ENTREVISTA
El 18 de diciembre de 1995 su ex pareja asesinó a Manuela Aguiño. Ese día el hijo de ella, Luis Bremer, se había recibido de locutor. Fue silenciando ese hecho que durante veinte años pudo seguir adelante y construir su carrera como periodista de espectáculos. Pero a partir de la concentración Ni Una Menos recuperó la memoria de su mamá y contó su orfandad social en el aire de Radio América. Ahora apuesta a la resiliencia, a poner una voz disidente del machismo imperante en la televisión y a acompañar de alguna manera a los hijos varones que sufren las esquirlas de la violencia machista en primera persona.
› Por Luciana Peker
Los femicidios no son crímenes pasionales. La pasión no mata, no se adueña, no destruye. Un hombre no ama si es capaz de dejar sin vida. Y no hay pasión en esa sangre que dispara esquirlas sin respiro entre sus familiares, amigos, compañeras de trabajo, madres e hijos. Hijos. Los hijos varones son víctimas silenciadas de otros varones –a veces sus propios padres, padrastros u otras parejas– que asesinan a sus madres y también los desblindan a ellos de la protección, el amor y la vida de su mamá y los estaquean como víctimas colaterales de los femicidios. La palabra femicidio es un logro de tinta y bocas intolerantes a endulzar el asesinato contra mujeres porque otros creían que podían ser sus dueños y no sus novios, esposos o amantes. No hay pasión en ese crimen. Ni en el estallido de heridas y silencios que se rasgan con cada mujer que muere de la muerte evitable de la violencia machista.
Manuela Aguiño se enorgullecía de ser gallega y de vivir en Argentina. Era ama de casa y hacía tortas, cosía telas o trabajaba de secretaría en un oficio sin honores coronado como buscavidas. Se casó con Godofredo y tuvo dos hijos: Walter y Luis. Se quedó viuda. Y buscar vida también es buscar amor, pasión, risa y compañía. Tuvo un noviazgo con cama afuera hasta que decidió terminar la relación. No es no. Y él no lo entendió. Y creyó que Manuela, su decisión, su deseo, su cuerpo, su respiración y sus palabras le pertenecían.
El 18 de diciembre de 1995 Luis Bremer se recibió de locutor nacional y fue a recibir su título al Teatro Cervantes, por supuesto, con su mamá Manuela Aguiño. Tenía 22 años y un papel en blanco para escribir su vida nueva. Se bajó del auto dispuesto a festejar su egreso y su cumpleaños –que había pasado apenas cuatro días antes, el 14 de diciembre– y se encontró con su mamá asesinada en la puerta de su casa en Villa Urquiza. Ella había llegado antes, en otro auto de unos amigos, a su casa y al festejo doble. Su ex pareja estaba disfrazado para asecharla en la espera. Ni bien se bajó Manuela él la asesinó. Luis llegó y vio a su madre sin vida. “Me recuerdo sentado en el cordón de la vereda. Me entran a mi casa. Pero la sensación era la de estar en un aljibe inmenso con una luz chiquita, en el fondo del pozo. La sensación de orfandad se siente ahí y cuando la Justicia te ignora y naturaliza el crimen de una mujer como una de las posibilidades a ejercer por un hombre”, le cuenta a Las/12, con la memoria de esa desesperanza ante lo imposible frente a los ojos desiertos de buscar vida.
Luis se reconstruyó entre la introspección del análisis, las amigas más cercanas, las puertas cerradas de la Justicia, la hermandad y el envión de ser tío. La sed profesional lo llevo de los canales de noticias a los programas de espectáculos. En ese barro en vivo donde se define, palabra a palabra, el amor, la pasión, los celos, el sexo, las separaciones sin los corsets de lo que se debe y sin la discreción de lo que se deja entre cuatro paredes. A veces desbocadamente se rompió con la idea de vida privada que conservaba entre porcelanas las náuseas de la amorosidad. A veces fomentando sexualidad siliconada y competitiva sin renglones para los roces feroces, furtivos, fugaces o fogosos de la intimidad. Desde la conducción en Canal 26 o el panel de Viviana Canosa, Luis Bremer hablo y preguntó sobre el erotismo mediático con la cucaracha puesta y una distancia clara cuando el machismo mancha la pantalla. Pero siempre silenció su historia. Hasta la marcha histórica del 3 de junio con la consigna Ni Una Menos. Manuela no tendría que haber muerto. Y es una menos de las menos que se velaron en ese masivo abrazo a las que faltan –y para que no falte ninguna más– que se dio en el Congreso. La foto de Manuela, enterrada como forma de negación para la supervivencia ante la indiferencia colectiva, volvió a la solapa de Luis. En Detrás de lo que vemos, en Radio América, en donde trabaja junto a Bernarda Llorente y Claudio Villaruell, contó, por primera vez públicamente, que era hijo de un femicidio.
