Vie 26.12.2003
las12

A MANO ALZADA

La fiesta de los otros

› Por María Moreno

El espacio público, con su muesca municipal, es la expresión que eligen cada vez más los analistas políticos aun en las asambleas. En épocas de revueltas que terminaban nombradas en superlativo –Cordobazo, Rosariazo— se hablaba de salir a la calle y ese salir a la calle era hacerlo en manifestación. Que esta última expresión haya sido reemplazada por movilización le agrega un cierto sentido de pasividad que hay que sacudir pero también una connotación organizativa. Mientras que el manifestarse conserva en su sentido su fondillo tenue de libertad de expresión. Pero manifestación y movilización tienen una compañía común: la policía. También el espacio público esconde asociaciones más expresionistas para quienes no pueden salir de él: la intemperie. Como metáfora la intemperie tiene una historia política y cultural. Podría decirse que dos textos maestros del periodismo argentino, el del sobrino del restaurador que se soñaba emperador de los ranqueles y el del sanjuanino que Ignacio B. Anzoátegui veía con cara de vieja, son visiones de la intemperie, un intento de ordenarla, de ponerle límites a través del tejido hipnótico de dos estilos deslumbrantes. Facundo y Una excursión a los indios ranqueles son lecturas de intemperies donde aun concediéndoles a éstas una gran complejidad de signos, no dejan de centrarse en su índole violenta. Allí estaba la barbarie, aunque en ella existieran lenguas, protocolos, poderes y hasta arte como ese futón hecho con varias pieles de carnero plegadas que tenía en su enramada el cacique Mariano Rosas, otra que Palermo. En la intemperie histórica hay acontecimientos, palenques, postas, bares, ferias, son espacios de encuentro de las diferencias en movimiento. Como si el techo simbolizara el sedentarismo de un único dueño que domestica, preserva y deja al otro en la puerta, del otro lado. En la intemperie hay idas y vueltas de acuerdo con leyes no escritas, cruces de frontera y nomadismo. La intemperie es también la de los crotos letrados, longevos y ácratas, a menudo vegetarianos, seguidores criollos de Sócrates y de Diógenes que se desplazaban a cielo abierto antes de los tiempos de la soja que no utiliza manos viajeras. En la intemperie se habla a los gritos porque difícil es la acústica de lo que no tiene paredes. Pero no son gritos de guerra o de índole castrense sino como los de esas letras negritas cuyo uso pusiera de moda el periodista Juan José de Soiza Reilly y que es como si dijeran ¡Ojo, mire para acá!. Por eso el piquetero grita más allá de sus consignas.
La intemperie es también la de la asamblea y la fiesta, aunque en esta ciudad Buenos Aires se haya vuelto dramáticamente literal. Con ley seca, prohibición de oferta sexual en la vía pública, el alojamiento entre dos intemperies que el Gobierno de la Ciudad ofrece a los sin techo en hoteles provisorios cuando no los pasajes de vuelta a la provincia. El ordenamiento del espacio público equivale a las tapadas de villas con basura y escombros cuando la visita del Santo Padre, las luchas de las travestis y los Vecinos por la Convivencia con los Vecinos de Palermo y el hecho de que los dueños naturales de las plazas porteñas, los sin techo, como señaló la lic. Silvia Delfino, asambleísta de Caballito y miembro del Area de estudios Queer de la UBA, quedaran en el cono de sombra de las asambleas adonde hasta hace muy poco una policía que parecía haber aprendido modales con el conde Chicov, ofrecía “limpieza”. Para el discurso militante la calle es siempre lo que hay que ganar y el Santo Grial que debe alcanzarse, la Plaza de Mayo. “Creo que la recuperación dela calle es un corte fundamental respecto de la experiencia de los setenta, donde se nos proponía la clandestinidad como protección. Y hoy vemos que eso sólo hizo que nos hayan ido a buscar a nuestras casas. La memoria histórica trae: ‘nos fueron a buscar a nuestras casas porque no estábamos en la calle y porque estábamos agrupados en células’. Por eso la ocupación de la calle, para nosotros es prioridad uno y por eso yo insisto muchas veces en no dejar las demostraciones, no dejar las marchas. Estar en la calle es la garantía de que no nos van a reprimir”, dice Delfino buscando más una interpretación topológica que negando la represión efectiva que culminó con la bomba anónima y sin objetivo preciso, un presente de la violencia.
“Para el linyera el espacio público es su espacio privado. Es decir: el linyera no tiene espacio privado. Como las travestis”, decía con lucidez Lohana Berkins cuando las asambleas sacaron a la calle a los que parecían todos y dejaron como siempre en la exclusión a aquellos que asocian más privado a privado de libertad o monoambiente para el trabajo sexual que a un techo que no venza el mes que viene. Como ese pobrerío que señala su hogar simbólico con una frazada y una ristra de bolsas y que ahora es el público de un espectáculo que no pagó: las señales de la fiesta de los otros. Y que mira encenderse los árboles de la ciudad, titilar los contornos de las casas como en Osaka o Los Angeles expandiendo el árbol navideño mientras los todo por dos pesos donde ya nada vale dos pesos se llenan de bolas de colores y los supermercados ofrecen el pan dulce en oferta con tan pocas frutas abrillantadas como una lata de sardinas. La Iglesia se esmera por estos días en su filantropía culinaria en nombre de esos primeros sin techo que encontraron un portal en Belén, los AA ofrecen la oración de la serenidad y ese café siempre demasiado dulce pensado tanto para el aliento como para el estómago vacío. Pero eso para aquellos a quienes la anomia no les impida ponerse en pie. Los despojos de los festines elevarán tal vez el status de la basura donde tal vez asome un resto de pionono donde el calor habrá vuelto rancio el atún y los cartoneros encontrarán un módico rendimiento con el aumento de los envases plebeyos de botellas de sidra y un packaging inusitado de papeles metálicos de diversos colores o moños de siete vueltas que convertirán el carrito en arte efímero. Luego, tan ajenos a los rubios personajes de Dickens que hacían la calle en complejas redes de pícaros dueños de las alcantarillas, tras la estela de bombas de estruendo en cuyas esquirlas no se busquen culpables, las sombras volverán a las sombras.

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