Viernes, 26 de diciembre de 2014 | Hoy
PANTALLA PLANA
Una vez más, la televisión evoca la figura de la madre para eternizar el mandato de que las mujeres cocinamos por naturaleza y más vale que lo hagamos bien.
Por Flor Monfort
Hace 44 años debutaba Buenas Tardes, Mucho Gusto, un programa dedicado a la vida hogareña que venía subido a la estela del cometa “confort life” que reinaba en Estados Unidos posguerra y que series como Mad Men retratan tan bien. Los electrodomésticos, esas maravillas brillantes que resolvían la vida del ama de casa, espejaban el cuadro de familia tipo con viñetas variopintas, como la de un famoso aceite de cocina donde una madre abrigaba a sus hijxs con el calor de la hornalla y todxs sonreían felices. El mismo logo de BTMG (un verdadero suceso en su rubro, con más de 21 años de pantalla ininterrumpidos) era una casa con un corazón de ventana, espacio doméstico donde habitaba todo lo seguro y lo bello de la vida, montado a pelo en las espaldas de las mujeres que cargaban con el éxito (o fracaso) de tamaña empresa.
Pero los años pasaron ajustando estas páginas de la historia cultural, y las páginas que escribieron las mujeres empezaron a dar cuenta de la lente distorsionada que exaltaba a la familia como ideal. Pero qué le importa a la tele: más fácil y barato viene siendo edificar sobre la idea de prolijos patitos nadando atrás de la pata, quien a su vez es la sombra de un pato proveedor y machote. La televisión no ha podido dar cuenta del feminismo, de las libertades sexuales y de la mujer jefa de hogar, que hoy ya se cuentan de a cinco millones en la Argentina. Tampoco la publicidad con sus recursos estilísticos tan cancheros: salvo algunas excepciones, las mujeres adoran comprar canastitas para el inodoro y quieren ver todo reluciente (y el tiempo les sobra para ello) y los varones son nenes de mamá hasta que son maridos que llegan de trabajar y se sacan los zapatos para esperar la cena. Tal es la bola de nieve que alimenta la pantalla chica con formatos que apuran el bostezo, en este caso el recién estrenado Mi mamá cocina mejor que la tuya, conducido por el siempre eficiente Julián Weich. Un reality donde una mujer madre compite con otra en darle instrucciones a su hijo o hija y que cocinen igual de rico que ellas. Un jurado con barba y voz de malote (Pietro Sorba) evalúa los menjunjes y el chiste es que no lo logran. Las mamás siempre son señoronas con carisma que la tienen reclara en todo (y Weich no para de ponderarlas como si fueran discapacitadas) y retan a los chicxs que nunca hicieron caso del correcto repulgue para eternizar la pasión por las ollas y sartenes. La madre siempre remarcada en sus funciones de “madraza”, “leona”, “recuida de los hijos varones”, etc. no falta en el menú de comentarios que podrían viajar en jet a 1984 y gozar de buena salud.
Si la madre se sigue describiendo con esa tinta gastada que se exalta en sus cualidades naturales de amante del cuidado (y aunque lo hagamos, ¿quién dijo que siempre es por placer y no por obligación?), la mujer que aborta será siempre apartada de los planes de visibilización, más no sea para estigmatizarla o sacarla de las orejas en un operativo. Pero de lo que verdaderamente hacemos las mujeres, sin drama ni olor a humedad, sin cirugías ni photoshop, los medios no pueden dar cuenta por incómodo e inconveniente. La madre morena que visitó el estudio fue el componente diverso de este programa que atrasa tanto que parece un intento desesperado por que las cosas nunca dejen de ser como eran: con el delantal puesto (como las mamis que se ríen de los chistes de Julián) y con la alegría de recibir una heladera en el Día de la Madre.
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