Luis también es periodista de El diario de Mariana en Canal 13 y conductor de Tres copas, en Radio América y editor de Parte del Show.com.ar y 3copas.com.ar. Con una voz firme pero acostumbrada al espadeo de la frase más punzante y con el código televisivo como valor agregado no deja que las nenas entregadas como premio a los conductores que reparten premios y catan mujeres como si fuera una ruleta azarosa de rojo y negro las mujeres sean símil de moneda corriente. Dice que lucha contra todos los machismos y contra el machismo propio. Y, por primera vez, a partir de la marcha de Ni Una Menos –que lo despertó a la madrugada con el corazón acelerado después de tantos años de elaborar la muerte para que no lo duerma en vida– cuenta su historia.
Su lugar es el del preguntador. Pero más que contestar lo trasparenta una fragilidad renovada al hablar de su mamá y remover su imagen frente a la orfandad en el cordón de la vereda. La entrevista, en el bar del Museo Evita, no lleva bombos y platillos, pero tampoco la voz anodina de respuestas apretadas en una casette ya grabado de memoria. Suena un acordeón. Evita brilla en el espejo del baño con su pelo desanudado y rubio de dama desacatada del escenario argento, igual que para Luis la política y el espectáculo se desnudan mutuamente. Un grupo de hombres paladean la crema del café a sorbos chicos y borbotones de palabra sobre dulzor y chocolate igual que Luis hace con su sitio sobre vinos y gastronomía como el paladar de una vida que no se acaba cuando quieren que se te acabe. La política y el espectáculo siempre estuvieron ligados. La historia propia también, siempre, se coló en la historia colectiva. Evita sonríe con su rodete de diva Made In Argentina a la vera de Luis que pide entre muchos tés el té más clásico. Ella fue una hija ilegítima cuando todavía el ADN no hacía justicia por sangre propia y los livings televisivos no se hacían un banquete sobre la paternidad al plato. Luis es un huérfano que cruza la escalera de flores del Museo Evita para confiar en la resilencia y desacomodar a los victimarios de la cultura machista y a un lugar que nunca habito como personaje de victima. A los 41 años, casi el doble que cuando mataron a su mamá, ella renace en su memoria y él puede hablar como hijo de un femicidio, como uno más de los varones que, a veces con más silencio y ocultamientos, son víctimas violentas del machismo.
–Hubo dos meses de amenazas telefónicas anteriores, una presentación policial que fuimos a hacer con mi vieja en el que nos ignoraron y que resultó un papel en el viento porque ni lo citaron. Yo la acompañé.
–No me acuerdo todo. Hay una capacidad maravillosa que es la negación. Sólo sé lo que pasó al final. El 18 de diciembre de 1995, el día que yo me recibí de locutor nacional, en el teatro Cervantes nos entregaban los diplomas. Tenía 22 años. Volví a mi casa porque había un festejo por mi cumpleaños –que era el 14 de diciembre– y encontré a mi vieja asesinada.
–Tuvo una condena mínima y a cumplir en la casa. No quiero decir su nombre porque ya murió y prefiero invisibilizarlo. Hicimos una causa penal y civil. Mi hermano trabajaba y puso mucha plata y esfuerzo para no llegar a ningún lado. O peor que a ningún lado: a ignorar la tragedia. Cuando el Estado te ignora y te desprecia sentís el doble de impotencia. Esto sigue pasando ahora porque la mayoría de los jueces se niegan a hacer los cursos de capacitación y tienen una mentalidad machista.
–De eso no se hablaba. Salvo en terapia no lo hable por quince años. Es muy terrible vivir la orfandad social. La vida te pone en una situación así. Pero que la sociedad te deje de lado implica que tu país deja de ser tu país para ser un territorio extraño. Esta sensación la deben vivir los más de trescientos pibes que son hijos de víctimas, según una ONG (La Casa del Encuentro) porque ni siquiera hay un conteo oficial y peor los pibes que siguen viviendo cerca del asesino de sus madres. Eso es un horror indecible.
–A los 22 años viviendo solo en el departamento donde en la puerta habían matado a mi vieja los días no eran días. No hay oxígeno, nada te conmueve y solamente me rescato el afecto de Analía Paz y la enorme calidad humana y profesional de Irene Moscovsky que fue mi psicóloga.
–Me indignaba el estigma de crimen pasional en los graph y los diarios. Sentía que era una habilitación al femicidio. Le estaban poniendo el arma a la mano al que iba a matar a una mujer. No estaban matando pero estaban justificando y bestializando esa acción. Las pasiones no tienen que ver con eso. La pasión tiene que ver con los ideales, con el amor que es desear que el otro sea feliz más allá de uno y con el sexo, no con la muerte.
