OPINIóN
Blancos móviles (y secos)
› Por María Moreno
Qué medida tan popular ésta de la ley seca, que no funcionó ni con su madre, la norteamericana, durante cuya vigencia no se iniciaron los AA sino que aumentaron las mezclas matacaballos a precios exorbitantes, los garitos con rubias como propina, el clima de los buenos cuentos cortos y los trabajos de Eliott Ness. Más de la mitad de la población dice que la porteña no se cumplirá. Los dueños de los quioscos, por eso de matar al mensajero, temen que empiecen a fajarlos como si fueran victimarios y no víctimas. Los de las estaciones de servicio sonríen, tapan con sus cuerpos los cargadores de nafta y muestran las mesitas rígidas y las cocinitas para hamburguesas y panchos que los ameritan como bares: esos lugares históricos donde a principios de siglo y al compás de la era industrial los obreros se organizaban y los revolucionarios tramaban sus acciones -Trotsky en el café central de Viena, por ejemplo– casi nunca acompañados por té con canela o limonada fresca. Será por eso que la acepción más pedestre del Estado de sitio es prohibir que los hombres se junten o que salgan a la calle porque nadie sale a la calle sino es para ir hacia otro. ¿Alguien se opondrá a la desaparición del 24 horas etilizante justamente cuando pasan las 24 o un poco antes porque ya nadie es Cenicienta? Sin embargo, en la cuadra de boca de lobo por donde la que perdió el colectivo avanza taconeando fuerte para darse ánimo, al borde del trazado villero cuyo tope es el asfalto que con su altura marca su diferencia en una modesta simbólica vial, en la frontera de la disco donde la música en vivo sube el precio de la cerveza criolla, el 24 horas funciona como la luz hogareña, un ecosistema formado por un intercambio comercial que incluye la tregua, el cruce de favores y la protección a horario. En el ocio de sentado o apoyado en la pared, los pibes chorros hacen la guardia de cuerpo de aquel que bien podría ser una presa... El teléfono público acerca la familia lejana poniendo un límite imaginario a la gresca en asociación con la luz que siempre tuvo una historia un poco botona, aunque simbolice tanto el genio de Edison cuando se le prendió doblemente la lamparita como a la razón volviendo a la mente del loco furioso (será por eso que en Palermo, a veces en casas bastante ratonas, la luz que se enciende súbitamente al paso del transeúnte pretende intimidar en sí, apelando a una memoria espontánea tramada ya desde los cuentos infantiles donde la oscuridad es siempre el fashion del mal). En el quiosco, la vereda, devenida diván colectivo, es la pertenencia de ocasión que se opone al colchón en una celda de Caseros, permite aun en la situación del refundido ir a inventar una identidad, lejos de la pensión que hacina a la familia o del departamento donde a la estética personal se la llama vagancia. En el Londres del siglo XIX, la clase de los bebedores se separaba también territorialmente y en la forma de los despachos. En los barrios populosos, de donde Dickens pescaba sus personajes, había muchas tabernas y pocas licorerías. Este último negocio suponía en otra parte la existencia de un lugar adonde se deseaba volver y probablemente invitar o regalar, privilegios de una burguesía que sólo llamaba borrachos a los otros. En los barrios de clase media, las tabernas se espaciaban, eran como un resto cultural que concentraba a los servidores, deshollinadores y choferes, mientras que abundaban las licorerías. Pero había una excepción, en el Strand, barrio de oficinas, había muchas tabernas, pero diurnas. Constituían una modesta extensión al alimento de la fuerza del trabajo burocrático. Richard Sennet, en su libro El declive del hombre público,opone la taberna al regreso del trabajo (merecida) a la que permite huir del hogar que era considerada decadente. El quiosco argentino como punto de reunión y no de gadget de placer al paso –cigarrillos, petacas, sánguches de milanesa– hacia cualquier forma de techo familiar parece ser un resto de aquélla, sólo que bien puede no haber hogar sino pensión, umbral o asentamiento. Mientras recupera la pulpería adonde también paraban los que ya no tenían sitio en el último grito de la moda de la idea de una Buenos Aires moderna y decente, pero también la esquina, donde en décadas anteriores, y cuando los vigilantes se asociaban más a la garita que al gatillo fácil, el esquenún, ya fuera un echado de la pensión o un despedido de Vasena, siempre era sospechado de estar haciendo de campana o planeando un cuento del tío y no de acechar el paso de una mucama con aspecto de chica de la revista Rico Tipo.
Nadie es tan ingenuo para suponer que el sofisticado Beliz, un muchacho bien formado (de conocimientos) y con aspecto de producir por lo menos tres papers por año para una universidad del primer mundo, crea en esa bola de nieve causal entre alcohol y violencia. Y cualquier mujer golpeada o abusada, si no utiliza la monserga de la víctima pasiva, sabe que ofrecerle mimosamente la copa del estribo al marido borracho y ya gatillado para cualquier cosa le producirá el sopor postrante que le dé una tregua. La Lic. Silvia Chejter puede dar fe porque escuchó testimonios de algunos grupos de mujeres de la Puna jujeña.
Sin ser químicos o psiquiatras, es fácil concluir que la cerveza -paradigma de lo que la ley seca blanda llama alcohol y ahora disociada de los chistes sobre Franz y Fritz para parecer más criolla que el revuelto Gramajo– lleva más a menudo al baño o a mojar la vereda que a mantener los reflejos en un acto de violencia. La mezcla es otra cosa. Con pasta base o cemento de bolsita. Pero de eso no se está hablando. Lookeamos, eso sí, con algún proyecto para despenalizar el uso de la marihuana, algo que todavía puede marcar su nivel: depende del barrio, del dealer y del origen. Entonces se trata de la pregunta de siempre: ¿de quién es la calle y quiénes tienen derecho a detenerse en ella? La expresión “tribus nómades” acuñada por los intelectuales marcados por la yerra francesa merecería la traducción de “blancos móviles”. Ma’ que Deleuze y Guatari definiendo máquinas deseantes que se escabullen del dispositivo edípico para diseminarse en fluidos no formateados: imágenes donde un pantalón a medias hasta sobre borcegos sin cordones, un tatuaje tumbero aunque no tenga los cinco puntos antiyuta sino la cara de la pata Margarita, el peinado rasta y la gorrita para atrás se vuelven fusilables hasta que la imagen se hace carne y la carne aparece muerta. Eso son los pibes de los quioscos: blancos móviles. La solución no es evitar el gatillo fácil sino sacar los blancos de la vista.
El ruido, el escándalo, la violencia, son las palabras cotidianas con que se argumenta una presencia pactada con la complicidad del Estado como indeseable. La ley seca llama al silencio. Pero, como también ha pensado Richard Sennet, el silencio es orden porque el silencio es la ausencia de interacción social. Y en ésta siempre habrá una potencialidad organizativa. Por eso durante los comienzos de la era industrial, cuando los obreros mentían al patrón diciendo que se iban a la taberna a boire un litre para disimular que iban a tramar su organización, las tabernas consideradas peligrosas eran aquellas donde ellos no se emborrachaban sino que estaban sobrios, furiosos y conversando. Es que la conversación, aunque sea entre sumergidos sociales, es subversiva porque familiariza lo temible, argumenta diferencias, revela lo común de los enemigos, cala sin objetivo, difiere el estallido de la violencia. Así en el quiosco.