodesia el que le enseñó el camino hacia la más amplia de las perspectivas, siempre la más amplia.

Dos anécdotas como batallas: cuando ya era una escritora conocida le envió a su editorial una novela suya firmada con seudónimo, la novela fue rechazada. Se negó a recibir el título de Dama del Imperio Británico. “¿De qué Imperio?, no hay tal Imperio”, fue su única respuesta.

Doris publicó más de cincuenta libros y si bien muchos la conocen por su novela El cuaderno dorado (1962), uno de los manuales del movimiento feminista de la década del sesenta, Atwood recuerda haber devorado las escenas de Anna en el banco de un parque parisino: “Pero luego hubo una vacilación y volvió el loco, pues entonces ya no fue sólo el yo, yo, yo, sino el yo contra las mujeres. Las mujeres carceleras, conciencias, portavoces de la sociedad, y lanzaba un chorro de odio puro que iba dirigido contra mí por ser mujer. El whisky ya me había debilitado y embrutecido, y dentro de mí sentí el flojo, blando y estúpido sentimiento de la mujer traicionada. Ay, ay, ay, no me quieres, no quieres. Los hombres ya no aman a las mujeres. Con mi dedito rosa me señalaba los senos traicionados blancos, de puntas rosas, y empecé a derramar lágrimas de flojedad, empapadas y diluidas de whisky, en nombre de la raza femenina. Mientras lloraba, vi cómo el pene se le levantaba dentro de los pantalones tejanos, y yo me sentí húmeda y pensé, burlándome, que me iba a hacer el amor, que iba a hacer el amor a la pobre Anna traicionada. Luego dijo, con su voz de colegial mojigato y escandalizado: –Anna, estás borracha; levántate del suelo”; muchos otros celebran en Canopus en Argos los sorprendentes artificios de su ciencia ficción, la novela que les dedicó a sus padres, Alfred y Emilym (2008), o Gatos muy distinguidos (1967), un devenir de los gatos que empieza con aquellos que su papá mató en la granja nunca próspera cuando ella tenía tres años.

Una foto la muestra joven, muy joven con el pelo corto, fumando un cigarrillo; en otra ya es muy anciana y su mirada parece la mirada de una cacique. No sorprende que la inglesa tenga en los ojos la paciencia de otras razas porque Doris Lessing era una hechicera, una profeta literaria con un talento casi sobrenatural para anticipar razones y luchas –la revolución sexual, la violencia infantil, el amor entre los viejos, los desastres ecológicos–. Ir tras sus pasos sólo lo confirma, cuando la bautizaron feminista abandonó el título y avanzó hacia un lugar que todavía no tenía nombre. Siempre llegó antes al casillero vacío. Si su autobiografía fue un best seller, sería fabuloso que sus otros libros continúen con ese destino que ella misma celebró cuando una lectora muy joven le dijo que había empezado a leerla porque su abuela y su madre se la habían recomendado.

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