Viernes, 20 de marzo de 2015 | Hoy
CINE
Una versión más real y menos estereotipada del gran clásico de los cuentos para niñxs con la dirección de Kenneth Branagh.
Por Marina Yuszczuk
En los últimos años, los cuentos de hadas volvieron a brillar con versiones que se alimentan de esa capacidad de los relatos para seguir contándose de manera infinita y seguir siendo los mismos. Algunas películas como Espejito, espejito (2012), donde Blancanieves es Lily Collins y Julia Roberts se luce como una gozosa malvada, eligieron jugar con el material y retorcerlo desde el diseño, pero mantener cierta fidelidad al cuento. Otras quisieron cambiar el material de género y hacer de sus heroínas personajes de acción y aventuras, como Blancanieves y el cazador (2012), con Kristen Stewart, o la espantosa y olvidable La chica de la capa roja (2011), con Amanda Seyfried. Hasta hubo una ocurrencia tan extraña como Maléfica (2014), donde el eje del cuento de la Bella Durmiente se traslada a la bruja, mil veces más atractiva que la rubia angelical pinchada por la rueca, y encarna en Angelina Jolie una versión de la maternidad tan rica como infrecuente y ambigua. Y otra película, como Frozen (2013), versionó su cuento con mucha libertad para poner en el centro de la escena un amor entre hermanas, cambiando el beso del príncipe por un acto de amor entre princesas en una obra que, de todas formas, supo ser sutil en su “enseñanza” y es tremendamente buena.
Pero la oleada de corrección política y didactismo que pretende inculcarles a las niñas el nuevo must de cómo ser mujeres independientes y activas —o a veces, con menos ambición, cómo no ser taradas— por suerte dejó intacta la nueva versión de Cenicienta. Como la Rapunzel de Enredados (2010), esta Cenicienta es una chica que hace y deshace desde el principio hasta el final y que no necesita explicarse a sí misma con frases de autoayuda. Pero si en otra producción de Disney como Enredados quedaba poco del cuento tradicional (no había forma de que Disney pudiera retratar los encuentros nocturnos de Rapunzel con un príncipe en una torre o sus sádicas consecuencias), esta película dirigida por Kenneth Branagh se las ingenia para contar Cenicienta de la forma más fascinante posible y al mismo tiempo rellenar ese esqueleto folklórico con personajes y detalles llenos de complejidad y gracia. Branagh sabe de herederos al trono conflictuados con sus padres y de encantamientos nocturnos, y con ese repertorio shakespeareano hizo películas tan disímiles como Mucho ruido y pocas nueces (1993) y Thor (2011). Además, no le teme al ridículo de los animales que hablan y los personajes mágicos que aparecen en el bosque, y mucho de lo que hay en su Cenicienta le viene más de esos antecedentes que del encanto edulcorado de doncellas cantarinas y pajaritos revoloteantes que inmortalizó Disney.
Todo eso da lugar a una película llena, generosa, donde Ella (Lily James) es una chica que banca toneladas de trabajo doméstico porque quiere sostener la casa que amaron sus padres y el príncipe es un muchacho que siente la responsabilidad de heredar un gobierno. Pero también están la calabaza y los zapatos de vidrio (que no deben ser cómodos, se reconoce por ahí) y el hechizo de un hada torpe y distraída (Helena Bonham-Carter) que envuelve a Cenicienta en una corriente de lucecitas suspendidas mientras la hace flotar para que las mariposas puedan dar los retoques finales a un vestido fabuloso y azul, antes de posarse en el escote de tul y convertirse en prendedores. Colorida, un poco chillona y suculenta en el diseño, la nueva Cenicienta es una película preciosa, que le dedica toda la atención deseable al baile con el príncipe o la corrida por las escalinatas, pero agrega detalles maduros más Jane Austen que Disney, como una chica que después de probarse el zapatito le dice a su príncipe “Soy sólo una campesina, pero una campesina que te ama”. Esta Cenicienta no trae su interpretación pegada como un cartel gigante, y justamente por eso es opinable: ése es todo el respeto que se le puede pedir a una película.
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