Viernes, 22 de agosto de 2014 | Hoy
LIBROS
La escritora y psicoanalista Laura Palacios presenta en sociedad El bolero. Canto a la felicidad clandestina (Leviatán), un apasionante discurrir por las bondades del género musical más comprometidamente romántico de todos los tiempos.
Por Guadalupe Treibel
Historias que bordan enamorados ávidos, ebrios de erotismo. Mieles del triunfo o hieles del fracaso pasional que cantan a menudo a la deidad tentadora que es la mujer, mientras invitan a reconstruir la fábula erótica con ese “tú” característico (¡y andrógino!). Literatura de emoción a flor de piel, arte moderno de amar en baile y música. O, en palabras de la escritora y psicoanalista Laura Palacios, “frases que tejen la cortina que se corre sobre la Felicidad del Paraíso... o la alfombra de espinas que viene al final”. He aquí algunas aproximaciones, acercamientos o definiciones acerca del género amatorio por excelencia: el bolero.
Con humor cómplice y erudición sin alardes, de esas aguas peligrosas bebe El bolero. Canto a la felicidad clandestina (Editorial Leviatán, 2014), la más reciente obra de LP, autora además de los imperdibles Hadas, una historia natural y Provincia de Buenos Aires. Miembro adherente de la Asociación Psicoanalítica Argentina y, por qué no decirlo, especialista en amorosidades, Palacios recorre etapas y vicisitudes de la vida del corazón iluminadas por el bolero, sin desatender las letras de las canciones, sus autores, las raíces discursivas y los/as intérpretes de esos temas fogosos y excesivos que han hecho (y hacen) florecer tantas pasiones. Tiene la palabra Laura Palacios...
¿Cuándo nace tu romance con este género literario-musical?
–Los boleros siempre me resultaron algo fascinante, parte del erotismo. ¡Esas letras! ¡Esas músicas! Cuando iba al boliche, solía haber un momento hacia el final de la noche a puro bolero, y que te sacase a bailar el chico que te gustaba era lo más. Mi debut fue con el maravilloso “Toda una vida”, en la voz de Cuco Sánchez; todavía me acuerdo: “Toda una vida me estaría contigo / no me importa en qué forma /ni cómo, ni dónde, pero junto a ti”.
–Sí que los hay. El bolero es un velo a la pasión bruta o a las pulsiones más fuertes. Dice con la mejor poesía que encuentra lo más cercano a la pasión, sin tomarte, sin toquetearte (a diferencia de la cumbia, que te saca hasta la bombacha...). Estas canciones están en las antípodas del “te hago de todo”: incurren en el decir amoroso poético dentro de lo popular. Ponen la palabra en el plano simbólico para sublimar; metaforizan los sentimientos crudos.
–“Cabalgata” está en el borde. Es metafórico y la música hace un crescendo, espejeando el clima sexual y la excitación. Está muy bien hecho, y la versión de Lucecita Benítez es excepcional. Mientras escribía este libro, comprendí que tenía un personaje: el enamorado del bolero. Yo hablaba de él, que está desbordado, a quien las palabras no le alcanzan, que –apoyado por la música y su capacidad poética– dice lo que no se animaría a decir de otra manera.
–Le habla a una, sí, sí; es para “ella”. El “tú” característico es un tú que le canta a alguien. Los temas más exitosos son los que consiguen decirle algo a alguien y, después, el inconsciente colectivo se encarga de dirigirlo singularmente.
–Totalmente. Incluso hay un tema que lo deja en claro, se llama “Este bolero es mío”: “Este bolero es mío, desde el comienzo al final / Qué importa quién lo haya hecho, es mi historia, y es real”.
