MONDO FISHON
Chicas audaces
Aun democrática como es en cuanto a las proporciones de los cuerpos que pueden portarla, la moda de cancha no es para cualquiera. Hay que ser audaz en más de un sentido: para mezclarse entre enfervorizados varones, bacantes masculinos en su propia orgía de cantos e insultos, sudor y lágrimas y hasta golpes y disparos (se han registrado record de magreos de zonas pudendas en cualquier puerta del tren Sarmiento cuando descienden en masa los feligreses de Vélez Sarsfield); para calzarse jeans ajustados aun cuando la temperatura lo desaconseja vivamente so pena de convertir las piernas en pulpa informe y amoratada; para gritar a viva voz epítetos propios de inquisidores que condenan las elecciones sexuales disidentes. ¡Pero qué felices se las ve los domingos a la tarde, orgullosas de su valentía, paseando ombligos y ombliguitos al sol –las remeras cortas y los jeans bajos son un must–, luciendo esos rodetes sobre las nucas rapadas que tienen un único y razonable motivo: ¡evitar el tirón de pelo que puede hacer recular a la más pintada en plena estampida! Hasta da un poco de envidia esa soltura con la que se menean al ritmo de cantos que prometen pisotear la cabeza del adversario cual pelota de fútbol (valga la redundancia) mientras liban líquidos de color dudoso (¿querosén?, ¿tinner?) metidos en botellas de gaseosa que pasan de boca en boca, mientras los que esperan su turno exigen el trago llamándolo “beso”. “Dame un beso”, le dice cualquiera a cualquiera que luzca medallitas con el escudo del club, la camiseta de marras que también se impone o ese maquillaje de mimo con los colores de su pasión. Y el beso, palabra que también se usa para definir a las pitadas de pitillos de toda clase robadas al azar, circula en ese entre nos que da la cancha, afianzado al extremo cuando la montada cerca a la hinchada que a viva voz asegura a los uniformados que mientras ellos están ahí, sus mujeres se divierten (por ser suave). Entonces las chicas se olvidan de lo mucho que han lavado las enormes zapatillas de precios increíbles –eso si además de ver fútbol escuchan cumbia– o las topper blancas –si lo que se suma es el rock– y se meten en ese barro tan masculino y lo disfrutan como propio, sin quejarse por los codazos en las delanteras, desafiando al destino de manos intrusas con sus pantalones ajustadísimos, y habiendo averiguado algo que, dicen, no se puede explicar, porque es un sentimiento.