RESISTENCIAS
El 47 por ciento de la población rural está constituido por mujeres y su tarea resulta un pilar para la economía familiar y nacional, no sólo porque trabajan la tierra y salen a parar la olla cuando es necesario, sino porque crían y educan a la futura fuerza de trabajo. Toda esta carga de empleo está invisibilizada, no remunerada y comúnmente endulzada por el calificativo amoroso, ese que tapa la verdadera repartija de quehaceres entre géneros. En el campo se intensifica la inequidad y se naturaliza la violencia, pero también se resiste con legados culturales de alto valor popular: la cocina es uno de ellos y gracias a ella el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación publicó Recetario de comidas rurales, las cocineras y sus historias, donde junto a recetas legendarias, como el locro del NOA o el arrope de chañar, se pone nombre y apellido a las mujeres detrás de los delantales.
› Por Laura Rosso
Francisca Gutiérrez va rezando una “oracioncita”, como le dice. Está bañada en transpiración. Camina con miedo mientras mira los cerros. Son dos kilómetros por la huella y ella va “dele rezar”. Les tiene miedo a las tormentas. Se acuerda de ese olor hediondo que dejó la inundación en su casa de adobe. “Cuando volví estaba todo pegado en el ropero. Hediondo era el olor”, repite. Por esa sensación que le quedó en el cuerpo, por ese olor que recuerda, la oracioncita la acompaña cada vez que el cielo se viste de oscuro y las nubes amenazan mientras ella va a buscar a Chiquito, su burro, como hace todos los días. Francisca –o Pancha, como la conocen en el pueblo– vive sola en la localidad de La Ripiera, Marayes, Departamento de Caucete, en la provincia de San Juan. Es cocinera rural y campesina. Toda su vida cocinó y sembró la tierra. Aprendió a cocinar de muy chica. Lo cuenta así: “Vivíamos en unos campos muy lejos, en el límite entre San Juan y La Rioja. Mi mamá se ponía a hacer queso y nos enseñaba. Nos hacía lavar bien las manos con jabón, nos arremangaba las manguitas y le ayudábamos a hacer la cuajada. La echábamos en una bolsa de tela, muy gruesa, esas bolsas de harina que sabían venir antes. Echábamos la cuajada y apretábamos despacito hasta que se endurecía. Cuando se endurecía la sacábamos de la bolsa, la poníamos en la batea y la amasábamos. Hacíamos pancitos y después los comíamos. Ahí estábamos todas con la mami y ella nos enseñaba. Después, ir a la escuela, hacer los deberes y si algo estaba mal hecho venía el tirón de orejas. Llorábamos, pero después poníamos mucha atención”. Su marido murió hace cinco años y su hijo varón vive a setenta kilómetros de su casa. Le gusta hablar de su familia, de su nieta Tamara Belén, de siete años, con quien tiene una huerta. “Esa nena es muy guapa conmigo. Me quiere mucho pero vive lejos, con mi hija a ciento cuarenta kilómetros, y va a la escuela.” También habla de su padre, que era turco “y muy recto”, de quien no heredó los ojos azules que sí le tocaron a su hermano. Ama el campo, no le gusta el pueblo. Adora Buenos Aires, pero la Buenos Aires de antes, dice, esa que no le daba miedo. Francisca está en la ciudad y aquí, como allá, saluda con dos besos. Dice que uno solo es “poco cariño”. La excusa de la visita fue la presentación del Recetario de comidas rurales, las cocineras y sus historias. Un recetario elaborado por cocineras rurales, mujeres campesinas y productoras de la agricultura familiar. Cada una representa a su provincia con una receta, esas aprendidas en la casa, o en el patio y que se transmiten de generación en generación. Este trabajo de recuperación y recopilación de recetas de comidas fue realizado y editado por la Subsecretaría de Agricultura Familiar de la Nación, a cargo de Emilio Pérsico. Reúne tantos platos de comidas como historias familiares. Un recetario escrito por las voces de las propias cocineras que cuentan los platos característicos de las regiones del país: el locro del NOA, el curanto de la Patagonia, el vino de pomelo del NEA, o el charqui cuyano. De postre, mermelada del centro, y si hay casamiento, el pastel de novia tucumano. Todas ellas acumulan la fuerza y la experiencia en sus cuerpos aguerridos. Huelen a saber popular y sostienen la economía familiar. De sus manos se desprende el calor propio de las ollas que revuelven con cucharones improvisados mientras cocinan en el fuego. Son mujeres que aseguran el alimento familiar y transmiten secretos y saberes que les fueron revelados por generaciones anteriores. Las cocineras rurales como Francisca, Eva, Ana y Emilia (y tantas otras) cuidan y mantienen viva la cocina de su tierra.
