Vie 28.03.2014
las12

RESCATES

Sola y sola

› Por Marisa Avigliano

Las mujeres bolivianas están en la calle exigiendo la despenalización del aborto cuando el fantasma de la voz de Adela Zamudio, la que sólo fue hasta tercer grado (en su años no dejaban que las mujeres pasaran a cuarto), se mezcla en la arenga. Una de las manifestantes guarda un billete de cinco bolivianos que lleva estampada su imagen entre monedas y fotos familiares, otra la nombra un rato antes de desplegar las banderas. Pensarla y decirla bastó para que el espíritu de la cochabambina multiplique la convocatoria, magia de mujeres. Adela es Gabriela (Mistral) o Juana (Ibarbourou) pero sin fama. Como ellas, también escribía poemas “Ella debe perdonar/siéndole su esposo infiel;/pero él se puede vengar./ (Permitidme que me asombre)./En un caso semejante/ Hasta puede matar él,/¡Porque es hombre!” que muchos de sus contemporáneos desestimaban por costumbre y forma. Adela se educó sola, siempre les pedía libros a los viajantes y clases sin aula a profesores furtivos. Sola se convirtió en maestra y se bautizó Soledad para firmar lo que escribía y algunos diarios –como El Heraldo– le publicaban. Soledad le pedía a la feudal Cochabamba de las misas que la Iglesia no entrara en el aula, se lo pedía con el nombre con el que la bautizaban las miradas conservadoras: pobrecita sola, sola y soltera. Soledad la ensayista y Adela la épica lucharon para que Bolivia tuviera su ley de divorcio, mejores condiciones de trabajo para las mujeres y una educación libre, sobre todo eso, una educación libre de sermones y libre de prejuicios sexistas. En Intimas (1912) desnudó la hipocresía de la clase alta que, espantada, la llamaba “mujermacho”, “la viril”, “la solterona”. La autodidacta desclasada fundó una revista feminista, una escuela de pintura en la Cochabamba de su vida cotidiana “para aprender a sentir” (era pintora pero casi no hay cuadros suyos que se hayan salvado de la diáspora del descuido, casi no hay huellas de sus amarillos) y recopiló un libro de ortografía escolar en quechua con algunos de sus poemas escritos en la lengua de los sufijos como “Wiñaypaj Wiñayninkama” (“Para siempre”). Los octosílabos de su “Nacer Hombre” –quizás el más conocido de sus versos, el alegato poético de mayor impacto– hablan del mortal privilegiado que haciendo todo mal embolsa honores sólo por haber nacido hombre. Leía a Byron, a Musset y sabía de memoria a Bécquer, a Espronceda y a Zorrilla, versos que recitaba por lo bajo, mientras recibía algunos halagos o el diploma como socia de honor del Círculo Literario de La Paz. El varón de las polleras y las rimas, la escritora de diablura química que se enfrentaba a la liga de las señoras católicas y que no se casó ni fue monja (las dos opciones que les daban a las mujeres para que fueran parte de la sociedad) nació el 11 de octubre de 1854. En su honor y curando agravios, ese día se celebra en el país de las tierras del Tiwanaku el Día de la Mujer Boliviana (resolución de la presidenta Lidia Gueiler –1979-1980–). La inconformista eterna –a pesar de sus evidentes e inevitables limitaciones– escribió versos que marcaron el paso de la poesía romántica con la variación de las formas y ensayos que hicieron lo mismo con las primeras luchas feministas que buscaron librarse de alientos mojigatos. Aunque Adela posa entre encajes y jabot, su pose es de combate, como si el atuendo escondiera el efecto verdadero de su estampa, el de la chica muchacho que espantaba a quienes nunca entendieron sus razones de humor y encanto.

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