A MANO ALZADA › A MANO ALZADA POR MARíA MORENO
El amanecer después de la tormenta
(de cómo lazos y amistades ficcionales iluminan otras mitologías)
› Por María Moreno
Es difícil pasar por alto que la escritora Florencia Abbate tiene menos de treinta años, pero el rasero de la generación no dice nada de un texto, aunque seguramente ilumine nuevas mitologías y marcas culturales. El grito, recién publicado por Emecé, propone reconocer cuatro relatos en primera persona contra un fondo de sucesos argentinos –los que embravecieron el pasaje de diciembre del 2001 a enero del 2002–, y donde los narradores, a quienes podemos definir provisoria, casi insultantemente en su ánimo de solapa como Federico (bueno para nada, sin vocación en el frente, obsesionado con un libro sobre el suicidio), Horacio (ex militante recién llegado del exilio y amurado por su última esposa), Peter (partenaire arrepentido en el interior de una pareja gay donde sufre el despotismo de su amante), Clara (escultora, solitaria y enferma de leucemia), tienen en común el no haber sentido la pulsión cívica de salir a la calle para sumarse a la revuelta sino que más bien parecen preguntarse por las condiciones de la política misma. En ese sentido no habría que ceder fácilmente a los cebos ideológicos y casi periodísticos que pone Abbate a lo largo del texto, por ejemplo, la diatriba antineoliberal de la página 84, o cuando describe el desprecio que siente Horacio por la vecina que dice que los pobres no trabajan y encima se lastiman entre ellos, o el de Clara por la suya, preocupada por el default y la captura de sus ahorros. O cuando irrumpe como una alegoría el tentempié de goma con la forma de El grito de Munch, cuadro emblemático de la condición trágica que inaugurará el siglo XX. Porque El grito es una novela sobre la amistad como búsqueda no siempre consciente, aun entre hermanos y hermanas.
Derrida encuentra en la amistad falocéntrica sustentada en el modelo de la fraternidad el soporte de la política. Interrogar ese modelo y oponerle el de otra que proponga una igualdad sin reciprocidad, ni simetría, ni prueba ni tiempo, daría lugar a otra política. “Conviene perturbar el concepto dominante de democracia: la simpática fraternidad republicana y universal puede siempre hacer que regrese la simbología de la sangre, de la nación, de la etnia o el androcentrismo sublimado”, escribe. Pero, ya está dicho, El grito (la novela) no opone amistad a fraternidad. Si la reciprocidad aparece como ilusoria en la vida de cada uno de los personajes, esto no es motivo de lamento sino una invitación, incluso a hacerse hermano del hermano o hermana de la hermana, infiltrando en la sangre ese valor de la amistad utópica puesta en juego como política para afirmar que nunca el dar puede ser una inversión. Si la conciliación imaginaria de Clara con su hermana Silvina, de Federico con su hermano Agustín, sólo parece continuar el protocolo fraterno al poder sustentarse sólo en el ¿te acordás?, la novela-enlace propone que el ¿te acordás qué risa cuando murió mamá? enviado mediante e-mail por Clara a Silvina; o la dureza de los años en Estocolmo que Federico le pide recordar a Agustín, pueden dar lugar a una amistad sin archivo ni búsqueda de consenso en la memoria, y donde los hermanos pueden estar incluidos tanto como los que son como hermanos. También en El grito se pone en escena la fraternidad jurada de la militancia bajo la forma lúcida de la renuncia a continuarla en la nostalgia cuando un ex compañero le responde a un Horacio recién llegado del exilio: “A vos, Horacio querido, te ganó el cansancio. A mí,la resignación. A otros, la comodidad o el arrepentimiento. ¿Te acordás de los que discutían a quién cantar primero? No tiene sentido, te aseguro, que nos encontremos”. En lugar de abordar ese modo perdido de la amistad, Horacio puede compartir con Rosa, una cartonera, la amistad-encuentro donde el darse el uno al otro no es un intercambio e ignora el bien que da. Sin embargo, sabiendo que la vida de la hija vale para Rosa más que la propia vida –la niña se había pinchado con una jeringa encontrada en la basura, Horacio descubre que servía para inyectar a un gato diabético–, comunicar que ésta no está en peligro luego de una investigación que empuja de la soledad rumiante hacia el otro tiene el valor de un acto. Que la cartonera y sus hijos se lleven literalmente el peso del pasado al llevarse las revistas y diarios de sus años de militancia le da a Horacio un nuevo comienzo. Ironía de Abbate: sin testigos que acusen de reformismo, la revista política, mientras ingresa al status de letra muerta o documento para eruditos, se transforma en la escueta mercancía de pobre, y Horacio se ve por primera vez cara a cara y a solas con su Santo Grial de ayer, un representante del pueblo al que el azar puso de igual a igual en el encuentro. Puede incluso, lejos de su hija de sangre, dar un momento de paternidad a los hijos de Rosa. ¿Demasiado poco? A lo simbólico le basta una décima de segundo para inscribirse, pero gasta años luz en comprobar su fracaso.
La amistad de igualdad sin reciprocidad, sin identificación y sin semejanza en lugar de aquella que se apoya en la fraternidad y en la nostalgia convierte en alegoría la imagen de la Pietá, de Miguel Angel, que miran juntos Clara y Agustín: la Virgen está de pie detrás de Cristo, es decir a su altura, como si lo sostuviera al mismo tiempo que le cuida las espaldas. La historia final de El grito, la de Clara y Agustín, es el ejemplo más acabado de una amistad-encuentro. Venida literalmente de arriba –Agustín se descolgó en el balcón de Clara mientras pretendía filmar un video experimental–, sin pasado que aliente la rememoración ni futuro a calcular, igual pero no simétrica, esta amistad dice que hay que tirar los archivos donde se está juntos porque ya se lo ha estado antes, o por obediencia a una causa, o por la fundación garantizada por enemigos en común, o en nombre de un suelo o de la sangre. Esta amistad sólo retiene del otro su palabra vertida con la sola esperanza de ser escuchada. Novela moral, homenaje al modernismo donde –dice alguien por ahí– “todo era más lindo”, El grito propone nada menos que la salvación, no por sugerir la compra de alguna de las ofertas del mercado del cielo o la causa, o porque oriente al ideal filantrópico en comandita, sino por la llegada de un otro con el que mirarse a los ojos sin la promesa de una fundación y con la certeza de que en el cielo de El grito (el cuadro), tras su rojo de sangre –el modernismo ha muerto, ¿cómo podría haber cursilería?–, yace la eterna metáfora del amanecer después de una tormenta.