VISTO Y LEíDO
El country de los milagros, la novela de Alicia Digón que narra en masculino el mundo de la transa con un realismo que se troca en relato alucinado de una tarde de calor entre cervezas y pegamento.
› Por Alejandra Varela
Existe una sonoridad, una cadencia, que dialoga con distintas formas de la literatura. Resuena levemente la voz de Washington Cucurto y sus personajes sexuales y dislocados, pero Alicia Digón parece contener un poco ese tono del conurbano, esa tentación de la cumbia y la palabra cruda para buscar en la realidad recargada una estética que surja de la particularidad misma de lxs personajes.
En esos comportamientos guiados por el olor del dinero, por ese mundo cerrado donde los dueños no son muy diferentes de los personajes desclasados que los sirven y consienten mientras el odio los adormece en una variedad de fantasías, encuentra su poética El country de los milagros. La novela no se ciñe a desandar los caminos de la trama, a construir una acción desde el desarrollo realista de las situaciones. Juega con el cambio de fortuna casi mágico que experimentan los adolescentes paupérrimos de una villa, al entrar en el mundillo rancio de la transa con los verdaderos patrones del delito.
La muerte accidental del Naza, que podría funcionar como tragedia o como el decálogo de una literatura de denuncia, es aquí un dato más que se anuda al modo en que el dolor, el lugar extremo en el que el cuerpo joven se ofrece al comercio y al sacrificio, es vivido con total banalidad en ese universo de matones donde los chicos pasan del paco a conducir una Hilux por obra y gracia del Tío y sus secuaces, que los trituran en pequeños sicarios, figuritas porno de nueve años, ejércitos de niños muertos de hambre que algún día terminarán aterrándolos.
La repetición empieza a funcionar como maraña, recurso de escritura que obliga a pasar por la misma escena para notar que la narradora no lo ha dicho todo en la primera impresión, que los personajes, en apariencia mansos, entregados a su destino, empiezan a construir maquinaciones secretas. Su proximidad con el dinero los empuja a la consistencia y seguridad, a un ínfimo lugar en el mundo para sostener una entidad, un ser, al descubrirse como mercancía. Esa era la música de los años noventa y en ese ritmo la voluntad noble de la psicóloga que intenta comprender a los jóvenes desde el gabinete de la escuela suena deslucida, débil frente a la fogosidad de un country que se parece demasiado a una villa de lujo, al festín de los desclasados cuando logran por fin apoderarse del botín y vivir su carnaval sin puertas ni techos protectores. Frescos y salvajes tienen sexo entre los jazmines, en las piletas, ante la mirada de una sirvienta de su misma clase.
La rabia no se traduce al lenguaje político. La chica atada a la cama, desvirgada por el patrón, se convierte en amante fastuosa. Desplaza su lugar de víctima para hacer uso de los beneficios que le otorga haber negociado con su explotador. El bienestar relega a la lucha pero se incrusta como el ojo enemigo, como la amenaza pegadita al cuerpo del que manda.
La mujer es caracterizada desde el idioma masculino, la narradora se deja ganar por ese lenguaje que hace del deseo una agresión. La palabra puta convierte a lo insondable de lo femenino en una mancha que salpica el cuerpo virgen.
Así como Cucurto hacía de su excursión a los bajos fondos una suerte de festividad desprovista de toda lectura política, una exposición curiosa de formas de vida que bajo su pluma se convertían en una versión moderna del grotesco, Digón se vale del estereotipo, de la palabra brutal, para articular un collage de situaciones que provoquen su propia contradicción. Esas fisuras donde un mundo, en apariencia clausurado, pueda empezar a mutar en otra cosa. Donde la rebelión es tan imperceptible e interna que todavía no puede notarse, que no llega a ser atrapada por el orden de la narración.
El country de los milagros - Alicia Digón - Editorial Wu Wei
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