Viernes, 13 de junio de 2014 | Hoy
ESCENAS
Piedra sentada, pata corrida, una obra que pervierte la imagen histórica de la tribu sudamericana.
Por Mercedes Halfon
Una familia de una tribu llamada Lechiguanga duerme bajo el inmenso cielo pampeano. Han sido desterrados de las tolderías mapuches por salvajes adoradores del dios El gran peludo. Por detrás de ese amoroso y sucio amontonamiento humano pasa un desplumado ñandú plumirrojo y un perro comienza a ladrarle a la luna. Se trata del inicio de Piedra sentada, pata corrida, “farsa civilizatoria”, primera obra como autor y director de Ignacio Bartolone. La obra tiene mucho que ver con su título, tan poético como bizarro. Estamos hablando de una farsa. Y ese singular tono se construye con un tipo de representación naïf –un telón pintado, vestuarios que recuerdan un acto escolar– que avanza hacia una cima de excitación y goce con unos cuerpos que se mueven casi danzando y una lengua inventada, que no tiene nada de reproducción antropológica ni de reivindicación solemne. El perro es –claro– un actor, con un traje algo roído, que luego de ladrar largamente hacia el cielo comienza a recitar un poema gauchesco, bellísimo, irónico y procaz donde se plantan los cimientos de la obra: “De madrugada, la tribu... duerme la mona. A pata corrida duerme. Quieta, quietita quietaza, descansa la raza, cual mulita estancada, como piedra sentada... Inamovible, reposa sin choza sobre la capa amarilla del polvo estéril, los cactos pinchudos, la escarcha conchuda, y la zanja”.
Esa zanja no es otra que la que los separa de la zona conquistadora, adonde estos indios van a hacer de las suyas. Comen cristianos y defecan –literalmente– en castellano. Luego de sus tropelías, de sus andanzas nocturnas, los más jóvenes de la familia-tribu, se encuentran hablando una media lengua, mitad lechiguanga mitad castiza. El cacique Olorá-Potro hace la vista gorda y hasta comparte la pasión caníbal, pero la madre desaprueba esas prácticas no bien llegan a sus oídos. “Estamos perdiendo la poquita identidad que nos queda y vo’... no ponés orden... porque sos igual a ellos... lechiguangas... ¡comiblancos...!” Por esos carriles anda esta pieza, que plantea un lenguaje nuevo en una compleja articulación de formas reconocibles de habla precolombina, modismos contemporáneos –”no seá’ fisura”– y otros decididamente poéticos, rítmicos, hallazgos lingüísticos puros. Hay también una relectura de la literatura argentina fundacional, textos como Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla, Viaje al país de los araucanos, de Estanislao S. Zeballos, La Cautiva, de Echeverría, Civilización y barbarie, de D. F. Sarmiento. Pero lo interesante es que este trabajo con los clásicos se mezcla como influjos de poetas contemporáneos como Ricardo Zelarrayán o Washington Cucurto. El resultado es sorprendente, no sólo por la mezcla insólita sino porque eso se vuelve teatro y rápidamente aceptamos ese modo de hablar, de moverse, la tribu vibra delante de nosotros contagiando una vitalidad arrolladora.
A esas búsquedas estéticas Ignacio Bartolone le suma una postura igualmente libre en su abordaje de la imagen preestablecida de lo que una tribu sudamericana fue, ha sido o debería ser. Con la llegada de un español que anota versos libres en su cuaderno de bitácora, el revuelo tomará dimensiones notables. El se volverá, para festejo de “la indiada”, en la cautiva. Y la madre de la tribu, aprovechando el revuelo y la confusión en la línea de mando, tomará el toro –o el Gran Peludo– por las astas y se convertirá en la primera Cacique Lechiguanga. Con inversiones genéricas, invenciones lingüísticas, actuaciones hilarantes – Julián Cabrera, Gustavo Detta, Jorge Eiro, Juan Pablo Galimberti, Cristina Lamothe, Eugenio Schcolnicov, todos intensos y singulares– Piedra sentada, pata corrida viene a proponer que sí puede haber algo nuevo bajo el sol pampeano.
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