CINE
Frutilla sobre la torta de su “trilogía de la depresión”, en Nymphomaniac, Lars Von Trier pone a Charlotte Gainsbourg otra vez en el centro de la escena, ahora mientras cuenta a un hombre, un completo desconocido, de su vida encadenada al sexo. Cita cómica al cine porno, alegato libertario por momentos, arquetípico retrato de la mujer culpable de sus goces por otros; la película encuentra un lenguaje propio para hacer crecer un árbol bien desviado, de esos por los que siempre da gusto treparse.
› Por Marina Yuszczuk
¿Conocen la cajita feliz, ese objeto de consumo tan representativo de la época, pequeño y efímero, que viene con un chiche y una sonrisa que parece una mueca? Bueno, lo que está haciendo Lars von Trier con sus últimas películas es todo lo contrario: grandes frescos de amargura difíciles de digerir, con ramalazos de poesía que no ofrecen ningún consuelo a tanto pesimismo, en películas que terminan con la destrucción de todo el planeta o con la muerte individual y que desbordan el envase que las contiene. Ni lo mini ni lo fácil ni lo rico ni lo inmediatamente agradable le interesan al director que bautizó la parte más reciente de su obra “Trilogía de la depresión”, y propongo tomar ese título tan pretensioso como un chiste. Porque las películas que la componen –menos la primera– están inesperadamente salpicadas de comedia, algo que uno no se imaginaría al leer sus argumentos: en Anticristo (2009), el hijito de una pareja que está teniendo relaciones sexuales se cae por la ventana y muere, y el resto de la película es la progresiva y brutal destrucción mutua entre el hombre y la mujer (Charlotte Gainsbourg y Willem Dafoe), incapaces de recuperarse de la culpa y el espanto. En Melancholia (2011), la cercanía del fin del mundo sirve para poner en escena las distintas reacciones de dos hermanas también muy distintas, dos modos de encararse con la destrucción: Justine (Kirsten Dunst) la recibe desnuda sobre el pasto, lujuriosa y abierta, mientras que Claire (Charlotte Gainsbourg), temerosa, insegura, ni siquiera puede atribuir toda su angustia al hecho de estar preocupada por el futuro de su hijo. Y Nymphomaniac (2013), como un largo, infinito despliegue de las posibilidades sugestivas de esa palabra que revuelve todo el morbo junto, es la historia de Joe (Charlotte Gainsbourg), una chica que no puede ni quiere parar de coger. O mejor dicho, es una larguísima conversación ilustrada en la que una mujer le cuenta a un hombre, un desconocido, toda una vida encadenada al sexo.
El relato de Joe empieza prolijamente por la infancia, “tenía dos años cuando me descubrí la concha”, y sigue dando cuenta de los primeros juegos sexuales con una amiguita, escondidas en el baño mientras los padres afuera discutían si dejarlas hacer o intervenir, no sabiendo o haciendo como que no sabían lo que pasaba. El papá de Joe, interpretado por un Christian Slater lo suficientemente grande como para hacer ese papel pero a la vez parecer un compinche, es una presencia fuerte en los primeros hallazgos de la nena, ya sea como una voz al otro lado de la puerta o como un espía fugaz que sonríe cuando descubre a la hija hurgando entre sus libros de medicina para conocer la reproducción humana. Y luego también es el gran amor de Joe, uno jamás nombrado pero que da lugar a los momentos más felices del relato, los de la pasión compartida por los árboles y despuntada en largos paseos en los que la madre estaba ausente. Que Joe estuviera un poco enamorada de su papá como todas las nenas, o que jugara a frotarse contra el piso con una amiguita, podrían ser episodios de la vida de cualquiera pero para Joe –también quizá, como para cualquiera– se viven con un grado de culpa. Y así es como la protagonista, mientras se toma el té que un tal Seligman (Stellan Skarsgård) le preparó después de encontrarla inconsciente y herida en el piso de un callejón detrás de su casa, hace de su interlocutor una especie de juez, le reclama ese papel, cuando le va marcando que él no parece impresionado o incluso horrorizado por las partes truculentas de la narración.
