Vie 21.11.2014
las12

IN CORPORE

Los juegos del hambre

Las dietas restrictivas son un fracaso para bajar de peso, según una publicación científica especializada en cardiología, y una forma de violencia de género para una óptica que propone nuevos hábitos alimentarios y permiso para el placer. El sometimiento al hambre genera más exclusión, obesidad y discriminación. La muerte de una mujer en una cápsula térmica en Nordelta como efecto concreto de la represión que el modelo único de belleza ejerce sobre los cuerpos.

› Por Luciana Peker

Sacar la cabeza afuera de una tumba para seres (¿seras?) vivos (¿vivas?) y exhalar aire caliente. Levantar la cola en un calor climatizado para arder en el show de la previa a entrar en los sinónimos zoológicos de gata, perra, loba o potra. Mover los bracitos para que no se vean los colgajitos en el strapless mientras se cogotea para lograr capturar un poco de aire fresco. Y entregarse entera a los abdominales aggiornados al pack individual de calentamiento global para que las mujeres justifiquen la independencia femenina con cuerpos modeladamente hot. Las cápsulas térmicas pueden ser un medio de transporte en el viaje de las mujeres a su propia luna, en donde casi nunca se llega a estar suficientemente liviana para no sentir la gravedad del ser. O una muestra de la cama en donde acostaron en el siglo XXI a la feminidad rebelada al encierro doméstico, la clausura sexual y la censura política: el sufrimiento por el espejo espejado por un modelo único de cuerpo perfecto.

No es que el escote de Sofía Loren, los muslos despejados por el viento de Marilyn Monroe o los pechos de Isabel Sarli pasaron de moda y ellas ya no podrían ser ellas sino sus moldes tajeados por los puntos infinitos de los cirujanos plásticos. Tampoco Twiggy podría quebrar sus delgadas e infinitas piernas en minifalda sin sentir que le falta algo por encima de la cintura. No se trata, siquiera, de una moda de época. La imagen no es la perfección (mujeres delgadas pero pulposas: con lolas, panza chata y culo levantado, sin arrugas ni rollitos) sino la pesada carga de la imperfección permanente para quien las mira y pretende –o pretenden de ella– que encaje en el molde que sólo da frustración.

Luciana Salazar pesa 43 kilos y su delgadez extrema no se nota porque sus tetas siguen tan frías, enormes e imponentes como su boca en pose de chuick. No es un modelo a seguir, pero es el modelo que en televisión habla en nombre de las mujeres y es colocado como la modelo de mujer que puede sumarle puntos a un político que no quiera bailar con el resultado más feo. La Salarización de los mandatos sobre la belleza femenina se expande sin muchas más vacunas que formar nuevas redes y sugerir otras miradas contra estas formas de violencia consentidas y naturalizadas.

No es sólo el calor extremo. También se replican como si fueran nuevos parripollos los centros que ofrecen ondas rusas que son picanitas con electricidad para la cola, las piernas o el vientre y ofrecen media hora de electrocutación moderada y pasiva a cambio de un poco de tensión. El rojo inofensivo y pasional del esmaltado de manos es una reliquia de una belleza sin dolor. Ahora se replica la estética del sufrimiento, aunque sea en dosis y a pedido.

El calor también aflora hasta el desmayo en los cuerpos que se envuelven en toallas maniatadas por cinturones para que las grasas paguen con sus propias lágrimas de sudor por todo el exceso de equipaje. Sin primaveras a la vista, el frío puede ofrecer disparar tiros para reducir las grasas con la criolipólisis para reducir adiposidades localizadas. O los pinchazos (sin rechazo) para estirar arrugas –o despedirse de las expresiones de risa o preocupación– con bótox o acido hialurónico. A las que ponen mala cara (si quedan caras que puedan poner malas caras) se las puede convidar con un yeso helado sobre la panza, con botas que expriman todo el líquido retenido hasta el dedo gordo del pie o inyecciones que devoren las venitas azules a cambio de más espinas corporales.

