Viernes, 10 de marzo de 2006 | Hoy
A MANO ALZADA › (OTRA MIRADA SOBRE HARPER LEE)
Por María Moreno
"Cherchez la femme” puede sonar a broma al hablar de la vida de Truman Capote, autoproclamado genio homosexual en busca de la santidad. Sin embargo, en la investigación de A Sangre Fría Capote contó con una pareja femenina sin la cual él hubiera desistido de un proyecto que, en principio, se limitaba al registro literario de los efectos del crimen de una familia (los Clutter) entre los habitantes de un pueblo del medio oeste, famoso por el azúcar de remolacha y la iglesia llena el domingo en la mañana, pero que pronto y a pesar de las acusaciones que le hicieron de desear la ejecución de los asesinos como garantía de un final excitante, derivó en un alegato contra la pena de muerte. Antes de ver Capote de Bennett Miller es posible conocer, a través de Truman Capote, la biografía, de Gerald Clarke, el lugar de Della Harper Lee en el libro para el que fue acuñada la expresión non fiction.
Harper Lee era una amiga de infancia de Capote, autora de la novela Matar un ruiseñor, quizás una pionera de las sagas de abogados, que en 1959 aún estaba inédita pero que año más tarde ganaría el premio Pulitzer. Había nacido en Monroeville y, aunque se había limado en la elite de Nueva York, conservaba el conocimiento profundo de los personajes abstemios y republicanos que crecen en los pueblitos del estado de Kansas y cuyas relaciones con los varones amanerados solía ir, al menos en la década del ’50, desde la injuria de “marica” hasta el linchamiento, sin merecer los atenuantes de la indulgencia religiosa. La voz de Capote equivalía a una salida del closet con un altoparlante en la mano. Fue ella quien les hizo el entre a los vecinos de Holcomb, en los términos de éstos y adoptando sus puntos de vista, para que, poco a poco, pudieran abrirse ante el foráneo fiestero a quien se había visto llorar al abrir una encomienda enviada de Nueva York que contenía un pote de caviar. Capote y Lee tomaban testimonio por separado, sin grabador ni anotador, librados a sus propios juegos nemotécnicos. Al llegar al hotel Warren, donde se alojaban, anotaban su versión de las entrevistas y luego, delante de una copa, iniciaban la reconstrucción.
La simpatía despertada por Harper Lee en la reportera local Dolores Hope fue el punto de partida para la tolerancia. El día de Navidad, Dolores convenció a su marido de que compartieran su pavo con la gente que no tenía dónde ir. Holcomb cayó estrepitosamente a los pies de Capote, con sólo permitirle la entrada a un living y que abandonara las preguntas por el monólogo cuajado de nombres propios y chistes subidos, de conocimientos capaces de fundir con facilidad la moda y las letrinas. Harper Lee fue también la testigo del amor-identificación de Capote con uno de los asesinos, Perry Smith, cuyo destino parecía haber cristalizado una de las posibilidades del propio-similar origen de clase, asilo, padres alcohólicos.
Harper Lee no es la única mujer lenguaraz en una gran investigación. El general Mansilla cuenta en Una excursión a los indios ranqueles las gestiones mediadoras de la china Carmen, cuya figura suele interponerse entre él y la violencia de los ranqueles que no quieren someterse a ser “indios argentinos”, pelean tratados e intuyen su propio final a través de la conquista del desierto. En Operación Masacre, esa investigación mayor que puede leerse como una novela, Rodolfo Walsh escribe: “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo ‘hice’, ‘fui’, ‘descubrí’, debe entenderse ‘hicimos’, ‘fuimos’”. La china Carmen no era letrada como para reclamar su parte en la crónica del viaje a los ranqueles. Enriqueta Muñiz jamás se pronunció sobre si esas frases de Walsh eran una fórmula de cortesía o un reconocimiento preciso. Harper Lee hizo su propia obra, brillante y exitosa. La crítica feminista de los años setenta que logró interesantes invenciones teóricas al demostrar que la prosa de Joyce tenía la puntuación tartamuda de las cartas de su esposa Norah tal vez se propongan rescatar la propiedad de Harper Lee entre las líneas de la prosa de Truman Capote. Quizá sea más interesante explayarse en el hecho de que muchas mujeres prefieren, en lugar de la autoría o en simultaneidad con la propia obra, ayudar a construir un autor y, mientras éste se pavonea, sentarse a mirarlo con una sonrisa de Gioconda.
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