SOCIEDAD
Poco menos de 200 mil mujeres que han migrado desde Bolivia, la gran mayoría de zonas rurales, viven, sueñan, trabajan y educan a sus hijos e hijas en este país y el transcurrir de su día a día hace visibles barreras que ponen en jaque aquello de la patria grande que tanto se repite. Aunque para la ley argentina la migración es un derecho humano que debe ser garantizado, trabajos precarios, segregación, falta de acceso a la atención de la salud es lo que suelen encontrar y que se potencia con prejuicios arraigados desde sus orígenes sobre los roles de género.
› Por Roxana Sandá
El barrio de Liniers es un hervidero. Mary, la verdulera boliviana que durante treinta años atendió en su local de Tonelero y Leguizamón, se fue, sin más. De la noche a la mañana, la querida Mary, mujer grande, madre y abuela que cuidaba con esmero y papel film los cerdos y elefantes de yeso que custodiaban la verdulería, decidió levantar campamento y volver a su país. Dejó el puesto, se llevó al marido, un hombre menudo que hacía el reparto en bicicleta para talles más holgados, y se volvió al lugar de donde nunca quiso irse y al que volvía cada fin de semana largo. Su partida no fue inesperada, más bien shockeante, porque con los años la amabilidad que le coloreaba el tono se había ganado el cariño de un barrio que no se caracteriza por la inclusión fervorosa. Sonriente pero casi siempre reservada, una tarde próxima al adiós dijo frente a una cola de vecinas que “este país es lindo pero exigido. Y nosotras somos las que cargamos con todo”. No se refería a sus contemporáneas argentas. Mary regaló un último piropo a las que se quedaban, las que hoy son mayoría de su comunidad, unas 173.779 frente a 171.493 varones, según el último censo nacional. La Ley de Migraciones 25.871, de 2004, creó accesos donde no había y les reconoció su carácter migrante como un derecho humano que debe ser garantizado. Aun así, la realidad sigue entrampándolas en barreras comunicacionales, prejuicios locales, segregación, trabajos precarios, embarazos no deseados, el resquebrajamiento de la salud y la violencia intrafamiliar.
–Ojo, que no somos víctimas. Nosotras no nos victimizamos ante nadie. Pero entiendo que para las mujeres es durísimo reanudar una vida lejos de sus pueblos, en ciudades tan grandes, y que todavía nos maltraten. Muchas dicen que para hacer trámites los mandan a los maridos, porque hablan más fuerte. Yo sé que si viene un inglés con el castellano mal pronunciado van a tratar de entenderle; si viene una quechua o una aimara, no; porque hay una minoría que nos sigue mirando desde la vereda de enfrente.
Emiliana Mamani habla con voz firme, no tanto como para ganarle al ruido de Nazca y Bogotá, que entra a bocanadas en un bar enorme de la comunidad, donde es más fácil imaginarse fiestas de cumpleaños o celebraciones familiares que entender la presencia de Jorge Rial en un televisor con mostrador de fondo. Migrante boliviana con casi treinta años de residencia en Buenos Aires, es una de las fundadoras de Q’Amasan Warmi, una organización que asiste a las mujeres de su país en el área metropolitana, aunque descrea de las categorías. “Trabajo desde los 18 años y siempre hice acompañamiento de mujeres migrantes. Pero no me gusta el estatus de organización; decir grupo de mujeres es más acogedor para mí. Hacemos acompañamiento en violencia. Pueden necesitar algo en algún hospital, reclamar por la discriminación de algún hijo en una escuela o en algún sitio público. Necesitan de esa contención porque ya arrastran diferencias culturales desde Bolivia. Cerca del 70 por ciento de las que migramos a la Argentina venimos de zonas rurales, muy pocas venimos de la ciudad. La gente de la colectividad que llega aquí no consigue trabajo en nuestro país, tiene serios problemas económicos y dificultades para expresarse, entonces no son bien atendidas en los lugares públicos. Conozco casos de mujeres bolivianas embarazadas que han ido a atenderse al hospital y en la consulta les preguntan si se bañaron. Frente al maltrato, muchas no vuelven y prefieren llegar a las últimas consecuencias con una enfermedad antes que recurrir a un hospital. Ahora está cambiando la situación, pero sólo un poco: el Vélez Sársfield no cambia ni ahí, el Santojanni más o menos, y el Alvarez se va encaminando. Muy despacio.”
