Viernes, 29 de agosto de 2014 | Hoy
VIOLENCIAS
A los 19 años, Florencia Mansilla fue a atenderse a la guardia del Hospital Italiano por una infección urinaria y terminó en una camilla, víctima de una inspección dolorosa e invasiva. Ella denuncia que fue abusada sexualmente por el médico que la atendió, que más tarde fue despedido, aunque la causa judicial no avanza. Sin embargo, la percepción de maltratos y manoseos en consultorios médicos es cada vez más alta.
Por Luciana Peker
En junio del 2010 Florencia Mansilla tenía 19 años. Y un síntoma que se le repetía, con dolores y molestias ya conocidas: una infección urinaria. Decidió ir a la guardia de su servicio de salud, el Hospital Italiano, en busca de una receta para empezar un tratamiento. Nada que le gustara, pero nada que no conociera. Ya sabía cómo era el camino para que el cuerpo que le crujía volviera a transitar sin una incomodidad constante. La atendió un médico clínico especialista en psiquiatría –del que se reserva la identidad por la vía judicial de la causa–, que la mandó a hacerse un análisis de orina y le dijo que volviera en una semana a la guardia para ver el resultado.
Ella cumplió. A la semana él la atendió y le preguntó por su actividad sexual. Casi siempre las preguntas incomodan. Pero esquivarlas no está en el manual de las buenas pacientes. Ella pensó que era uno de esos multiple-choice del sexo seguro y mejor pasarlos a esquivarlos. Si usaba preservativo era una pregunta cantada. Pero la desencajó más que le preguntara si tenía novio o prefería las relaciones ocasionales. Y más, más sobre cómo tenía sexo. Las preguntas escalaban por fuera del cuadro infeccioso. Ella las sentía raras. Sin embargo, no había nada que se saliera del molde de la sutileza. El le dijo que la iba a revisar. No le pareció extraño porque era una consulta médica. Pero sí la alertó que él cerró la puerta con llave, se fijó si había alguien en el patio y, en pos de mayor hermetismo, bajó la persiana. Florencia intuyó que quería esconder algo que no correspondía y le dieron ganas de levantarse. Pero la obediencia racional a ser revisada por el que sabe le ganó la partida, como suele ganarles la partida a las mujeres educadas para no dejarse domar por sus emociones y sedarse para ser curadas. No se sentía cómoda, pero la verdad es que quién se siente cómoda en una revisación ginecológica con las piernas montadas en un caballo que no trota, el ardor en primer plano y siempre el reto pujante de acercar más, un poco más, la cola al precipicio de la camilla con papel descartable.
–Dale, no pasa nada, bancátela –pensó ella para darse coraje y ahogar el fulgor de la fuga. Ella creía en los médicos. Por eso estaba ahí. Para ser curada por los que saben. Y hacer lo que dicen. Le dijo que se acostara en la camilla y se acostó. Le pidió que se desnudara. Y ella retaceó la directiva. Se sacó las calzas. Pero nada de arriba. El no le pasó ni una bata.
–Yo sentí que me estaba masturbando. Me empezó a meter la mano casi entera adentro mío con el guante y preguntándome si me dolía y él seguía y seguía. Me lastimó físicamente. Después me hablaba y me hablaba. Me daba consejos. Yo sólo me quería ir y que abriera la puerta, y él me retenía. Sentía la perversión de no dejarme ir y encuadrar lo ilegal en una revisación médica que no tendría que haber ocurrido –relata Florencia, con una escena que rearmó en su mente miles de veces después de sentir que esa revisación la despojó, por mucho tiempo, del control sobre su vida. Pero la denuncia sobre el acoso médico es difícil cuando sucede entre cuatro paredes –como casi todas las formas de violencia de género– y se enfrenta contra corporaciones que prefieren esconder las responsabilidades fatto in casa. Las/12 consultó en reiteradas oportunidades a autoridades del Hospital Italiano, que respondieron que prefieren no responder ni hacer declaraciones.
Florencia, ahora, tiene 23 años, ojos color café enormes como su horizonte. Una belleza serena y plantada, como la decisión de recuperar su deseo sobre su cuerpo. Por mucho tiempo, a partir del agobio, se escondió para que nadie notara que era bella, que era mujer, que era morocha, que era deseable. Intentó volver invisible su cuerpo y sufrió anorexia nerviosa. No tenía apetito. Y le daba miedo que la ropa marcara sus formas. “Quería demostrar que era inocente”, enmarca. Ya no. La inocencia puede ser una bendición filosa. Hablar es una forma de marcar el límite y sacar la culpa por haber aceptado ser revisada. El deseo de futuro vuelve con su sueño de cocinera recién recibida en el Instituto Argentino de Gastronomía, su trajín en el trabajo como camarera y su carrera de filosofía en la UBA.
–Todo ese manoseo no era para nada necesario para una infección urinaria. Yo me fui con una sensación horrible y entendí después que fue un abuso.
–No lo podía olvidar. La primera versión de mi mamá y de muchas personas fue que a nadie le gusta que la revisen. Me decían “por ahí estabas medio sensible y flasheaste”.
Yo sé que el escrache implica también escracharme a mí y que voy a ser la primera cuestionada, porque en la clase media se cree que esto no pasa o que estás más protegida. En el Hospital Italiano me dijeron que lo echaron, un año después, en el 2011, por mis quejas y por otras más, pero que me cuidara porque es mi palabra contra la suya. Les escribí una carta y ofrecieron costear el tratamiento con un psicólogo. Pero yo no confío en la institución. La salud no es sólo darte la pastilla, ponerte el yeso, sacarte la gripe, sino respetarte como persona y remediar si algo sucedió. Y el médico sigue teniendo matrícula.
–La reacción inmediata es la negación. Mi novio primero me dijo que lo iba a cagar a trompadas. Y después me cuestionaba “porque no lo paraste”, con la cultura de la culpa, como si yo fuese una perversa por no haberme defendido. Hasta que no quiso hablar más del tema. Le chocó mucho en su ego, le hacía mal no haber podido hacer nada, pero como si fuera que ensuciaron su vaso y que tomaron su propiedad. Esto destruyó su proyecto conmigo y nos terminamos separando.
Florencia llora. Las lágrimas enjugan las palabras. El silencio húmedo se volvió un desliz cotidiano desde hace tres años para ella. Por eso pide no parar. “Yo también me cuestioné y me castigué mucho. Ya no me estaba queriendo o cuidando a mí misma. A diferencia de una violación, no tenía la certeza. Mi certeza era la sensación horrible. Pero ahora decidí hablar porque para que esto sirva de algo tengo que tener voz. Sé que esto me anuló durante mucho tiempo, pero que ahora voy a tener fuerzas para todo lo que me proponga.”
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