–El dolor te impide hablar, es un dolor paralizante, no sabes por dónde arrancar o dónde ir. Sentís que nadie va a entender. Cualquier comentario puede lastimarte por mucho tiempo. No son unos años. Es un proceso de duelo. Por eso en el programa de Claudio y Bernarda conté que lo único que me despertó fue el corazón de mi sobrino. Axel nació hace 15 años y cuando escuché los parlantitos que estaban monitoreando a la criatura ese latido me arrancó del dolor y del silencio. Sentí que ahí estaba la vida potente para darme una respuesta que ni la sociedad me supo dar.
–Heredarles verdad y libertad a los chicos. Y otro motivo de esta nota es que detrás del espanto que nos sucedió borré a mi madre y ahora quiero rescatarla del olvido, ofrecerle mi amor y decirle que ni ella ni nosotros tuvimos nada que ver.
–Yo agradezco a la marcha por varias razones. Fue convocada por honrosas colegas mujeres y, luego, nos sumamos los varones. La marcha me dio lo que la sociedad y la Justicia me negó. Me dio contención, amparo y sensación de comunidad: había chicas y chicos jóvenes de la mano besándose, creyendo en otra conciencia, increpando el régimen machista que vive en todos y todas nosotras. Ese régimen que deja afuera a la mayoría de hombres y mujeres y que si no borramos de nuestra mente seguiremos siendo una colonia aunque nos creamos un país.
–Cuando sos varón y adolescente y edípico sentís que vas a cuidar a tu mamá. En un momento le dije “no te preocupes mamá que mientras yo esté a tu lado nada te va a pasar”. Y cuando ella vuelve del Cervantes nos separamos apenas un instante. Ella iba en un auto y yo en otro. Fue una fantasía adolescente creer que uno puede defender de un femicida a una madre. Pero duplicó la vergüenza. ¿Por qué no estuve, por qué no hice algo antes, por qué no grité? Ahora si gritas tu voz retumba, antes si gritaba tu grito se lo chupaba el vacío, eran situaciones privadas de las relaciones humanas, no se pensaba como un magnicidio cultural.
–Me llamó poderosamente la atención la resistencia y negación de todos los medios de todos los colores ideológicos en relación a la marcha. A las doce del mediodía, del día siguiente, una marcha que sólo en capital congregó 300.000 personas se invisibilizó nuevamente y se calló la voz del horror. Y no creo que tenga que ver con una decisión pensada sino con una eterna incomodidad machista a la pérdida de poder, sin saber de qué poder estamos hablando. Aunque sea la tradición de esos comentarios que abuelas, tías y madres machistas nos heredaron. Romper con todo eso nos va a doler en el alma pero nos va a liberar para siempre.
–La marcha cambió el paradigma. Si se escuchan gritos en la casa de al lado sos parte, llamá a la cana y hace algo. El más mínimo chiste machista, hoy por hoy, se puso en la lupa. Las millones de puteadas machistas contra la mujer –como conchuda– se pusieron bajo la lupa. La marcha debe generar incomodidad, increpar, debatir y sanar el machismo estructural. La ley de violencia de género necesita la aplicación y los recursos para que haya hogares de tránsito para las mujeres humildes que las cagan a palos y no saben a donde ir. Los jueces y policías deben ir a un curso de género y cambiar su mentalidad. Y en las escuelas se tiene que hablar del tema.
–Generando conciencia no new age, sino pensamiento activo. Somos lo que pensamos. En el caso Juanita Viale y su foto con (Martín) Lousteau (en donde se los veía juntos y ella estaba embarazada) ante la trinchera dispuesta a apedrearla yo ofrecí mi voz a su favor respetando su condición de mujer y su libertad personal no mezclando su embarazo con sus decisiones interpersonales.
–Eso me irrita. La marcha tenía un objetivo muy claro y por eso decidí hablar en el programa de Claudio Villarell y Bernarda Llorente, en Radio América “Detrás de lo que vemos”, en el que soy columnista, y les agradezco la contención y el respeto de permitirme hablar hasta donde quise del tema. La efervescencia social, el llamado a la marcha, un tiempo político donde estamos cambiando cosas importante y hay tantas otras por cambiar, te atraviesa el tiempo personal y viene como un viento del pasado a traerte esa historia al presente y te da permiso para resignificar y para decir “acá estoy” y contar ese horror. Hay una frase de (Eduardo) Galeano: “En la historia como en la naturaleza de la mierda nace la vida”. Esa foto es la que quiero contar a los pibes que están transitando los primeros meses y años de ese duelo.
–La terapia te da herramientas y debería ser parte del Programa Médico Obligatorio con todas las sesiones que hagan falta. Pero, además, quiero pedirles que busquen manos, abrazos y ayuda para ser contenidos y para empezar a pensar.
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