Eva Leal es tucumana y conoce de memoria los ingredientes del locro. Asegura que hay que tenerlos todos preparados previamente y dispuestos en la mesa para ir tomando lo necesario en el momento adecuado. Trabaja en la huerta, atiende a los animales en el corral y mantiene el surco. Para Eva el trabajo de preparación del locro lleva meses. La mayoría de los ingredientes son producidos en sus huertas y corrales. Cuando carnea un chancho guarda una pata, mondongo, espinazo o cuero y va acopiando. También usa maíz molido, zapallo, batata, puchero de vaca, chorizo colorado y porotos. Para la locreada, son cuatro o cinco horas a fuego de leña, Eva agrega uno a uno los ingredientes y revuelve con un palo resistente.
El arrope es la golosina más antigua. Además se le atribuyen propiedades medicinales. “Es un postre que cura y sana”, revela Ana Manrique. Cada región tiene un arrope que la distingue. Puede hacerse con tunas, con maíz, con algarroba, con el fruto del chañar. Ana es de la zona de Jáchal, en San Juan, y recoge el chañar en el campo. Cuenta que el arrope se lo enseñaron a hacer sus abuelas, la materna y la paterna. Una se llamaba Amelia y la otra Romelia. “Después me casé y mi suegra lo hacía igual que yo, así que continuamos haciendo el arrope las dos. Hay que lavarlo y hacerlo hervir bien hasta que se disuelva, sin apretarlo porque si no se hace muy arenoso. Haciéndolo hervir sale un color clarito, bien limpio. Se gasta bastante leña para hacer el arrope porque no le tiene que faltar leña hasta que esté a punto; se nota porque se va poniendo espesito. En ese momento, hay que agregarle el azúcar para que no se queme y no quede con el sabor amargo.”
Pocha es Emilia Ramos, tuvo siete hijos y quedó viuda a los treinta y cinco años. Fue peladora de caña, cosechera de maíz, plantadora de batatas y cocinera, tarea que aún hoy continúa. Vive en Tucumán y tiene fama de buena repostera, siente un gran entusiasmo cuando le piden que haga el pastel de novia para fiestas de casamiento y festejos de quince. Es una combinación de sabores dulces y salados, mezcla de frutas secas y carne. Así cuenta cómo lo prepara: “Un día antes, se ponen en remojo las ciruelas secas y el pelón. Para el relleno se hacen hervir la carne cortada en trozos, los pelones y ciruelas, y el azúcar en el jugo de las frutas remojadas el día anterior. Se cocina hasta que se forma como un relleno de empanadas y se le agregan las pasas de uva. Para hacer la masa se mezcla la harina con la grasa de cerdo, azúcar, yemas de huevo, vainilla y clavo de olor. Una vez hecha la masa se unta la asadera con manteca, se estira la mitad de la masa, se le agrega el picadillo y se cubre con el resto de la masa. Se presiona con la mano para que el picadillo se entrevere con la masa. Se tapa, se lo deja reposar y se lo lleva al horno. Una vez horneada, se cubre la masa con merengue”.
