Sábado, 8 de noviembre de 2014 | Hoy
ARTE
La artista plástica norteamericana Aleah Chapin retrata mujeres desnudas atravesando la barrera de los sesenta con ternura y apasionamiento, en una muestra que finaliza mañana. Repelentes y grotescas para muchos, las pinturas hiperrealistas sobre lienzos gigantes ejercen sin embargo un efecto de fascinación y advierten a quienes las observan que las llamadas viejas no son el residuo tóxico de este mundo.
Por Roxana Sandá
Una vieja cruza la calle corriendo, bajo la lluvia. Se detiene en seco frente a la Flowers Gallery de Londres. Lo que está viendo la paraliza: imágenes de mujeres tan ancianas como ella, jugando desnudas en el pasto. En un acto reflejo la vieja se toca, se lleva las manos al cuello para constatar que las solapas del sacón siguen ahí. Se ve replicada en esas tetas caídas, punto cúlmine de caras y cuellos arrugados. Se reconoce en las manchas de la piel, en las manos huesudas, en los vientres destonificados, sostenidos por un enredo de piernas flácidas que –he aquí la sorpresa– ¡gozan como niñas de ese juego!
Del disfrute de estos cuerpos y de una serenidad que incomoda a quienes se acercan a esa muestra que concluye mañana está hecha la obra Maiden, mother, child and crone, de Aleah Chapin, artista revelación de 28 años, devota seguidora de tías y abuelas propias y ajenas a quienes decidió llevar al altar hiperrealista de la plástica para recordarle al mundo, sin proponérselo dirá, que las viejas serán viejas pero no son los residuos tóxicos de esta modernidad.
“La mayoría de las mujeres tienen problemas y no soy inmune a eso. Se nos dice que nuestros cuerpos deben tener cierta altura, cierto tamaño y un peso determinado”, reflexiona Chapin en una entrevista para The Telegraph. “Las imágenes que vemos son completamente irreales, muy photoshoppeadas. Lo sabemos cuando las vemos en las revistas y, sin embargo, todavía las comparamos. Es por eso que necesitamos producir imágenes que muestren todo tipo de cuerpos, para que podamos aceptar cada tamaño y forma.”
Pocas veces las muestras de la Flowers Gallery generaron tanto escándalo. La crítica y el público local, que alaban no sin cierta frivolidad el talento de una nativa de Seattle con residencia en Nueva York, se preguntan lo que probablemente sus ojos no se bancan. “¿Hay necesidad de que sean gigantografías y que además parezcan cuerpos extraídos de una foto?” El rechazo tiene envase de origen y data de 2012, cuando Aleah ganó el BP Portrait Award de Londres por Auntie, un desnudo a gran escala de una amiga de la familia, y el crítico Brian Sewell, agitadísimo, calificó la obra de “registro repelente y grotesco”. Claro está, ninguna de esas pieles sería motivo de lujuria en, por ejemplo, alguna escena de El silencio de los inocentes. A los Hannibal Lecter del arte contemporáneo les gusta canibalizar sobre otros platos. ¿Qué vio Sewell en esas figuras pinceladas casi en sepia como para causarle tanta repulsión? Podría sospecharse de un sentimiento básico, “por siempre joven”, aun de otro más espeso, “nadie quiere morirse aquí”. La ecuación fóbica que subyace es reemplazar años por vitalidad. Si se le otorgara vidriera a la vejez, todos los estereotipos se irían por las cloacas. Y, precisamente, si hay algo que Chapin obsequia a sus mujeres mayores, es consistencia, voluptuosidad y poder.
