Viernes, 13 de marzo de 2015 | Hoy
FOTOGRAFíA
La Bestia, el ensayo de Isabel Muñoz que narra un viaje impiadoso en el que muchxs, a pesar de lo impío, encuentran el rumbo vago hacia una nueva vida.
Por Cristina Civale
En una fotografía de colores saturados, un hombre mira a cámara sin ninguna expresión en particular, como si el aparato que lo encuadra fuese la vida misma y el agujero de la lente, su vacío. En una primera y rápida visión, el hombre parece arrodillado sobre las vías de un tren. No lo está. En cambio, se encuentra erguido sobre los muñones de sus dos piernas mutiladas por debajo de las rodillas. En el centro del cuadro se encuentra la imagen poderosa de su cuerpo roto, a la vez una fotografía pudorosa y contradictoriamente sutil por lo que su contenido manda: es el símbolo del ensayo La Bestia, que actualmente se exhibe en el Centro Cultural Recoleta y cuya autora es la fotógrafa catalana Isabel Muñoz.
Muñoz, que nació en Barcelona en 1951, se dedica a la fotografía documental desde hace treinta años, cuando decidió la profesión de su vida y viajó a Madrid para estudiar y luego empezó a viajar por el mundo realizando sus ensayos. Entre los más recientes se encuentra su trabajo sobre las maras centroamericanas, en las calles y también en las cárceles. Varios viajes a El Salvador le valieron un ensayo único y también una aproximación extrema a esta parte del mundo.
En La Bestia, la muestra en cuestión que es traída a Buenos Aires por el Centro Cultural de España, vuelve a las cercanías de ese territorio, ahora en la frontera del sur de México, en un trayecto que la lleva a 40 kilómetros de la frontera con Estados Unidos. La muestra incluye algo más de cincuenta fotografías que se exhiben en paneles con textos donde se cuenta la historia que se congeló en la fotografía.
Entre 2004 y 2008 Isabel Muñoz viajó tres veces en La Bestia, un tren de carga de vagones infinitos donde mayormente guatemaltecos, salvadoreños y otros centroamericanos cruzan la frontera hacia México para montarse al tren de carga. Lo hacen en sus techos, en los espacios entre vagón y vagón, algunos encuentran refugio en interior, pero la mayoría viaja colgada y en varias etapas, esperando la llegada de otra bestia que los arrime a Estados Unidos en ese viaje que les puede costar la vida. Muchxs caen sobre las vías del tren abarrotado de gente desesperada y es el mismo tren el que los aplasta, mata o mutila y cuyo destino es o la masacre o la llegada incierta a las proximidades de una frontera que aún deben cruzar. Porque arriba de La Bestia, el viaje de estos inmigrantes hacia Estados Unidos recién empieza.
La Bestia, también conocido como El tren de la muerte o El devorainmigrantes, los arrima a los bordes del imperio, adonde van a buscar una vida más redituable, aunque sea ilegal e indocumentada, sin derechos y con todas las obligaciones puestas en que, si logran llegar, el trabajo debe ser cumplido en silencio y a rajatabla para juntar unos billetes más que, a igual trabajo, en sus países de nacimiento se les niegan.
Isabel Muñoz en sus viajes en el tren recogió conmovedores retratos en blanco y negro, así como tomas generales en color del tren que los inmigrantes arrebatan, donde se los puede ver en su desesperación sudada apiñadxs como bestias, porque ellxs también son convertidxs en bestias, en ganado reciclable, apenas se suben al tren de nombre y destino maldito.
La población de mujeres en el tren es de un treinta por ciento de su capacidad. Todas están expuestas a ser violadas y lo saben, por eso antes de subir ya vienen tomando píldoras anticonceptivas. La sombra de la trata también se abalanza sobre ellas en este viaje improbable de un destino feliz. Pero al menos, es un destino. Eso lo saben y toman el riesgo.
Así en la muestra podemos apreciar la fotografía de un cuento que no es de hadas. Un hombre detrás de su mujer embarazada la abraza por la panza. Se conocieron en La Bestia y su historia es casi un milagro. La toma data de 2008 y tuvo lugar en Ixtepec, Oaxaca. Ellxs, cuentan a Muñoz, se juntaron en el tren, en Tecún Umán, del lado guatemalteco de Suchiate. Ella es la hondureña Delmy Santamaría y él es el salvadoreño Carlos Hernández. Ya viajaban juntxs hasta que un ataque de las maras (pandillas centroamericanas) los unió. Fue en mayo de 2004, cuando viajaban dentro de un vagón, en la panza de la bestia. “Desde arriba, hombres tatuados empezaron a abordar su cajón de acero –cuenta Muñoz–. Pandilleros. Hasta que el huracán Stan arrasó las vías entre Tapachula y Arriaga en 2005, la Mara Salvatrucha dominaba ese tramo. Siete pandilleros con machetes y un AK-47 revisaron a los doce hombres del vagón hasta caer en cuenta de que uno de ellos, a pesar de la sudadera holgada, no era hombre. Era Delmy. A ellos los acostaron boca abajo. A ella la desnudaron. Ella miraba fijamente a los ojos del jefe pandillero y luego volteaba a ver a Carlos, que también veía al victimario tatuado. ‘¿Viajás con tu pareja?’, preguntó el pandillero. ‘Es él’, señaló Delmy a Carlos. Situación inédita: ‘Déjenla’, ordenó el atacante. Desde ese momento, él la cuida. Se quedaron en el pueblo siguiente y vivieron algunos períodos en casa de los suegros salvadoreños. El logró pasar a Estados Unidos, pero fue deportado cuando en 2005 reparaba los daños del huracán Katrina en Nueva Orleáns. Ahora, ella embarazada de ocho meses, suben juntos. La razón la pronuncia Carlos y la lleva en la panza Delmy: ‘Cinco dólares al día como albañil no alcanzarán para tres’.”