La torta al rescoldo es la receta que Francisca aportó al recetario. Cuenta que casi siempre está con las manos llenas de harina (“porque me encanta amasar y estoy dele y dele con la masa”). Luego, hace una pausa y se acuerda: “Cuando yo era chiquita mi mamá hacía una torta y la ponía al rescoldo porque éramos diez hermanos nosotros, más mi mamá y mi papá, doce. El rescoldo es la ceniza todavía caliente que se abre al medio, se hace un pocito, se coloca la torta y se la tapa con toda la otra ceniza, entonces así se puede asar. Después de una hora, en lo posible, se limpia la masa con un repasador limpio, se la raspa con un cuchillo y se la come”. Ese amasijo se hace con harina, grasa, un chorrito de aceite y un poquito de bicarbonato “para que no salga demasiado dura y seca”. El rescoldo es esa “brasa menuda resguardada por la ceniza”. Ese ritual de enterrar la masa entre las cenizas para que se cocine representa el acto que hacen la mayoría de las mujeres cotidianamente: cocinar. Un acto que sin duda conlleva amor, pero que además de tener ese valor amoroso tiene un valor económico. De eso justamente habla María del Carmen Quiroga, responsable del Area de Inclusión y Equidad Rural, de la Subsecretaría de Agricultura Familiar. En charla con Las12, observa: “Las mujeres trabajan en la producción desde todos los tiempos, tienen una participación más que significativa en el producto bruto interno. El tema es que, si bien la participación de las mujeres en el trabajo productivo resulta evidente, ha sido históricamente desconocida a la hora de registrar, inventariar y censar las actividades productivas. Lo que hacen Francisca, sus compañeras y la mayoría de las mujeres cuando cocinan tiene un valor económico. Forma parte del producto bruto interno de nuestro país. Francisca produce materia prima, transforma materia prima, le da valor agregado a esa materia prima. Eso es lo que el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de la Nación trata de poner sobre la mesa: la participación en lo económico de las mujeres, en este caso de las mujeres rurales, y sobre todo de ellas”.
–Hay un subregistro de las tareas y de las personas que las llevan a cabo. Sabemos que el cuarenta y siete por ciento de la población rural son mujeres. Pero no sabemos qué hacen, cuándo lo hacen, cómo lo hacen. Están subregistradas bajo el genérico masculino. ¿Cuántos propietarios o titulares de propiedades rurales hay? ¿Cuántos varones y cuántas mujeres? No hay registros. El Ministerio está haciendo una investigación y lo que hoy podemos decir es que en el NOA, Santiago del Estero, Tucumán y Catamarca, del cinco al seis por ciento de la propiedad rural está en manos de mujeres. Es muy poco. Sobre todo teniendo en cuenta que nuestra ley es equitativa y las mujeres heredamos igual que los varones. ¿Por qué entonces sólo el cinco o el seis por ciento de la tierra es de las mujeres? Estos temas, como el financiamiento o la asistencia técnica, que mujeres productoras como Francisca necesitan para mejorar su producción, para crecer, para garantizar su salud, la de sus hijxs y la de sus nietxs, están aún pendientes. Es el largo proceso que estamos transitando para equiparar lo que hoy día les llega casi exclusivamente a los varones, aunque sabemos que las mujeres trabajan a la par en la producción. Entonces, no perdamos de vista el valor económico que generan las mujeres cuando trabajan, que no es sólo amor, y no desmerece el acto amoroso, pero que el acto amoroso no desmerezca el aporte económico que hacen las mujeres, que tiene un valor enorme.
“El sujeto rural prototípico es un varón, flaco, rubio, joven y con plata”, describe Quiroga. Lo que se pretende desde el área donde esta psicóloga social trabaja es que se atienda y se reconozca la especificidad para gestionar políticas específicas. Quiroga caminó mucho campo y conoce de lo que habla. “Lo que tenemos son comunidades indígenas, y tenemos mujeres por sobre todas las cosas, que son la mitad de la población. Todas esas mujeres son productoras pero no están catalogadas como tales. Además del lenguaje sexista, hay un subregistro brutal. El censo agropecuario no mide por personas sino por establecimientos agropecuarios, entonces la información es muy poco precisa. Para investigar la propiedad rural nos fuimos a los catastros, para ver nombre por nombre. Fue un trabajo de hormiga de mucho tiempo. Pero si no sabés quiénes son y cuántos son, no podés generar políticas.
