Vie 24.07.2015
las12

RESCATES

La mestiza guerrillera

Juana Azurduy 1780-1862

› Por Marisa Avigliano

A fines de los años ’70 la voz de Mercedes Sosa irrumpía en aire de cueca norteña. “No hay otro capitán más valiente que tú”, cantaba la tucumana hermoseando cada palabra que decía. El capitán valiente era Juana Azurduy, una de las heroínas elegidas para un long play que se llamó Mujeres argentinas. Si estaba Juana el español no pasaba, “con mujeres tendrá que pelear”, seguían diciendo los versos de la cueca de Luna y Ramírez. La historia de Juana fue letra compartida en recitales, una bandera rítmica que buscaba sumar a las figuritas escolares un prócer con cara de mujer. En el intento por dar con un rostro imborrable fue la misma Mercedes Sosa quien en 1971 hizo de Juana en Güemes, la tierra en armas, la película de Leopoldo Torre Nilsson con Alfredo Alcón y Norma Aleandro. La cara de Juana empezaba a ser imprescindible. Pero el silencio de espejo duró demasiado y hasta tuvo que terminar un siglo para que aquella Juana de tocadiscos y cine llegara a ser hoy la Juana Generala de la Revolución (cargo otorgado en 2009 y firmado por Cristina Fernández y Nilda Garré) que “hoy mira a todos los argentinos, al mirar a la Casa de Gobierno” (como dijo la Presidenta cuando hace unos días inauguró junto a Evo Morales el monumento a Juana Azurduy, una obra de Andrés Zerneri donada por el gobierno de Bolivia, en la plaza adyacente a Casa Rosada, en un “acto de descolonización política, cultural y simbólica”.

Sí, Juana Azurduy, la mestiza guerrillera de la sublevación de Chuquisaca –antecedente de la Revolución de Mayo que merece mejor suerte en la memoria– continúa descolonizándonos. Símbolo de la Patria Grande, Juana nunca pudo tener un ejército de criollos bajo su mando, tampoco pudo reunir a sus cinco hijos (la muerte en los pantanos se los iba arrancando, cuando nacía uno ya había enterrado a otro). Pero hay más, cuando la historia de solapa la nombraba decía que había ido a la guerra siguiendo a su marido, el coronel Manuel Padilla. Si Juana aparecía entre fechas y rincones patrios del Alto Perú era por esposa abnegada y obediente, nunca por ser una mujer respondiendo a sus propios ideales de libertad. Fue Belgrano quien la nombró teniente coronel y fueron casi todos los otros los que tardaron en hacer que ese nombramiento fuera efectivo. Nada parecía impedir el ultraje que los hombres de su tiempo le dedicaban ni la fosa común que esperaba por sus huesos. Sin amparo, Juana seguía desenredando cruzadas con sus malones de descarte oficial (indios y mujeres), sola se libró de una emboscada llevando a su hija recién nacida atada a su espalda y sola también (siempre acompañada por un grupo leal) recuperó la cabeza de Padilla –rastrojos óseos ya casi sin piel– expuesta en plaza pública como victoria realista y escarmiento, y la convirtió en cuerpo entero de oficios fúnebres. No quiso ser la monja que su tía tenía planeado que fuera, no quiso ser espectadora en la batalla de los otros, no dejó que el quechua y el aymara se sintieran incómodos en sus labios, no dejó que el rebenque fuera menos que un arma de fuego y, por sobre todas las cosas, no dejó de sumar mujeres a su lucha. Murió abandonada en la pobreza con sus bienes confiscados y sin la pensión que Simón Bolívar le había ofrecido porque con puntual bajeza el gobierno de Linares ya se la había quitado, robado. Lo que ya no se puede robar es la cara por la que esperamos tanto, la cara de amor sin pérdida de Juana.

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