Viernes, 22 de mayo de 2015 | Hoy
ARTE
La última muestra de Adriana Lestido despliega un paisaje despojado y brumoso en un territorio lleno de preguntas: México. De cómo llega la artista a ese estado de minimalismo, en su arte y en su vida, de la violencia y de sus míticos talleres de fotografía habló con Las12.
Por Flor Monfort
Las preguntas sobre el lugar elegido surgen a borbotones, como el agua que sale de esos ojos de agua, pequeños volcanes de humo acuático de un pueblo misterioso, “Hierve el agua”. Pero Lestido responde, con la calma de quien medita todos los días, que la lectura es errada, o que por lo menos no es la que surgió de su mirada. Mejor entonces confiar en su guía y escuchar el relato de ese itinerario que la llevó en 2010 por paraísos exóticos de una tierra que hoy escupe violencia pero también una diversidad de paisajes que impactan.
“Yo había conocido ‘Hierve el agua’ en el ’99, fui a pasar el día. Se forman unas piletas naturales donde me di unos buenos baños, pero había ido con la idea de pasar el día y nada más. Hay toda una parte de cascadas petrificadas muy bellas y distintos pueblos que luchan por ver quién lo explota, y por eso quizás es que lo tiran abajo los mexicanos, pero el lugar es increíble. Hay tres grupitos de cabañas muy básicas y un par dan al precipicio; las nubes van por abajo, es maravilloso. Cuando vi eso decidí quedarme a dormir, aunque no había llevado nada. Hay sólo unos puestitos de comida, con tacos, tortillas, lo básico. Generalmente hay muy pocos turistas, va alguna gente los fines de semana, de los pueblos de alrededor, que van a bañarse a las piletas. Cuando volví en 2010 me decían que no fuera, que no se podía llegar. Aunque efectivamente fue complicado porque era época de lluvias y se desbarrancó el camino, ahí tome las imágenes de la secuencia ‘Hierve el agua’.”
Cuenta Lestido que las hizo sin ninguna intención, generalmente la atraen los paisajes brumosos y lluviosos, esa atmósfera mágica. El tercer viaje fue ese mismo año, una invitación del grupo Expansión a recorrer todo el país para fotografiar los bosques. Empezaron por Durango, donde hizo las fotos de la fábrica de carbón que están en la segunda secuencia, las únicas donde aparecen los pocos humanos de toda la serie.
“Después empezamos a bajar, y fuimos a la selva, a Quintana Roo, primero pasamos por Tulum y después fuimos a Nob-Hec. Dormimos en una cabañita de lo más precaria y ahí estuvimos un día entero en una selva muy virgen, de ahí la foto de la caoba de 500 años. Era muy impresionante porque se sentía mucho que era un lugar muy poco transitado por el ser humano. Y la intensidad de la selva. Después fuimos a otro lugar donde hice a los chicleros, los árboles heridos... Trabajé con total libertad, son los únicos encargos que acepto. Después de la edición inicial que tuve que entregar inmediatamente al volver, seguí trabajando un poco más las fotos y armé una secuencia más personal, que es la que estoy mostrando. En general es una serie liviana y luminosa, aunque también tiene su densidad, sobre todo en la fotos de la fábrica de carbón. Pero la luz está muy presente y me gusta que así sea.”
–Nada es casualidad, tiene que ver más bien con lo que necesito ver o expresar. También con cierto estado de despojo interno. No volvería a fotografiar presas, por ejemplo, no lo necesito. Las cosas que vi ya las vi. No digo que no vuelva a fotografiar gente, pero en este momento la necesidad pasa por otro lado. En la última serie, la de la Antártida, no hay nadie directamente. Durante un tiempo había una foto con un hombre solo, y al final lo saqué, no quedó nadie. Pero bueno, son etapas. Por ahí después vuelvo.
–Después de la Antártida se acabó (risas). Pasamos a otra etapa, no sé cuál, pero algo diferente va a venir seguro. Estuve allá un mes y medio, a principios del 2012. Ahora sigo trabajando con esas fotos, ajustando la edición.
–Primero revelo, hago contactos y elijo las fotos de trabajo. Luego ando un tiempo con esas fotos en cajas, mirándolas y mostrándoselas a algunos amigos (a Gabriel Díaz, Dani Yako, Valeria Bellusci, Constanza Niscovolos, Pablo Reyero). Son miradas distintas que me ayudan más que nada a tomar distancia y a ver la imagen más allá de lo que creo haberle puesto. Y después viene la edición, encontrar el hilo, armar el relato que subyace por detrás y que me lo va mostrando la asociación de imágenes, es como una melodía, tratar de acercarse a la imagen original que generó el impulso creador. Eso lo hago sola, y también después lo sigo viendo con algunos de mis amigos. Aunque parta de una idea o pensamiento la imagen siempre lo supera, tiene por fuerza que superarlo para que se revele algo. Quizá la clave sea estar lo suficientemente sensible y abierta como para ver lo que las imágenes me dicen, y que me guíen ellas para comprender por dónde ir.
