ESCENAS
El escenario encajonado de Los corderos, de Daniel Veronese, es una guerra donde hasta el más manso mostrará sus garras para después aliarse con su opresor.
› Por Alejandra Varela
Mientras llora y lo echa y promete dejar de ser un cordero, Berta reproduce el discurso del hombre que la lastima, es la exaltada propagadora de una violencia que funciona como un aire rancio, ineludible, idioma exclusivo de ese mundo minúsculo que en la letra y en la dirección de Daniel Veronese se vuelve un experimento agigantado que el dramaturgo enmarcó con su luz blanca.
Es demasiado natural en ese territorio de Los corderos que alguien llegue de visita encapuchado y con las manos atadas, que un secuestro se parezca grotescamente a un llamado del recuerdo. Es ella, Berta, la que obliga a Osvaldo a no lamentarse por el brusco trato que ha recibido porque en Los corderos la palabra es el mayor artefacto de brutalidad. Es el recurso que cambia el sentido de lo evidente y de ese modo determina los lugares de poder que los personajes asumen en escena en el mismo instante en que son destrozados por el otro.
Es exasperante la actitud cadenciosa de Tono, su modo de mostrarse siempre incomprendido, casi lloroso, sensible hasta los bordes de la interpretación. Porque en esta historia todos actúan pero las mujeres pueden escindir su farsa del sufrimiento que esa representación implica, pueden mostrar ese desdoblamiento como planos de un realismo que por momentos parece querer revelar su verdad para después desviarse en una forma absurda que desangra la complejidad política del tema.
Veronese decide entrar en la violencia como un explorador que no quiere instaurar definiciones sino empujar al público a los matices que producen caracteres ambiguos. Es allí donde Los corderos parece nacer del contagio que la obra de Griselda Gambaro impregnó como una singularidad incómoda. En El campo, Gambaro instalaba a un tirano que lucía su uniforme nazi con absoluta desaprensión, como un ser carismático, capaz de borrar con su oratoria la materialidad del campo de concentración que custodiaba. Ema, la mujer torturada y mancillada, estaba obligada a reafirmar la voz de su opresor mientras se convertía en un personaje insoportable.
Se trate de la autoría de Gambaro o de Veronese, el espectador se descubrirá a veces impiadoso con las víctimas, otras íntimamente cómplice con sus hostigadores. Tal vez porque los roles saltan de un extremo al otro del diminuto escenario, porque la hija, que parece feliz al besar a su padre como si fuera su amante, no deja de ser una criatura apremiada por huir a esa calle que es contada por los personajes como una réplica de esa casita precaria donde se agolpan, se fustigan y acorralan para no poder escapar nunca.
En Los corderos, ningún personaje puede establecer una fisura que aproxime la realidad a otra experiencia. La inexactitud sobre la edad de la hija funciona como el modo más frío de explicitar el abuso. No se trata de decir lo que pasa sino de establecer un hueco entre los doce, los quince y los veinte años que hace de esa chica un ser obligado a actuar la inocencia para debilitar la acción que se ejerce sobre ella.
De este modo el teatro despierta una válvula política, al propiciar que la mirada del espectador sea la que termine de ordenar lo que la escena presenta como un costumbrismo enrarecido. Ella decidirá si convalida lo que ocurre, porque todo parece estar resguardado en un áspero consentimiento, o defiende su crítica cuando el daño asume la impertinencia de la normalidad.
Los corderos, escrita y dirigida por Daniel Veronese, con las actuaciones de María Onetto, Flor Dyszel, Luis Ziembrowski, Gonzalo Urtizberea y Diego Velásquez, se presenta los viernes, sábados y domingos a las 19 en el Teatro Cervantes.
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