“Esa chica”, como repite Sewell cada vez que se la nombran, vino a agitar el avispero en un mundo que desprecia a los viejos, que los mata para robarles, que los agrede puertas adentro de sus casas o los discrimina en la calle. Aparte, nadie quiere verse ni de refilón en ciertos espejos. Ser mayor (¿mayor que qué?) no es sinónimo de final, pero cómo explicárselo a una sociedad narcotizada por tanta aparatología, tanto químico invasivo que levanta, comprime y estira, tanto elogio absurdo de la energía mental y física. Ese no pare, sigue, sigue, de veteranos hurgueteando como moscas en cuerpos veinteañeros. Quién no recuerda la pasada hiperkinética de Violetta en un desfile de Benito Fernández o la invasión de selfies anoréxicas que emiten “las chicas de la tele”. Siempre será preferible un hecho joven aunque huela a enfermo antes que la visión de una mujer floja de nalgas, sin intenciones de desafiar la ley de gravedad.
Roland Barthes escribe resignado en un ensayo sobre un libro de Chateaubriand que “hoy día es el niño el que emociona, el adolescente el que seduce, que inquieta; no hay más una imagen del anciano, no hay más una filosofía de la vejez tal vez porque el anciano es indeseable”. Chapin intenta remar contra esa corriente y aunque sabe que a los cuerpos retratados les cruje cada articulación o los delatan las pisadas defectuosas, desafía las convenciones sociales desde un Big Bang personal y apasionado que se disparó hace dos años, cuando decidió investigar humanidades de la franja 60-70, “porque el cuerpo femenino es algo increíble para pintar”.
“Auntie”, esa tía postiza que posibilitó la obtención del Portrait Award, fue la presencia iniciática de un hecho que terminó siendo “extremadamente importante”. La mujer conocía a la madre de la artista antes de que ésta viniera al mundo. Hubo mucha tela para cortar en ese trío de mujeres que transformaron el ida y vuelta generacional en una usina de vivencias y dolores compartidos. No es caprichosa la observación de Aleah cuando le piden definiciones y concluye que “su cuerpo es un mapa de su viaje por la vida. En ella veo la personificación de la fuerza a través de una presencia que parece desprotegida”.
Es que la vuelta de tuerca rotunda e inesperada luego de retratar a esa tía-hermana-amiga fue el descubrimiento de un catálogo de expectativas culturales, bastante miserables, por cierto, acerca de cómo debe envejecerse y cuándo apartarse de un sistema cotidiano que básicamente detesta a las “mujeres mayores”. Ahora trabaja para derribar mitos y estereotipos; busca convencer de que el envejecimiento no es una suerte de acrobacia peligrosa para el corazón ni un precipicio que se cruza a fuerza de humillaciones, como proclamaba Silvina Ocampo, una de las viejas menos desvalidas de este mundo. La artista es inmune a esas distorsiones históricas. Es una suerte de militante en busca de “encontrar la belleza en toda imperfección”.
Mientras tanto, “las mujeres jóvenes todavía están tratando de encajar. Creo que cuando te hacés mayor todo te importa menos, y eso no es algo negativo”. En un mundo que no quiere preguntarse nada y sólo accede a constatar la tersura de su propio ombligo, se torna sin duda repulsivo aceptar la existencia de pechos que llegan al vientre o de piernas varicosas que podrían quebrarse como escarbadientes. “Ya no siento que soy la única que tiene problemas con el cuerpo. He aprendido que todos tenemos inseguridades.”
Acaso los retratos de Chapin tengan un borde de inquietud densa, pero son fascinantes. Porque se apartan sin sutilezas de una cultura que ensalza la juventud como valor supremo; las mujeres que allí se ven no padecen inhibiciones. Se ríen, lloran y trasuntan sabiduría. Aquí la madurez emocional no está devaluada ni se interpreta como sinónimo de declive. Se las ve envejecer con naturalidad, no parecen librar una patética resistencia al paso del tiempo. Por el contrario, aparecen más jóvenes que cualquier “chica it”. Resulta que los años ganados no son batallas perdidas. Más que de pasado, esas manos que se abrazan, se sujetan, se toquetean o reposan sobre los muslos hablan de un presente glorioso.
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