Viernes, 10 de febrero de 2006 | Hoy
A MANO ALZADA
(Sobre el anclaje de la identidad y de cómo los dilemas éticos se derrumban frente al deseo)
Por María Moreno
En este momento la francesa Isabelle Dinoire es la cara más famosa de la prensa mundial. El injerto de rostro que se le ha practicado en Lyon ha generado un frenesí filosófico cuya mayor objeción es que se le ha injertado parte de la cara de otra persona. Es que el rostro parece decir yo y por eso no sería modificable más que por la vejez, la desfiguración o la cirugía rejuvenecedora. Cuando evocamos a una persona amada, por más lascivia que hayamos introducido en el vínculo con ella, la imagen que sobreviene es la del rostro y, si se trata de evocar una escena completa, éste permanece como dato inconfundible de que se trata de él o ella y de ningún otro. El dicho popular habla de caradura para identificar un defecto, se pregunta con qué cara se hace tal cosa vergonzante; la cara se asocia a las cualidades de una identidad. Cuando se le quiere dar vuelta la cara a alguien, amén de querer darle un sopapo, es todo el ser del otro el que se quiere amenazar. En las fotos de detenidos-desaparecidos que publica este diario, la cara, estrechamente unida al nombre, equivale a identidad. Para perpetrar la tortura y el crimen se esconde la cara de la víctima, tabicándola o vendándola, no sólo para que ésta no conozca la cara de su agresor, es decir su identidad, sino para que su propia cara se vuelva anónima. Según se dice precipitadamente, Isabelle Dinoire tiene la cara de otra persona. Y no sólo eso, se trata de la cara de una persona que alcanzó el objetivo del suicidio. ¡Vamos! Se trata de tejido muerto que hubo que revivir, una parte de Maryline Saint Aubert, la donante, cuando no quedaba nada de su ser más que una materialidad inanimada. Por un lado Isabelle Dinoire le quiso dar muerte a Isabelle Dinoire. No lo logró. ¿Realmente? Su cara actual le muestra a otra persona pero esa persona no es Maryline Saint Aubert. Es más: la cicatriz sigue planteando una frontera bien definida. Más bien evoca al Frankenstein de Mary Shelley. Se trata del rostro de Isabelle Dinoire reconstruido y donde los elementos injertados son tan extraños como los de una cirugía plástica rejuvenecedora, donde también se pierde toda identidad facial sin que nadie ponga el grito en el cielo filosófico: es más, las que se someten a ella se reconocen mejor en esa cara de nadie.
La vida de Isabelle parecía anodina hasta el punto que ella quiso dejarla, por ahora las razones que la llevaron a intentar un suicidio se han difuminado. Ahora tiene otros conflictos: 350.000 dólares a cambio de un relato, la pérdida total de anonimato, la condición de ser un conejillo de Indias vitalicio. Es paradójico: mientras se teme que la nueva cara no le prenda, ella pasó a ser totalmente su cara. ¿El hecho de llevar imaginariamente la cara de una suicida la ha hecho negociar con su propio suicidio fallido? A los psiquiatras se les queman los libros.
Raúl Baron Biza, un militante revolucionario radical, escritor pornográfico y eximio panfletista argentino, en la década del sesenta y durante una reunión destinada a determinar las condiciones de su divorcio de Clotilde Sabattini en presencia de sus respectivos abogados le arrojó a ésta el ácido que escondía en una hielera, desfigurándola irreversiblemente. Luego se suicidó. Clotilde Sabattini era hija del conocido Amadeo Sabattini, ministro de Gobierno y Educación de la provincia de Córdoba. Militante radical ella misma, durante el primer gobierno peronista su figura aparecía en la prensa casi tan a menudo como la de Evita, que en una ocasión la hizo encarcelar. Era, puede decirse, la cara femenina de la oposición. Como experta en pedagogía formada en el exterior del país, llegó a ser presidenta del Consejo de Educación durante el gobierno de Arturo Frondizi. Se suicidó en 1978, arrojándose desde el piso doce del edificio en que vivía.
Luego de la agresión se había sometido a innumerables operaciones reparadoras. En la novela El desierto y su semilla, Jorge Baron Biza relata: Un hombre, Aarón, arroja sobre su mujer, Ligia, un chorro de vitriolo en presencia de los abogados que han venido a ultimar el detalle de un siempre diferido divorcio. Mario Gageac, el hijo, será el custodio de esa ruina que permanecerá in restauri aunque quienes lo realicen no sean esos expertos que se agitan con sus líquidos rejuvenecedores sobre los pentimentos de las obras clásicas para extraer aún una capa más del original, sino cirujanos que, con delicados instrumentos y la precaria solidaridad del tiempo, ese cicatrizador sin planes de diseño, le permitan vivir con un mínimo de cara. Mario Gageac acompaña a esa madre reservada que, tal vez por su tarea de docente, sabe que se trata de avanzar con esperanza no hacia el futuro de la totalidad sino al día a día de los avances parciales, primero a una clínica donde el trabajo se centra en las apariencias, fundas de piel injertada que oculten la vastedad del vacío que encubren, luego a la del doctor Calcaterra, cuya ciencia afirma que es en la excavación profunda, más allá de la labor del ácido y para deshacerse de los cimientos inútiles, donde es posible fundar la estructura de un nuevo ser inédito pero liberado de las apariencias.
¿De haber estado en 1960 a la altura de los conocimientos del Dr. Jean Michael Dubernard, líder del equipo que operó a Isabelle, la novela de la vida de los Baron Biza y la novela del hijo hubieran sido diferentes? ¿Y si se le hubiera injertado a Clotilde Sabattini el rostro de su agresor? (una buena dosis de hormonas hubiera eliminado la barba). Si, de haber recurrido a esa donación inmediata, de existir la adecuada compatibilidad que hubiera permitido a su marido dar la cara por la de ella, ¿qué hubiera sucedido? ¿El horror? Ya dijimos que la cara con injerto no es la cara de otro, que los tejidos muertos de otro no tienen que ver con ese otro, salvo imaginariamente. Cuando Clotilde Sabatini se suicidó, aún tenía en el placard de su dormitorio sus propias ropas mezcladas con las de Raúl Baron Biza, su retrato en la pared. Si se hubiera realizado la fantasía que proponemos, ¿qué hubiera visto ella en el espejo? ¿Los rasgos de su mutilador o la fusión literal de un amor pasión? Fuera de la imaginación las cosas son más simples. El hecho de que Isabelle Dinoire haya vuelto a fumar amenaza la adaptación de su injerto. En todo hecho extraordinario hay una dimensión tragicómica: Isabelle Dinoire quiso perder la vida pero perdió la cara por un perro, ahora puede perder la cara por un pucho.
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