–El reconocimiento de las mujeres como productoras y el redireccionamiento de financiamiento y asistencia técnica. No solamente por una cuestión de equidad sino por una cuestión de eficiencia. Que capaciten a los varones en la poda de frutales de una determinada zona cuando la poda la hacen las mujeres, o que llamen a los hombres para la cuestión caprina cuando sabemos que el noventa por ciento de las cabras están en manos de mujeres, es de terror. Pensar que las mujeres no deciden sobre la producción es un error. Lo que pasa es que deciden adentro de la casa. No son convocadas, no se sienten convocadas. Porque los productores dicen: “Nosotros convocamos familias”. Pero hablan todo en masculino, y las mujeres no van. Hacen la reunión a la noche o al mediodía, cuando ellas están cuidando a sus hijas e hijos. Toda esa carga doméstica y reproductiva –que también tiene un valor económico– es llevada adelante por mujeres. Las mujeres garantizamos una generación sana y educada, porque además si no el Estado nos reta. Todo eso por cero peso. Esa es la tarea de reproducción, que tiene un valor.
Desde su área, María del Carmen se propuso llamarlas productoras, sin anteponer el sexo femenino. Subraya: “La identificación de las funciones productivas, empresariales o directivas con el sexo masculino no hace más que dar cuenta de las viejas y cuestionadas relaciones de poder. El relevamiento de información, en todas sus formas, sigue teniendo el patrón androcéntrico, lo masculino como medida de todas las cosas y como representación de la sociedad toda”.
–Según los estratos hay economías de subsistencia, que son los de mayor pobreza pero que garantizan el alimento. La huerta, los animales más chicos, gallinas, cabras, chanchos, todo eso lo atienden las mujeres, al mismo tiempo que les dan de comer a los hijos, al mismo tiempo que acarrean agua o leña, al mismo tiempo que todo. Está archidemostrado a través de encuestas en determinadas zonas la cantidad de horas que trabaja una mujer en el campo. Es la primera que se levanta y la última que se acuesta. El varón llega y se sienta. Es una cultura que nos alcanza a las urbanas también, en la que estamos descansando y cosemos un botón. Todas estas cosas son estructurales, incluida la violencia. Como me dijo una vez una santiagueña: “Mi marido me pega pero lo normal”.
–Trabajar con los varones. Es una cuestión vincular. Porque si no te quedás en “es un problema de mujeres”. Esto fue lo que ocurrió en los primeros años con este tema. Ningún varón se inquietaba porque era un tema de mujeres, por mujeres, para mujeres. Juntarse las fortaleció.
–Sí. De ese modo las van a convocar a las reuniones para decidir si siembran algodón o si no siembran algodón, van a participar de cooperativas, van a presidir cooperativas, van a estar en la esfera económica y organizativa. En las situaciones de crisis, las que paran la olla son ellas. Las mujeres se juntan y dicen “¿qué hacemos?”. Agarran sus dulces, sus tortillas, sus conservas, sus panes saborizados y salen a vender. Así surgen los mercados solidarios y la Feria Franca, que ahora es una movida impresionante. La Feria Franca nació en Misiones pero ya está en muchas provincias. Las mujeres empezaron a organizarse para vender sus productos. Hoy día siguen siendo amplia mayoría de mujeres, pero hay cuatro hombres que presiden todo. Siempre pasa así cuando hay éxito. Pero las mujeres están acostumbradas a que decidan ellos, entonces hay todo un trabajo por hacer. Salen a vender adonde sea, lo que no hacen es ocupar espacios públicos, ni políticos, ni de las organizaciones. También hay una pérdida en políticas agropecuarias si no hay una mirada de esa mitad de la población.
Hace falta esa mirada sobre la mitad de la población. No sólo en este tema que incumbe a las cocineras y productoras rurales, que con sus historias y comidas se sienten orgullosas de sus saberes y, mientras revuelven la cacerola, plasman su sabiduría en la raigambre popular. Ellas también sufren la invisibilización. Ellas, como todas, trabajan, cuidan a hijos e hijas, nietas y nietos, dan de comer, ayudan con la escuela, lavan, planchan, amasan, limpian, cocinan platos heredados de madres y abuelas y quieren –queremos– ser reconocidas en nuestros derechos.
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