Vie 21.08.2015
las12

EDUCACIóN

El arte de combinar los sentidos

En tiempos de individualismo y música ligera, ella empuja un proyecto independiente que consiste en convencer a 70 chicos y chicas menores de 18 años para tocar juntxs Yupanki, Vivaldi o Piazzolla. Clara Ackermann, directora de la Orquesta Escuela Juvenil de San Telmo, habla de “pedagogía viva”, de diversidad cultural, de la inspiración venezolana y de cómo se apropia de la batuta en un ambiente jurásico.

Por María Mansilla

Para llegar hasta la cofradía de Clara Ackermann hay que cruzar la plaza seca de San Telmo, a sus tangueros, a los artesanos, a los turistas. Hay que pisar el empedrado y, de vuelta en la vereda, empujar con ganas una puerta gigante, de madera. Hay que sumergirse en los pasillos de una especie de palacio abandonado, un edificio histórico cada vez menos descascarado que sigue pegado a la parroquia más grande del barrio que también levantaron los jesuitas. Hay que atravesar su patio enorme, tan clásico, y dejarse llevar por los sonidos envolventes que salen de una flauta traversa que practica por aquí, de un violín que se pellizca por allá (y sólo se dejan interrumpir por el campanario vecino). También hay que saber leer entre líneas. Porque este espacio construido en el 1700 –monumento nacional donde alguna vez funcionó una cárcel de mujeres– fue recuperado por el Ministerio de Justicia y reasignado a la Fundación Mercedes Sosa. Para llegar a la Orquesta Escuela Juvenil que dirige Clara Ackermann, decíamos, hay que apreciar que se trata de un laboratorio: esa agrupación cultural –durante tanto tiempo misógina, y tan conservadora como la iglesia o las monarquías– también tiene otro sentido.

“No es sólo una Orquesta. Es un combo: educación, infancia, música”, resume Ackermann para presentar su micromundo de 70 músicxs de entre 8 y 18 años creado en mayo de 2014. Sus actividades pueden seguirse en Facebook y disfrutarse en vivo: el próximo concierto será el domingo 6 de septiembre a las 6 p.m. en el Auditorio San Rafael, Ramallo 2606, Belgrano. Suena parecido a otros tantos micromundos que hoy pululan por el globo, contagiados por la experiencia venezolana (el Sistema Nacional de Orquestas Sinfónicas Juveniles, Infantiles y Pre Infantiles) inventada hace 40 años por José Antonio Abreu.

Educación, infancia, música. Y trabajo. Discurso. Cultura. Territorio. Clase. Sentido. Identidad social. Una ensalada que desvela también a intelectuales feministas como Rita Segato, apasionada de los sonidos desobedientes, y Martha Nussbaum, que argumenta sobre su impacto emocional y ético en la vida de la gente.

La Orquesta Escuela Juvenil de San Telmo funciona de manera independiente. Gracias a la autogestión consiguieron ser roommates de la Fundación Mercedes Sosa (“Un día les tocamos la puerta a Fabián y Agustín Matos, su hijo y su nieto, y enseguida nos dejaron quedarnos. Comprendieron el proyecto y nos dieron su espacio, su respaldo, y nos dejan crecer”). Y el apoyo del Banco Hipotecario, del Ministerio de Seguridad y el de Cultura de la Nación. Las clases individuales son gratis, los sábados a la hora de la siesta. Violines, violas, chelos, contrabajos, flautas, clarinetes e instrumentos de percusión ensayan en patota durante la semana, después de ir a la escuela. Tocan música académica, folklore, tango; tampoco faltan los clásicos de Los Beatles y de María Elena Walsh en versiones arregladas para la ocasión.

Pedagogía viva

Dicen que la revolución a través de la educación puede ser más poderosa que una revolución política. ¿Estás de acuerdo?

–Totalmente. Para mí lo más importante de estos proyectos, además de la formación musical, es la educación, es acompañar el desarrollo de los niños y niñas, acompañar sus individualidades, no pensarlos como clones. Por eso lo que tratamos de hacer acá con los profes es mantener una pedagogía viva, algo que se necesitaría hacer en todas las escuelas. Es algo que cuesta, por supuesto. Tratamos de entender que estamos en un constante cambio social, entonces la pedagogía no puede ser igual que hace cien años. Tratamos de estar todo el tiempo repensando qué es lo mejor para los niños y niñas de esta época. Pensamos en cada unx, en su situación, qué los rodea y cómo hacer para que su desarrollo sea más sano. Tratamos de que sea algo vivo, de cuestionarnos eso todas las semanas. ¿Cuál es la mejor manera de enseñar? ¿Cuál es la mejor manera de llegar? No pretendemos que todos alcancen el mismo nivel ni que aprendan de la misma manera.

