FOTOGRAFíA
El fotógrafo chileno Cristóbal Olivares se acercó a 25 de los miles de femicidios ocurridos en su país en los últimos tres años para producir Amor, un proyecto que busca la memoria de vida de las fotografiadas para trascender las estadísticas.
› Por Romina Resuche
En un momento de 2012, Cristóbal Olivares iba llegando a Santiago, luego de una temporada viviendo en Canadá. El joven fotógrafo, en busca de más experiencia como reportero y en pleno desarrollo de su trabajo autoral, volvió a su país para quedarse algún tiempo y meterse de lleno en una investigación, en un proyecto con el que pudiera comprometerse. Ya desde sus primeros días en Chile, las noticias le contaban de un femicidio tras otro. Casos diversos y parecidos, dados a conocer y a la vez ocultos en cifras que aumentan o descienden numerando víctimas. Mujeres que mueren porque las mata alguien que estaba muy cerca, alguien que alguna vez las besó, las abrazó o quiso hacerlo.
Olivares se detuvo en la consecuencia más abrupta de la violencia en una relación de pareja y comenzó a hacerse preguntas, a intentar una reflexión a través de la fotografía. A su primera corazonada, la de retratar los lugares donde ocurrieron ciertos asesinatos, se sumó el encuentro con personas cercanas a estas mujeres. Ellos le mostraban sus espacios –sus casas, sus habitaciones–, le relataban lo que sabían de sus historias –si tenían hijxs, si sentían miedo–, le facilitaban objetos y rastros, pistas que aportaron a la empatía del relato, a la construcción de una materialidad que acompaña el trabajo del fotógrafo y también, en uno de los casos, al hallazgo de pruebas que ayudaron a condenar a un acusado.
Olivares reconoce que lo que hizo fue principalmente encontrar otra manera de sensibilizar sobre el tema desde su trinchera. Con una cuota de activismo solventada en una infancia en la que la separación de sus padres trajo a cuestas el maltrato psicológico, vio mayor impulso para su búsqueda en las débiles campañas de prevención que existen y en la necesaria visibilidad de estos hechos. Como un modo de probar explicarse a sí mismo cómo se llega a algo así, comenzó una suerte de tesis continua, supo que la palabra amor en latín conjuga a (sin) y mor (muerte) y decidió titular así su proyecto.
Desde esos apuntes sobre casos que abarcaron el país de norte a sur, el fotorreportero dio cierre a la primera parte de su trabajo exponiendo las fotografías (en un museo, en una página web, en un libro) pero confiesa que siente que en términos emocionales tiene ahora más preguntas que antes de iniciar la serie. De los 22 trípticos, una selección que expone 17 de los casos que retrató fue interpretada en montaje como una denuncia válida para todos los tiempos en los que en nombre del amor ocurre la muerte. En el MAC Parque Forestal de Santiago de Chile, hasta el 27 de septiembre, pueden verse las fotos de este ensayo rodeadas de prendas de vestir, recuerdos, fotos de archivo y cartas pidiendo ayuda, junto a unas tarjetas rojas que amplían con datos crudos y de color la forma en la que echaron del mundo a cada una de esas mujeres.
Por esta investigación, Olivares obtuvo el premio Rodrigo Rojas de Negri en 2014 y consiguió la financiación para la puesta online del trabajo completo y para la edición del libro –a través de Buen Lugar, la editorial de foto-libros que Cristóbal tiene junto a su hermano Alejandro–. Cuando a fin de año la página web y la publicación se lancen, comenzará otra etapa en el proyecto de Olivares, la de involucrarse desde otro ramal. Registrada la historia, trabaja hoy sobre alianzas reales con escuelas secundarias y diversas ONG de todo Chile para generar actividades que inviten a pensar el vínculo amoroso desde sus inicios.
Durante los años de seguimiento epidérmico, a Olivares le llamó la atención el contraste que podía verse en los lugares donde se cometieron los femicidios: altares que las veneran como santas o la inexistencia total de huella en una esquina de pueblo. Rescatando las historias particulares, el fotógrafo armó una red para tratar de entender adónde iba, y una vez establecido el vínculo con las familias le resultaba cada vez más duro fotografiar. Lo ayudaba la lentitud del formato que eligió (analógico, 120) para asimilar un poco y también para seguir la coherencia de lo frágil. Porque la fragilidad se volvió el punctum de su retrato.
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