–El bolero es según quién lo interprete: hombre, mujer, homosexual, heterosexual. Se presta totalmente. Cuando alguien canta “Tú me acostumbraste a todas esas cosas / y tú me enseñaste que son maravillosas”, no le está hablando a alguien que le enseñó a hacer bizcochuelos: le enseñó algo prohibido que ahora es suyo, que estaba dentro de sí pero aún no lo había descubierto. La ambigüedad se observa especialmente en los casos que hablan del amor imposible o secreto. Mi preferido de toda la vida es “Soy lo prohibido”; ahí está todo: “Te amo porque está prohibido y la prohibición exacerba lo que siento por vos”. Para mí, ése es el bolero. De todas maneras, los hay más ingenuos. Lo importante es que el corpus de todos los casos refiere a momentos de etapas de la vida amorosa: el flechazo, los celos, la separación, el imposible olvido, el “quiero volver”, el “te quiero matar pero no te mato”...
–Pienso que sí. Después de todo, este género musical florece en la oscuridad y si le da un rayo de sol, se seca, se acapulla, desaparece. Y que Dios me perdone, pero sólo debería ser cantado por la noche, porque ésa es su levadura. La canción amorosa es la exaltación de las sombras que cubren lo que uno siente. Me interesa especialmente el arrebato del deseo exacerbado por la clandestinidad, porque –psicoanalíticamente hablando– el deseo no surge sin prohibición. Lo que siembra su posibilidad es su existencia de ese límite. Por otra parte, existe la paradoja del “que nadie lo sepa, que nadie se entere”. Entonces está lo prohibido, que exacerba mi calentura y mi pasión, y además, la necesidad de cantarlo a grandes voces. Por eso la necesidad del bolero, que difunde. Al fin y al cabo, tal como plantea Roland Barthes, el amor necesita ser contado.
–La proclama amorosa es inevitable, sea al amigo, al confesor, al analista... Y el bolero es la vida regia para cantarle a ese amor singular. No sólo lo pasan por la radio, ¡encima te hacés famoso!
–Dice el poeta que el primer beso no se da con la boca, se da con la mirada; algo que también descubre Jacques Lacan. El incluye en la erogeneidad no sólo la boca, el falo o el ano, sino además el oído y la mirada. En la articulación del erotismo y la transformación del aparato psíquico, Lacan observa la importancia de lo auditivo y lo visual. El bolero vuelve todo el tiempo sobre la mirada; allí está la flecha.
–Eso lo pongo en el libro; es la eterna incógnita. Y luego: ¿por qué la mirada lastima? ¿Por qué en el flechazo amoroso hay dolor? Una pregunta que se escucha todo el tiempo, incluso en el tango. Ya en el primer encuentro, que es casi virtual, está presente el sufrimiento. “Tus ojos, como puñales, se me clavaron”, dice Agustín Lara. ¿Qué asociación hay con el rasgar o el pinchar, tan presente en todos los primeros encuentros amorosos?
–Bueno, no sé... Después de todo, ¡él tenía un ojito desviado! (se ríe). En esa apreciación, estaría la dimensión culposa y esto no pasa por lo moral. Es más pulsional, casi natural; no creo que incluya una terceridad. Entonces, la incógnita: por qué la herida, por qué la flecha. ¿Por qué duele? La obra de Marcel Proust es un monumento a ese sufrimiento, al paraíso perdido. Aunque, en verdad, los paraísos siempre están perdidos o no son paraísos. En el bolero, está muy marcado que en el rapto amoroso –que te paraliza, te deja planchada– se prenuncia algo: “Te vi y ya supe que esto iba a ser un infierno, pero igual juego el juego”. Es muy interesante la dramaturgia, la predestinación, el amor-pasión... Y aquí quisiera distinguir que una cosa es el amor con el que te vas a casar, tener una casita de fin de semana, y otra el amor-pasión, que arde, que termina mal porque es demasiado. Este último está en el bolero a rajatabla; es su reino. El “si me separo, me muero”, lo que Lacan llama “odioenamoración”, un lazo de amor-odio que, por una curva infinita de cinta de Moebius, termina en odio. Eso en el flechazo ya está prenunciado.