La norma que rige la atención sanitaria en la Argentina es clara. La Ley de Migraciones precisa el derecho irrestricto a la atención a la salud de la inmigración, con independencia de su realidad migratoria. El artículo 8 advierte que “no podrá negárseles o restringírseles en ningún caso el acceso al derecho a la salud, la asistencia social o atención sanitaria a todos los extranjeros que lo requieran, cualquiera sea su situación migratoria”. Diez años después de sancionada, la aplicación sigue atada a los prejuicios o el desánimo de los efectores de salud y/o del personal administrativo. “Iniciamos un relevamiento sobre salud sexual y reproductiva, repartimos folletería y hablamos en lugares donde se reúne la colectividad para concientizar y para que las mujeres se empoderen. También vamos haciendo un camino de sensibilización con personal que trabaja en los hospitales a través de talleres, y para que respeten la ley. Con el tiempo tendrán que aceptar que la gente boliviana es de hablar suavito, pero eso no quiere decir sumisa”. Es inevitable pensar en el camino que habrá recorrido Reina Torres antes de embarcarse en estos proyectos, que incluyeron participar en un relevamiento sobre el acceso a derechos de las personas migrantes de la provincia de Buenos Aires, bajo la coordinación del Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del Mercosur (Ippdh). Reina trabajó desde la Universidad de Lanús, dirigida por Lilia Camacho. Hoy cursa una tecnicatura en Economía Social y Solidaria en la Universidad de Quilmes, por inquieta e insumisa. Es la cuñada de Marcelina Meneses, una mujer migrante a la que arrojaron junto con su bebé desde un tren a las vías del ferrocarril, en 2001. Ambos fallecieron tras la caída, nunca se identificó a los culpables y la empresa ferroviaria tardó mucho tiempo en hacerse cargo de la responsabilidad que le tocó en el hecho.
–Lo de Marcelina fue determinante en lo personal y en la caracterización que más tarde hice de la situación de las mujeres bolivianas en procesos migratorios, sus falencias, la precarización. Después, la investigación del Ippdh me abrió un panorama amplio, donde es evidente la feminización del movimiento, con mujeres en edades reproductivas de entre 15 y 49 años, y una tasa alta de fecundidad, que responde a maternidades planificadas o a una demanda relativa de métodos anticonceptivos.
–En muchos casos sí. Pero esa demanda por anticoncepción también tiene que ver con particularidades vinculadas a la cultura y a una relación entre géneros.
“Salud y migración internacional: mujeres bolivianas en la Argentina”, una investigación de la socióloga Marcela Cerrutti que forma parte de un proyecto encabezado por el Fondo de Población de Naciones Unidas (Unfpa), destaca, “por un lado, que el valor fundamental asociado a la feminidad es la función reproductiva; por el otro, que las mujeres tienen un escaso poder de autodeterminación”. Médicas y médicos encuestados para este trabajo en la ciudad de Buenos Aires y en Jujuy señalaron “las dificultades profundas con las que se encuentran los programas de salud reproductiva y procreación responsable a la hora de intentar ‘empoderar’ a las mujeres para que tengan mayor control y autonomía sobre sus propios cuerpos. Pero aunque es una tarea muy difícil debido a que puede trastrocar relaciones de género ancestrales, en algunos casos logran con éxito que la mujer pueda llevar a cabo su propia decisión”. Lo confirma el relato de una médica: “La semana pasada hicimos una ligadura tubaria en una paciente que tenía 11 hijos a los 34 años, y cuando le planteamos la posibilidad de ligarle las trompas ella me respondió que iba a hablar con su marido y después me iba a decir. Habló y dice que le dijo: ‘¡Estás loca!’. Entonces le digo: ‘Bueno, esto puede hacerse en cualquier momento’, y después la paciente volvió a decirme: ‘Yo me voy a ligar las trompas igual porque no quiero tener más hijos’”.
Reina avala esa versión y agrega que las mujeres deciden, pero a veces priorizan el trabajo, relegan la propia salud y se atienden “cuando no dan más. En el hospital de oncología Marie Curie, la mayoría de las mujeres de la comunidad boliviana van cuando el cáncer está muy avanzado. El maltrato hospitalario las desalienta o las atemoriza, y encima desconocen la nueva ley, ignoran que no deben exigirles un documento de identidad para ser atendidas”. En el mismo universo, la historia de los partos ocupa un sitio descolocado, que supera los cánones profesionales. En su texto, Cerrutti se mete en la entrañas de la previa a parir en un hospital porteño. “Nosotros somos de muy poco hablar, pero conocemos nuestro cuerpo. No es que pienso que voy a parir con dolor, entonces digo ‘háganme la cesárea porque este dolorcito no lo quiero’. Nosotros somos del otro lado: parir con dolor tiene un significado muy grande, es el binomio, que está muy junto, muy intrínseco entre madre e hijo. El parto natural es algo normal, que se tiene que dar porque se tiene que dar así, es parte de la naturaleza.” Y se arman estrategias: “Cuando ya estás por parir y te pasan el Pervinox y te dicen ‘te vamos a hacer un tajito’, nosotras decimos ‘bueno, sí, sí, doctora’, no decimos nada, vamos y parimos en el baño, como sabemos, una mano sostenida, una mano al bebé y parimos. Y bueno, eso también está tildado como ‘uy, estas bolivianas son animales, van y tienen sus bebés en el baño’.”
