CINE
Una joven atleta checa es manipulada para aumentar su rendimiento a costa de poner su propio cuerpo. La relación con su madre, el deporte como una cuestión de Estado y los ’80 detrás de la cortina de hierro.
› Por Marina Yuszczuk
Anna tiene 18 años y la ambición de correr en las Olimpíadas para el equipo checo. Con ojos muy celestes y un flequillo que casi se los tapa, la chica no dice mucho y está bien, porque lxs deportistas en el cine suelen tener ese aire de misterio, de estar encerradxs en su mundo, su pasión, tan concentradxs como lxs artistas o lxs locxs. Pero a diferencia de esas películas hollywoodenses que construyen un via crucis de fracaso, sacrificio y gloria, con música consagratoria y cámaras lentas cuando el héroe o la heroína están a punto de cruzar la meta o de noquear a su rival, Fair play –la tercera película de la directora checa Andrea Sedlácková– apuesta más por el realismo, o por el tipo de realismo del que presume ese tipo de historias que quieren insertarse con verosimilitud en un momento histórico. En este caso, la Checoslovaquia de principios de los ochenta, en la que el deporte se vive no tanto como un logro personal sino como un asunto que concierne al Estado comunista y a su imagen en el exterior.
Falta poco para las Olimpíadas de Los Angeles y el gobierno está seleccionando a los deportistas que van a representarlo al otro lado de la Cortina de Hierro. Para que el rendimiento del equipo sea motivo de orgullo nacional, además, un programa del Estado está experimentando con algunos atletas seleccionados a los que se somete a un tratamiento médico que deben mantener en secreto. Con esta situación se articula la historia personal de Anna: su entrenador la acompaña a una entrevista donde dos representantes del gobierno le dicen que tiene el privilegio de haber sido elegida para participar en un experimento que busca crear atletas más evolucionados. Cercada entre esos tipos y un entrenador que se compromete a supervisar las tomas del medicamento que le van a suministrar, Anna no parece tener mucha opción, y como tampoco tiene motivos para desconfiar después de todo, ya se estaba inyectando diariamente vitamina B12, empieza a colocarse las dosis como le indican. El problema es que las señales de que algo anda pésimo no tardan en aparecer: le salen pelos alrededor de los pezones, tiene que comenzar a afeitarse los bigotes y, lo que es peor, se descompone mientras está corriendo y la mamá la tiene que llevar al hospital de urgencia.
Anna y su madre no tardan en averiguar el contenido de la cajita llena de ampollas: se llama Stromba y es un anabólico potente, peligroso para la salud. Pero la película no es tan simple ni esta sola averiguación alcanza para que Anna deje la droga que puede hacerla triunfar o matarla: la madre –una actriz maravillosa, Anna Geislerová– tiene un pasado de tenista frustrada y la ambición de que su hija no repita la historia. Y por eso la veremos, tensa, mirando la caja a escondidas y debatiéndose entre la verdad, o la posibilidad de seguir inyectando a la hija sin que ella lo sepa, amparada en la confianza que las une. El triángulo familiar, quebrado, se completa con el padre de Anna, que era entrenador de la madre y después emigró. La madre ahora mantiene la esperanza, mientras trabaja en limpieza y le hace el peligroso favor de mecanografiar textos prohibidos a un disidente político, de que las dos puedan salir del país algún día. Entre paternidades y maternidades conflictivas, una decisión en la que tiene que comprometer el cuerpo o el futuro, y un nuevo novio de pelo largo que toca la guitarra, el drama de Anna se desenvuelve a media voz, en una película opaca que parecería cifrar en la sobriedad el tono de una época, con villanos amenazantes, una protagonista que por momentos se borronea como personaje (y de esto no se le puede echar la culpa al régimen comunista) y a veces tan lineal e ilustrativa que parecería depositar en la información y la narración más básica de un asunto, es cierto, potente, toda la potencia del cine.
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