–Sí, y ése es otro universo en el que nos sumerge el bolero. “Me olvidé tu nombre”, arroja el tema de Raúl Rosado. Y otra canción ruega: “Odiame, por favor te lo pido. Porque sólo se odia lo querido”. El amor y el odio son tolerables, se amalgaman, pero a la indiferencia no hay con qué darle. No es casual que exista el dicho “lo maté con la indiferencia”.
–Sí. En los celos ya se perdió el maravilloso paraíso del uno para el otro, las dos gotas de agua, los dos corazones unidos y la media naranja. Igual, todavía está la dificultad para separarse, aunque también haya dificultad para pasarla bien. Como psicoanalista te digo que es el tema de diván. Haciendo este libro, que me llevó muchos años, me leí todo: volví a Ana Karenina, Madame Bovary, Proust; aprendí mucho acerca del amor. Y eso me ha servido profesionalmente. Te digo más: ¡cómo quisiera ser joven otra vez para aplicar todo lo que sé ahora! (se ríe). Porque hay muchas cosas que no están en los libros, están en los boleros.
–Al que no es celoso hay que dejarlo pasar... Porque sin celos no hay amor, no es posible. Lo podría argumentar teóricamente con la cuestión del narcisismo, del espejo de Lacan, pero –en el plano práctico– lo cierto es que los celos son constitutivos de la cuestión amorosa y, sin ellos, todo sería muy aburrido. Finalmente, está el paso siguiente, la tercera estación: la ruptura, cuando la relación se termina, las maneras de deshacerse del otro...
–Las hay, mil maneras y excusas. Las rupturas son muy vastas; dependen de la inspiración de cada una. Yo tomé dos formas nomás, para ejemplificar: “Es por tu bien, algún día me lo vas a agradecer”, y “Vete de mí, no te soporto más”. En este sentido, el bolero también es un instrumento que ayuda a poner en palabras. ¿Sabés la cantidad de veces que he escuchado a amigas llorar porque oyeron en la radio un tema que decía lo mismo que el novio les había dicho para largarlas? Ojo, lo mismo corre para las mujeres, que también largamos.
–Sí, sí. Y cuando el sujeto en femenino tiene la palabra, lo hace muy bien. Se te caen los calzones escuchando a Lucecita Benítez, Chavela Vargas, La Lupe u Olga Guillot... La mujer está muy a la altura de cantar y escribir boleros, aunque hayan sido pocas las que se dedicaron a letristas. Consuelo Velázquez, por ejemplo, que compuso “Bésame mucho” con sólo 16 años. Empero, me animaría a decir que el 99 por ciento de los autores son hombres.
–Claro. Ya nadie se acuerda de quién es tal o cual canción. Para enterarse, lo tiene que googlear. En general, lo que queda marcado, impreso en la cabeza del enamorado, es el intérprete. Todo el mundo se acuerda de Javier Solís o Cuco Sánchez, pero a nadie le importa quién escribió tal o cual tema. Eso ocurre porque está muy implicado lo emocional. Si algo te toca, si llega hasta donde tenía que llegar, si dijo lo que quería decir, ¿qué importa de quién son las palabras? Se cumple la ley de Michel Foucault cuando dice: “Un autor está muerto”.
–Absolutamente. Eso es lo que busca. El mejor bolero es aquel que dice lo que yo no me atrevo a decir, que habla por mí.
–Creo que es inmortal, y siempre resurge. Hasta Vicentico lo ha incorporado a su repertorio, y lo hace divino, à la façon façon. En las modas más inverosímiles de pronto aparece un bolero. Fijate el ejemplo que cito en el libro: Con ánimo de amar (2000), una película del hongkonés Wong Kar-wai, donde –de repente– la voz de Nat King Cole entona un bolero en terciopelo. ¿Sabía el público qué se estaba cantando? ¿Lo sabía él mismo?
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