En la muestra también se cuenta lo que dejó de exhibirse por su contenido truculento. Está la fotografía del hombre que vio a otro hombre suicidarse, pero no está la historia. La historia la reconstruimos buceando en las entrañas del ensayo La Bestia. Ocurrió así: con el tren en marcha un hombre vio a otro hombre caer sobre las vías, vio cómo La Bestia partía sus piernas y se las devoraba. El hombre, probablemente porque sabría que no podría hacer los 40 kilómetros restantes a Estados Unidos así mutilado, ni tampoco podría conseguir trabajo así partido, en un segundo –mucho menos de lo que toma leer estas palabras– decide tirarse bajo el tren y así, con su muerte dignamente decidida por él, sellar para siempre su vida.
También en las vías del tren en Oaxaca es donde se toma la foto de la transexual Paola, vestida con un equipo que apenas le oculta la bombacha y un escote envidiable. Con su rostro cuidadamente maquillado y lookeada como para ir a una fiesta, se sube al tren. Esta es la historia tal como se cuenta en la muestra: “La razón es sencilla: los hombres pagan mejor”. Habla con claridad. Resalta entre los demás. A pesar de la caminata, del calor húmedo, casi palpable, a pesar de las 12 horas en tren, Paola luce impecable. Nació hace 24 años y fue niño en la capital guatemalteca. Cada verano Paola se despide de sus compañeros y compañeras de las calles de la Zona 4 de la capital guatemalteca. Deja su esquina habitual y se pone una mochila al hombro: tacones, blusas de seda, perfumes y bisutería. Lo opuesto a la maleta del migrante común. Viaja maquillada y sin ocultar del todo sus grandes pechos morenos, hinchados por un aceite sustituto de la silicona, hacia la capital mexicana donde, repite, “los hombres pagan mejor”. En este camino todo tiene su consecuencia. Lleva dos intentos de violación en La Arrocera. Pero Paola, acostumbrada a tratar con hombres aprovechados, ha sabido librarse: “Dale, metémela, pero ponete condón, que tengo sida”, mintió en las dos ocasiones, y sus atacantes se subieron los pantalones de inmediato. “Es que en la calle una agarra maña.”
La de Jessica es otra historia pero parecida. Está retratada junto a su bebé también en Oaxaca, donde arranca La Bestia. Ella es lo que el ensayista guatemalteco Oscar Martínez llama en su ensayo sobre La Bestia, “los indocumentados que no importan a nadie”. Jessica viaja junto a sus dos hijos y a su hermano. Esta es su historia: “Largate de aquí, perra”, fueron las primeras palabras que Jéssica Meléndez Gómez escuchó de su madre cuando regresó a Honduras, su país natal, luego de años viviendo con un marido maltratador en Nogales, frontera entre Estados Unidos y México. En cuanto su madre vio a sus dos nuevos hijxs, una niña de un año y un chiquillo de dos, soltó aquella sentencia. Jéssica volvió a subir. Y aquí está ahora. Volvió a los trenes, pero esta vez con los dos brazos ocupados y los ojos pendientes de Oscar Eduardo, su hermano de nueve años. “Es que mucho le pegaba mi padrastro en Honduras. Decidí traérmelo.” Es difícil imaginar a alguien a quien la vida le haya puesto más veces en jaque que a Jéssica. Con 20 años ha sido secuestrada por un pandillero, en este viaje, allá en la frontera de Guatemala, luego de que su madre –de 37 años– renunciara a ella. Con tres niños como tropa, Jéssica emprendió el retorno hacia su golpeador de Nogales. A sus 20 años ya ha tenido que matar. Cuando entre Arriaga e Ixtepec un hombre la quiso violar en el tren en marcha, ella logró lanzarlo de una patada hacia las ruedas, justo cuando él se bajaba el pantalón. De Jéssica nos despedimos en Medias Aguas, luego de viajar con ella, sus hijos y su hermano en el tren. La dejamos ahí, intentando llegar hasta su habitual verdugo. El padre de sus hijos. Días después nos enteramos de que fue secuestrada en Tierra Blanca, una estación más adelante. “A algunos –bien dijo Jéssica– la vida sólo nos juega sucio.”
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