La psicóloga Kathya Díaz y la abogada Ivon Zárate son amigas y cómplices. Se prometieron, casi sin necesidad de mencionarlo, que nunca perderán su identidad de sangre para sostener con la misma rebeldía a otras que, como ellas, quieren hacer suya la ciudad. Son tan jóvenes que cuesta creerles los títulos y los buenos tumbos dados a los 22, 23 años que tienen ambas.
En la organización Yanapacuna, que conduce la abogada Zulema Montero –una lideresa con profunda trayectoria jurídica y reconocida militante de la Asamblea por los Derechos Humanos, en Bolivia–, brindan asistencia a mujeres y adolescentes víctimas de trata laboral y violencia doméstica, “para sacarles el estigma de la triple victimización por mujeres, explotadas y migrantes”. Se suman las persecuciones policiales o, por la contraria, la negativa a tomarles las denuncias. “Más que comprensión, necesitan aceptación”, remarca Díaz. “Me pongo en la piel de muchas mujeres de otras nacionalidades, como las paraguayas o las peruanas, determinadas a ciertos usos o trabajos, y no les permiten salir de eso. La discriminación es laboral, social y emocional, porque se genera una violencia psicológica que vulnera más y genera situaciones bastante complejas.”
Zárate reconoce que el peligro duerme en las decisiones que toman las más jóvenes. “Tienden a desidentificarse, a ser maleables. Son más vulnerables a cualquier situación. En la secundaria, las adolescentes tratan de mimetizarse con el resto para que las acepten. Muchas reniegan de su nacionalidad por evitar un maltrato o para que no las discriminen. Pero no les va a resultar porque siguen siendo bolivianas. En esa grieta, cualquier adolescente quedará atrapado en trabajos precarios por costumbre.” Emiliana precisa que las chicas sólo consiguen puestos de empleadas domésticas o en talleres textiles, mientras que los varones suelen trabajar como albañiles. “Malgastan en bailes, en lugares donde toman mucha cerveza. Están aquí solos, sin familias que los contengan. Pasan dos o tres años, no juntaron nada, forman parejas y tienen hijos.” Gilda es uno de los casos extremos. Cumplió los 17 cuando trabajaba en un taller de costura y era evidente que le hacía honor a la edad en cada risa tentada. “Pero los hombres no lo ven así. Dicen ‘esa chica está coqueteando, me está molestando’. Se la agarró el dueño, como les pasó a tantas otras: abusan de ellas y ellas acceden a ese abuso porque ven que el tipo tiene casa y auto. Después aparecen con niños, se dejan llevar por promesas falsas. Es muy difícil salir del abuso, sobre todo cuando lo consideran normal. Por ahí vienen de padres que han golpeado a las mamás, y piensan que ellas también deben vivir la vida que vivió su madre.”
Kathia Díaz vincula esa naturalización con un factor ancestral, “abigarrado en nuestra cultura boliviana, que es conservadora, patriarcal y machista. La identidad de la mujer gira en torno de esas cuestiones. Hay una tendencia a la sumisión, al maltrato corporalizado”. Los últimos indicadores del Instituto Nacional de Estadística de ese país y del viceministerio de Igualdad de Oportunidades señalan que nueve de cada diez mujeres sufren violencia intrafamiliar. A escala nacional, el 87 por ciento de las mujeres sufre algún tipo de violencia.
La celebración de la Pachamama el 1° de agosto, en la waka de Parque Avellaneda, es un encuentro simbólico de los pueblos originarios, donde se “siembra para cosechar respeto y estima por el buen vivir”. Allí manda el matriarcado desde las manos de las mujeres; van fundiendo en la tierra las flores con aguardiente, los humos del carbón que todo lo quema para volver a empezar. “Hay un sentido común en todo esto, y es pensar cómo he vivido y cómo quiero que vivan mis hijxs –observa Emiliana–. Es una cuestión de alegría identitaria que replicamos en cada ceremonia. Fijate vos, las mujeres estamos en el medio de todo eso, y no es casual, porque la contracara de arrastrar con la carga más pesada es nuestra esencia de sostenedoras. Qué duda cabe, el futuro es mujer.”
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