PANTALLA PLANA
El ciclo de Incaa TV “Dirigido por...” está dedicado este mes a María Luisa Bemberg, una mujer que desafió su destino para dedicarse –y amar– el cine.
› Por Marina Yuszczuk
Primero cumplió con su destino, o al menos el que su género y condición social imponía a las mujeres, y fue madre y esposa. Criada en una familia aristocrática, con institutrices inglesas como la que retrató en Miss Mary (1982), se casó a los 22 y tuvo cuatro hijos, uno atrás de otro. Recién entonces pudo decir: “Hay que haber tenido cuatro hijos para saber que no bastan”. Porque la inquietud que la recorría por dentro, y lo que tenía para decir, necesitaron más de cuatro películas para desplegarse. María Luisa Bemberg ya era abuela cuando empezó a filmar, después de un divorcio que marcó el final de una etapa y la apertura de un período de búsqueda más personal. Primero empezó a escribir guiones que otros filmaban y después sintió que para dar lugar a eso que luchaba por mostrarse hacía falta que las películas fueran completamente propias.
Así, después de escribir guiones para Raúl de la Torre y Fernando Ayala, de dirigir un par de cortos en los setenta como El mundo de la mujer (1972), y de formarse como directora a fuerza de pura curiosidad y pasión por hacer cosas, llegó a filmar escenas como las primeras de Señora de nadie (1982), donde Luisina Brando tiene relaciones sexuales con el marido, se levanta, prepara la comida para lxs chicxs y se sienta a desayunar con ellxs, discute los mandados del día con la empleada doméstica y después, cuando sale a hacer unas compras, ve a ese mismo marido con otra y se entera de que él tiene una amante hace tres años. Pero más allá de este dato terrible que le da vuelta la vida y pone a funcionar la trama (en la que el personaje de Luisina Brando va a dejar el hogar y empezar una vida propia en la que, entre otras cosas, les anuncia a lxs hijxs, casi contenta, que consiguió un empleo y por primera vez va a trabajar), la película ya había retratado desde el comienzo a la mujer confinada a las tareas domésticas como una presa, cuadriculada detrás de las ventanas que la aislaban del mundo y la alienaban en un sinfín de tareas que cada día volvían a empezar y que siempre se hacían para otrxs.
El cine argentino no tiene muchas películas así, casi el reverso de cualquier telenovela. Ni tampoco como Camila (1984), tan sexy en su modo de contar la pasión entre el sacerdote Ladislao Gutiérrez y la niña bien Camila O’Gorman como pesimista al elegir una historia, basada en hechos reales, donde los dos amantes mueren fusiladxs. Hasta por afiliación se puede decir sin lugar a dudas que la Bemberg era feminista (fue una de las fundadoras y miembro de la UFA, Unión Feminista Argentina) pero, lejos de usar sus películas como soporte para ciertas ideas, hizo generosamente cine. Y por eso Camila es una Susú Pecoraro bellísima, con primeros planos que le encuadran los ojos soñadores o los labios siempre un poco humedecidos cuando se confiesa con el padre Ladislao, un Imanol Arias que por más que se flagele y se frote contra la cama no puede apagar la calentura que lo consume. Camila es a la vez convencional y puro desacato, entre los lugares comunes de la novela amorosa (ella le regala un pañuelito, él se lo devuelve) y el placer demorado con que su protagonista elige al hombre más prohibido de todos los hombres y lo seduce hasta que le vuela la cabeza.
Otra religiosa fuera de la ley fue la protagonista de Yo, la peor de todas (1990), una película basada en el ensayo de Octavio Paz sobre Sor Juana Inés de la Cruz, también con producción de Lita Stantic. Lo que atrajo a la autodidacta Bemberg de la historia de Sor Juana fue que, como una poeta disimulada en esa piel de cordero que era el hábito, no entró al convento por vocación religiosa sino porque quería estudiar. Saber, estudiar, escribir: lujos que en esa época se pagaban caro y en la vida de la propia Bemberg, por lo menos, tuvieron que conquistarse desandando un camino de mandatos, espejismos y convenciones.
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