Quizás ése sea el punto central de Nymphomaniac, más importante todavía que la proliferación de conchas casi siempre con pelos y de pijas en primerísimos planos que acerca su visualidad a los procedimientos del porno (pero se ríe de él, como en ese gran momento de comedia que es la escena con los dos negros): Joe no busca una escucha comprensiva ni está abierta para escuchar a su vez lo que el otro opine sobre su historia; lo que quiere es un padre, un sacerdote, una figura de autoridad que le confirme lo que ella ya piensa de sí misma. Que está en falta, que es una pecadora o, para decirlo más infantilmente, porque ése es el carácter que adopta por momentos la vocecita suave de Charlotte Gainsbourg al narrar, que es mala. Puede ser que no haya mayor misterio en una época en la que aparentemente, al menos la mayoría de nosotros, vivimos liberados de la tutoría moral de una institución, que el hecho de que tantxs busquen y rebusquen la manera de volverse culpables, o de vivir en falta. Es el resultado del consumo y acatamiento de la información: se nos dice cuánto y qué deberíamos comer, tomar, fumar, consumir, cuánto ejercicio hacer, cuánto comprar, cómo vivir, cuidar el cuerpo, tener una familia y una casa y dedicarles cierto tiempo, y hasta cuánto coger. Las mil vertientes de la “normalidad” construida por la ciencia y el mercado penetran en todos los compartimentos de la vida y muchxs, demasiadxs, aceptan dócilmente que otros (médicos, psicólogos, curas y pastores, consejeros, profesores, licenciados y todas las variantes de la autoridad imaginables) les digan que están haciendo las cosas mal. Todos vamos a morir culpables, gordos, arrugados o insatisfechos y aun así, nos encanta enterarnos por una nota que no cogemos tanto como deberíamos, o que nuestra vida sexual está muy por debajo de la media. Joe también parece aceptarlo, pero por momentos no lo acepta, y ahí reside toda la belleza de este personaje de Von Trier, salvaje como la Justine de Melancholia que empezaba por mandar al carajo su propia fiesta de casamiento y alejarse para mear el suelo con el vestido blanco ensuciándose en la tierra y el pasto.
Puede ser que Von Trier sea un idiota y por momentos lo es, también puede ser que le guste demasiado escandalizar, pero es uno de los pocos directores interesados en tocar esa fibra de cobardía suprema que hay en la vida moderna. Un tipo de sumisión que tiene que ver, también, con formas de control: no por nada Foucault comenzó su Historia de la sexualidad planteando cómo el individuo moderno reemplaza la confesión religiosa por la confesión en el diván del psicoanalista, o en el consultorio médico, pero siempre manteniendo la lógica de sentirse compelido a dar cuenta de sí mismo frente a un superior, representante de un poder. Joe parece buscar esa sanción, el alivio de que otro le diga que es un monstruo, y por supuesto que la parte más álgida de su relato tiene que ver con la maternidad, con la imposibilidad de mantener una familia después del hijo parido porque sí, como cumpliendo un destino. Y con la negación rotunda a parir un segundo hijo que la lleva a entrevistarse con una psicóloga para que se le permita tener un aborto legal. Como Joe no quiere abrir su intimidad frente a esta profesional y no exhibe razones válidas para que se le autorice la intervención, que se le niega, elige tomar el toro por las astas y se hace culpable, según ella, de un crimen perpetrado por sus propias manos. Es Seligman el que le hace ver que el problema del mal no se plantea para ella de modo general sino en tanto mujer, porque su desenfreno por coger y su rechazo del rol de madre no tienen equivalentes para un hombre.
En éste y otros puntos puede ser que Nymphomaniac se trate sobre lo que significa ser mujer cuando el deseo desborda. Si la liberación sexual permitida a las mujeres consiste hoy por hoy en mantenerse siempre sexy, tener ganas de coger y ser juguetona y atrevida pero siempre en el marco de la pareja heterosexual y monogámica (las revistas femeninas están llenas de tips al respecto: “sorprendelo con un mañanero”, “ponele una nota picante a tu vida sexual” o “diez cosas que tenés que saber sobre tu clítoris”), la película desmesurada de Von Trier hace que toda esa osadía reglamentada suene como un chiste. La verdadera liberación de las mujeres tal vez implicaría la desintegración del mundo tal como lo conocemos, que precisa millones de mamás que se queden en casa y reciban al marido con la comida hecha para prestarse a coger amablemente por la noche, o que sostengan con el trabajo doméstico toda la base de una estructura que las invisibiliza. Nymphomaniac es la historia de una que nació diferente, que lleva a flor de piel todo lo que se debe reprimir y ocultar muy profundo, y que por eso se golpea como un gato enjaulado contra los límites que se le imponen. Si la película es brutal, maravillosa y desagradable es porque el arte, que nunca es literal, construye figuras extremas para hacer visibles ciertas cosas que de otro modo están disimuladas en la regularidad de la vida cotidiana. En ese lugar de excepcionalidad habita, y desde ese lugar hace preguntas, ese monstruo magnífico que es Joe, una mujer que encuentra la forma visual de su alma en un árbol que crece muy, pero muy desviado.
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