Si la oferta hizo caer el alma se puede levantar la cola, con rellenos tan dudosos y nocivos como el metilmetacrilato que le pusieron a Silvina Luna que terminó internada en el Hospital Italiano con un agudo problema renal. Pero no se trata de tratamientos para chicas que quieren tomar la tele por asalto. El mandato es masivo. Y, es también, un nuevo modo de capitalismo estético que domina en todas las clases sociales y capta la billetera y a veces la vida o la salud de las mujeres de las clases más altas. El 12 de noviembre Marcela Laviero, de 49 años, habitante del barrio El Palmar de Nordelta, murió de dos paros cardiorrespiratorios, en Figurella, mientras hacía ejercicios en una cápsula térmica a 37 grados.

La médica clínica Alejandra Peredo, especialista en medicina estética, advierte: “Antes de comenzar un programa de actividad física es indispensable tener el apto dado por un cardiólogo o un clínico con un examen exhaustivo”. Y explica: “En las cápsulas térmicas, por el calor, se pierde agua, sodio y otros electrolitos a través de la transpiración profusa. Esa pérdida de peso es inmediatamente recuperada al tomar líquido, por lo que no generan un adelgazamiento real”. También la médica Mónica Katz, especialista en nutrición y mentora del movimiento No Dieta, advierte: “Realizar ejercicio en un ambiente cálido expone al organismo a un nivel máximo de stress térmico que es complicado de manejar en personas sanas y si hay factores de riesgo el peligro aumenta enormemente. El cuerpo no puede regular la temperatura central generada y debe ajustar el aparato cardiovascular”.

La meta de llegar –flaca– al verano no es una carrera para superarse, disfrutar o desafiarse. “Cuando se acerca el verano, las mujeres (y cada vez más los hombres) entran en la carrera desesperada por el adelgazamiento. La idea es, entonces, conseguir rápido tener varios talles menos. La primera cosa es decidir si realmente esos talles (o kilos o centímetros) están de más o si se está obedeciendo a un modelo imposible de cumplir y de sostener. Los meses de dieta desaforada y gimnasia descontrolada se vuelven un infierno, la mayoría de las veces no se cumple el objetivo y no se disfruta de nada. Las imágenes de los medios, los talles de la ropa, la mirada sesgada pretenden imponer un modelo de cuerpo que no es el propio y que conduce a la frustración permanente. Hay un modelo posible de belleza en cada persona (que no implica abandono), el desafío es descubrirlo y trabajar para conseguir ser la mejor versión de una misma”, propone Peredo.

Por su lado, Katz considera que quitar toda posibilidad de chocolate al paladar femenino también es una forma de violencia de género. “Se genera una violenta presión para que las mujeres tengan que modelar su cuerpo, acomodarse a la demanda dictatorial de la cultura arrastrándola a someterse a hambre, privación hedónica y cirugías innecesarias sin escapatoria ni elección.”

Sharon Haywood, fundadora y directora de la ONG AnyBody Argentina y coeditora de AdiosBarbie.com interpela: “La mayoría de las mujeres sufren con dietas permanentes y extremas por la exposición repetitiva de un ideal de belleza femenina que impacta negativamente en la autoestima y en la imagen corporal de las chicas, en un deseo fuerte de tener un cuerpo inalcanzable. Para lograr una belleza saludable necesitamos un reconocimiento en sociedad de que hay una diversidad de cuerpos en distintos talles y tamaños. La modelo representa el 5 por ciento de las mujeres mundialmente, pero se ignora el otro 95 por ciento. Se estima que cada persona ve 3000 avisos cada semana. Y vivimos en un mundo que dice que tener un cuerpo perfecto es posible”. De hecho, la marca Victoria Secret’s sacó un aviso con diez modelos ultradelgadas y el lema “El cuerpo perfecto”. La publicidad cosechó 30.000 firmas en contra en una queja promovida en change y solo cambió de eslogan por “Un cuerpo para cada una”, aunque las veinte piernas eran igualmente lineales, sin varieté de opciones.

