Viernes, 24 de octubre de 2014 | Hoy
RESCATES
Anacaona (1474-1503)
Por Marisa Avigliano
Nefertiti taína, Pocahontas sin Disney, figurita troquelada en viejas revistas escolares, desnuda a los pies de Cristóbal Colón en una plaza de Lima. ¿Cuál otra estampa mentirá sobre ella? ¿Qué rictus esteticista guardará la verdad de la guerrera que le creyó a Colón hasta que se dio cuenta? ¿Qué novela romántica recreará el triángulo amoroso entre la mujer virgen, el conquistador y el cacique? Cuando el genovés desembarcó en campos de naranjos, en tierra Quisqueya, Haití, la cacica –heredó el título cuando murió su hermano Bohechío– no lo atacó, “le dio con flores tropicales en el pelo la bienvenida encandilada por la piel de los navegantes europeos”, como les gusta decir a los cronistas con discurso colonial. El hechizo táctil duró un suspiro; el saqueo brutal, la esclavitud a la que los sometieron y las vejaciones con las que los hombres de Cristóbal regaron la isla desencantaron –si en verdad hubo un segundo de encanto– a la matriarca pacifista, quien planeó junto al jefe Caonabo, su marido, la sublevación justa. La confiada Flor de Oro, la mujer con tesoro escondido, imagen de los bienes espirituales e iluminación suprema (el nombre arawako de Anacaona), que recitaba poemas y componía areitos, bailes cantados en noches de celebración, se defendía ahora de los asesinos desembarcados –los pocos que quedaban en el fuerte colombino porque muchos se destripaban y se robaban lo robado entre ellos–. El cacicazgo al mando de Caonabo mató a los violadores y quemó el fuerte. Tierra yerma para recibir al Colón del segundo viaje. Cuando la persecución fue causa preferente del almirante, Caonabo abandonó soberanías y se escondió en la isla pero fue capturado. Mientras viajaba encadenado a su destierro español, lo tiraron al mar, nadie supo decir en verdad si estaba vivo o muerto. Anacaona, “india de raza cautiva/de raza noble y abatida/(...) oí la voz de tu angustiado corazón/tu libertad nunca llegó”, como dice la canción, huyó a la región de Xaragua –libre por aquel entonces del dominio español– para reunir y reorganizar fuerzas. La población originaria era cada vez menor, la conquista, colonia rupestre de rufianes, devastaba la vida en las Antillas a pasos precipitados. En 1502 la corona española embarcó al capitán Nicolás de Ovando y Cáceres al mando de dos mil quinientos hombres para conquistar Xaragua. La conquista olía a masacre. Un supuesto banquete confundió razones celebratorias para que Anacaona y sus jefes cayeran en la emboscada. La matanza estaba servida. Sólo algunos pocos lograron escapar del incendio y salvar a Anacaona y a Higüemota, su hija. (Cuentan que también escaparon de las llamas el pequeño Guarocuya –Enriquillo–, más tarde un protegido de Fray Bartolomé de las Casas y el cacique Hatuey, “el primer rebelde de América”, capturado y quemado en la hoguera en 1512.) Cuando Ovando supo que la cacica emblema no había sido destrozada en la aniquilación, organizó una cacería nueva. Fue torturada, violada y ahorcada en público. La lección de espanto y conquista sobre las vísceras de una mujer mutilada no impidieron que el cuerpo de la cacica muerta colgada a la vista de todos, carne entre los dientes para las alimañas y el tiempo, se convirtiera en leyenda, un transporte único para quienes ya no viajan en historias deliberadamente mal contadas con profética exactitud.
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