Hay un prejuicio clasista que señala que estos proyectos sirven principalmente si están dirigido a las poblaciones más vulnerables económicamente...

–A todos les sirve. Creo que la preadolescencia y la adolescencia son períodos muy fuertes para todo el mundo, no sabemos quiénes somos, para qué estamos, la depresión... eso no tiene que ver con la clase social. Al tocar en una orquesta se trabajan un montón de valores: compartir, tener disciplina, poder convivir, respetar las diferencias... Si hoy aprenden a tocar y mañana se quieren ir, se están llevando una herramienta, un conocimiento que no se los saca nadie. Como con cualquier otro trabajo artístico da seguridad en unx mismx, confianza, autosuperación. Es un orgullo. Acá tenemos un banco de instrumentos, los prestamos; el día que se lo llevan es importante porque es como decir: “Ya estoy listo”. Las madres les sacan fotos.

¿Entonces cuál es tu exigencia o expectativa cuando los dirigís?

–Lxs chicxs no son tontos. Están aprendiendo pero de a poco van desarrollando su oído y se dan cuenta cuando suenan mal. Todxs quieren que suene bien. ¡Todos pueden! Unos tardan más, otros menos... Aprenden de a poco. Los más chicos aprenden jugando, casi por imitación; cuando son más grandes ya lo pueden pensar desde otro lugar, según la edad los vas llevando por un lugar diferente. Hay mucho cariño pero también hay exigencia.

¿Y cómo se relacionan con el repertorio? La música clásica parece algo jurásico pero está en el clásico BocaRiver, en las propagandas de autos caros, en Los Simpson, en conciertos mediáticos como los de Argerich y Barenboim...

–Sí, pero en la mayoría de esos casos la música está acompañando, no como valor en sí mismo. Porque la imagen es más importante. En cambio, cuando en un boliche pasan reguetón lo importante es el reguetón.

De alguna manera estos proyectos permiten el acceso a la cultura, en su diversidad. Hoy lxs chicxs tampoco están familiarizados con nuestro folklore...

–Porque estamos muy alejados de cierta música. Estamos acostumbrados a escuchar sólo lo que pasan los medios, es lo único que tenemos presente. Nuestra idea es mostrarles todo el mundo de la música; después ellxs elegirán hacia dónde ir. A mí me dicen ¿Cuándo vamos a tocar esa obra de Vivaldi? o ¡Me encanta Piazzolla! Es simple: conocen, disfrutan, después chusmean por Internet. También se cree que hay instrumentos que son elitistas, y no es así. Hoy existen violines, por ejemplo, que son de fabricación China y cuestan menos que un celular o un par de zapatillas.

El instinto no tiene plan B

Profesión: directora de orquesta. Tu generación está rompiendo el techo de cristal.

–Muchas veces me dicen “¡Guau! Una directora mujer...”. Durante la carrera éramos dos chicas, y mi maestro nos decía: “Van a necesitar mucha fuerza personal, va a ser difícil porque es un ambiente donde la mayoría son hombres”. Pero las mujeres directoras somos cada vez más.

¿Cómo llegaste hasta acá?

–Estudié piano cuando era chica. Mi padre es guitarrita, mi mamá tocaba el piano; no son profesionales pero siempre sonaba un instrumento en mi casa. En el último año de la escuela tuve que hacer una tesis y elegí el tema ¿Qué es la música? Tenía que desarrollar una parte teórica, una práctica y una social. Yo vivía en Escobar y había una villa cerca. Y me metí en una iglesia, pregunté si podía armar ahí una orquesta infantil y me dijeron que sí. Les enseñaba flauta y percusión porque era lo que podía comprar yo, no tenía recursos económicos. Me acuerdo que las flautas costaban doce pesos. Después íbamos por todos lados a dar conciertos, era emocionante. Ahí investigué más sobre el proyecto de Venezuela y me convencí de que era mi camino. Aunque después, cuando estudié Dirección Orquestal en la Universidad Maimónides, seis años de carrera, me empapé en otro mundo; te dan ganas de ser la mejor directora del mundo, de ir a estudiar a Europa, hacer tu carrera... Sentía que iba a cambiar de planes. Pero cuando me gradué volvió a surgir mi instinto, y acá estoy.

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