Un punto de disputa es si la delgadez tiene que ser la meca. Y otro debate es que la exacerbación de la delgadez produce dietas extremas que generan efecto rebote (más sobrepeso) o la sensación de exclusión que promueve (por sensación de refugio, rechazo o decepción frente a los intentos frustrados de bajar de peso) mayor obesidad. “Las mujeres sufren tanto porque las dietas no funcionan: las dietas engordan”, asegura Haywood. Esa mirada tiene respaldo en un artículo publicado por la revista científica Circulation, en donde la Asociación Norteamericana del Corazón asegura que las dietas más populares pueden ayudar a perder algo de peso en el corto plazo, pero que pierden eficacia durante el primer año y que todavía se desconoce el verdadero impacto en la salud del corazón. El médico Jorge Tartaglione, miembro de la Sociedad Argentina de Cardiología, subraya: “Solo el cinco por ciento de las personas que bajan de peso pueden mantenerse y cuantas menos calorías tiene la dieta más rápido se vuelve a subir de peso. Por eso, hay que cambiar los hábitos de alimentación pero saber que las dietas de hambre, que no cubren algo de placer, no sirven”.

Liberación o dependencia

La puerta se cerraba y quedaban dos escalones antes de las rejas. Yo salía cubierta con un tapado largo y me lo sacaba antes del aire de la calle. Me quedaba en enagua. Simples, sedosas, negras, blancas, con encajes, frescas, cómodas e insinuantes las enaguas enteras o las polleritas con camiseta blanca y sin corpiño fueron, por años, la forma de mi propia liberación. Me tenía que esconder para gustar y gustarme. Mi papá mezclaba fundamentos feministas con sus propios temores para envolverme en corderoy con una represión sin sutilezas. Me obligaba a tapar todo lo que yo quería desnudar. El castigo sobre mi piel se escondía en la casa de mis abuelos, ahí donde me probaba las enaguas de Tita y Carmen frente a su espejo y, aunque ellas no sabían, yo me sacaba selfies invisibles y sin censura.

Antes había luchado contra el guardapolvo, sólo para chicas en el Nacional (por ese entonces) N° 6 Manuel Belgrano; era por nosotras, decía la rectora, que la revista del centro de estudiantes se llamaba La puñeta.

Me desvestí para liberarme. Y ahora quiero que me permitan vestirme para también liberarme de la otra opresión: o soy flaca o quedo fuera del paraíso.

No hay una mujer, sino muchas. Y la mujer que yo elegí construir reconoce el néctar de los aros grandes, los vestidos rojos, las caderas con vuelos para cumbiar la vida y las telas colorinches.

No quiero un placer sino todos. No quiero perderme el paraíso de la torta de manzana de mi hermana Daniela, dulce rito dominguero que le da estirpe al apellido Peker. Y quiero darle la espalda a esa sensación de que el ancho de mis caderas me deja fuera de la circulación del deseo.

Mi cuerpo se ensanchó cuando la vida perdió sus carriles; no siempre la procesión va por dentro. Desde entonces he sudado en cápsulas térmicas en donde el peor calor no fueron los abdominales a 37 grados, sino el desprecio de quienes me apuraban la salida porque no era flaca y no me veía tan bien en la vitrina transparente. He caminado sin fin mirando CNNMujer para que el tiempo de cinta encarrile el cuerpo descarriado y me quebré cuando a mi hija le dijeron, en el almuerzo escolar con sus compañeros de ocho años, que no coma porque iba a terminar como su mamá.

Comí vorazmente por sentirme expulsada al desierto en el que el placer se secaba entre las raíces de mis muslos. Detesté siempre la gordofobia por opción y porque el ínfimo espacio del ojo de la aguja –en el que se pretende que los cuerpos sean tan finitos como un hilo– no es con el que me miro ni espío a los demás y no es con ese hilo con el que quiero hilvanar la vida.

Ahora intento volver a buscar la liberación. No voy a expulsar la lengua de la bananita Dolca que concentra el desparpajo de mi sonrisa helada. Aprendo a jugar al tenis con mi hijo porque me siento fuerte cuando el viento da el sonido del brazo rumbeado con nuevos horizontes y porque siempre quiero más aunque tenga la lengua afuera si puedo saltar entre risas y volear la gracia de sentir que el partido tiene nueva cancha.

Me desvisto, confieso, hasta el pudor liberador del secreto de mis abuelas –como si vistiera enaguas– y redescubro que al cuerpo erizado no se le miden las calorías. El deseo, también, es –por suerte– mucho menos angosto que a los quince. La libertad se re-aprende en la liberación de los ecos que convierten a los poros en la fiesta de la que nunca más quiero esconderme.

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