–Muchas veces sí. Me gusta porque para que funcione hay que estar bien presente, es como una meditación. Estar en el laboratorio es estar sola con la imagen, hay mucha conexión con lo que se está haciendo, estás a oscuras, no podés hacer mucho más que estar con la imagen. Implica mucha concentración. Cada copia es única, y eso también es lo maravilloso de trabajar analógicamente, nunca hay dos copias iguales. Esa energía humana, ese tiempo que lleva la copia manual es parte de lo que transmite la imagen. Hay momentos en que todo fluye y hay días difíciles en los que cuesta mucho lograr una buena copia, pero para mí es muy valioso porque significa adentrarse en la propia imagen. Y además el laboratorio tiene una cosa como de útero materno: la oscuridad, los líquidos, el silencio, es como estar en una cueva. El tiempo pasa diferente ahí adentro.
–Es un lugar muy poderoso, muy intenso. A su vez la naturaleza es prodigiosa, fui muchas veces y siempre conecté mucho con el desierto, el mar, la montaña, la selva. La experiencia no es la misma con o sin la cámara, pero siempre es fuerte. Lo que sí tengo presente es el respeto que imponen los lugares: los animales peligrosos, las serpientes que se cruzan, lugares a lo que no se puede ir, los sonidos. Y a su vez es un lugar donde claramente el territorio no es del ser humano y eso impone mucho respeto. Es hermoso, sobre todo la luz filtrándose en esas espesuras. En Michoacán, en Oaxaca, en Ixtlán...
–Acá y allá pero más acá. Me llevo los gatos, aunque vaya un fin de semana. Cuando volvemos lloran, sobre todo Pochito, el macho, llora como un marrano. A veces doy talleres allá.
–Prefiero no contar mucho porque no es lo que pueda contar sino la experiencia. Trabajamos en base a las imágenes que llevan pero es más que nada la experiencia de estar ahí ocho días, conviviendo, el intercambio energético que se produce, la apertura y transformación de cada uno. Me encanta hacerlo, siento que es parte esencial de mi trabajo, como hacer fotos. Es agotador también, pero dar talleres siempre me conecta con lo que creo, me permite estar más en contacto con lo que me interesa de verdad. Y a su vez ese compartir es una forma de amor, de entender que no estamos solos. Con los años –ya hace 20 años que doy talleres– se fue formando una red, que es como una gran familia espiritual, muy hermosa. Siempre se genera un amor muy profundo en cada grupo que se arma, un amor impersonal, con gente muy diversa, que no se conoce de antes. La mayoría viene de la fotografía pero a veces no. Lo único que importa para que funcione es que haya entrega.
–Hago meditación Vipassana (Vipassana significa ver las cosas tal cual son). Medito dos veces por día, una hora a la mañana y media a la tarde. Y hago un retiro por año de once días de silencio.
–Digamos que sí. Soy feliz cuando estoy en la naturaleza, el espíritu está contento ahí. Pero también hay algo de la vorágine de la ciudad que me sigue atrayendo. Pienso que en algún momento me instalaré más en la naturaleza pero todavía no me veo viviendo allá todo el tiempo. Igual estoy un poco en crisis con el tema del lugar donde vivir, ya se irá aclarando.
–Sí, me hago cargo, soy mujer y he mirado mujeres. Me encanta que eso pase. Y a su vez es algo que va más allá de mí, es algo que no he buscado, se dio naturalmente, desde mi propia necesidad, desde lo que necesité ver en las distintas etapas de mi vida.
–Me duele, y también me duele la violencia que padecen los niños, y los hombres, y todos los seres vivos, incluyendo a la madre tierra. De todas formas creo que poco a poco se va tomando cada vez más conciencia, hay mucha gente trabajando seriamente en ese sentido, desde distintos lugares, aunque muy despacito, algo está cambiando. Soy positiva por naturaleza, voy hacia la luz, soy una luchadora optimista, como me decía una suegra (risas).
México
En Rolf Art, hasta el 12 de junio.
Posadas 1583, PB “A”, CABA.
Más info: rolfart.com.ar
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