URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Desde que recibí el libro de poemas de Liliana Maresca lo llevo conmigo como un talismán. Lo abro en el subte, por ejemplo, y leo: “Me iré/ En cualquier momento explotará/ Mi pequeño cosmos/ Dejo unos rastros/ Entre los seres que me vieron ser/ Un ser muy fuerte muy débil...” y entonces es fácil irme de viaje, de vuelta a su cama donde tantas veces discutimos sobre las tres palabras que ahora sirven de título a su libro, El amor, lo sagrado, el arte, buscando una certeza que pudiera ordenar una jerarquía para no sentir la desolación de que alguna de ellas nos abandone aunque fuera fugazmente porque entonces no hay brújula ni camino sino el continuo oscuro de quien interpela a la vida en busca de sentido y sólo encuentra silencio. ¿Qué es lo fundamental?, se preguntaba ella sabiendo que cada minuto tenía esa categoría porque así mutan los días cuando empiezan a agotarse, cuando la partida se vislumbra con la incertidumbre de quien no puede creer en una verdad última y nada más. Ella estaba muriendo y yo estaba aprendiendo a vivir. ¿O algo de mí se estaba muriendo entonces y ella sabía de cómo vivir y por eso podía delegar “el mando a la vida/ Que me empuja/ Me flota en su río oscuro”? Estar en el borde se parece a desnudarse, después de la primera prenda, con la decisión tomada, ya se tornan ridículos los artificios del fetiche que se deja ahí para disimular. No es para tanto, todavía soy yo o lo que creo que soy con la piel a la intemperie y los zapatos puestos. ¿Cómo retroceder del salto cuando se está en el aire? Ah, es posible soltar lastre y desear que el vacío sostenga por un rato más la cabriola de quien cree que podría desafiar a la gravedad. Pero no, la caída es inexorable como es inexorable la muerte para quien está vivo. Claro que es necesario estar viva, es necesario interpelar a estas funciones mecánicas que nos llevan de aquí para allá para que digan de qué forma se organizan, por qué el empecinamiento en cambiar el rumbo cada vez que el río corre tranquilo por su cauce, el que ha tallado en la tierra o el que le dejaron otras aguas, igual tendrá un olor particular en cada torrente. ¿El amor, lo sagrado, el arte? ¿Qué es lo fundamental? Es fácil contestar que el tres es un número que no se divide y entonces las palabrejas andarán de la mano, tocándose una a otra con sus dedos mágicos, dotando al viaje en subte de un halo de otro mundo, uno paralelo en el que sé por qué me bajo y dónde voy y no me pierdo de lo que veo porque tal vez valga la pena sentarme y dejar las razones de este viaje con ese diario olvidado en cualquier banco de plaza.
Ayer nada más escribí lo que escribí muchas veces, que el sida fue y es una oportunidad para poner palabras sobre los actos, los sentidos, los sentimientos que hacen a la sexualidad, me olvidé de decir que hay otra oportunidad que yo creí haber tomado hace tiempo y es la de la conciencia de la muerte como un límite firme a la omnipotencia con la que una (yo) arremete los días sólo deseando llegar a la noche. Esta que soy, estos que veo, las plantas de la terraza, las perras que me celan, todo esto se va a acabar y no hay drama en esta certeza. Apenas la nostalgia por el tiempo que se yergue como una variable que asfixia por lo que no vi ni veré por el amor que nunca se sacia. Es así y está bueno saberlo, o mejor, está bueno recordarlo en un acto similar a quien se restrega los ojos para limpiar la mirada del cansancio, la monotonía de lo cotidiano –y dejar de lo cotidiano su perfume–, la fina película de polución que enturbia la mirada de omnipotencia y de hambre por lo que falta, siempre lo que falta. Pero si no fuera así, ¿qué motor me empujaría al subte, sin ir más lejos, a vestirme y salir a la calle si todo lo que quiero lo tengo en casa? He ahí un borde, una cornisa que transitar obligadamente: tomar de afuera lo que falta, saltar de alegría por lo que tengo, no perderme en el vericueto de eso a lo que me obliga la subsistencia cotidiana. En definitiva, los pasos van donde el corazón los conduce, ¿el corazón o lo sagrado? ¿Lo sagrado es el arte? ¿El arte es amor? ¿Amo y entonces veo lo sagrado en el arte?
Las últimas palabras suelen ser vacuas cuando la muerte se aparece sin que nunca su olor haya impregnado brillo en lo que ahora, cuando la respiración cuenta, cuenta y existe. Estas palabras que llevo como un talismán tienen algo de últimas, sin metáforas, pero no pudieron haber sido dichas y escritas a modo de despedida sino como una manera de estar y de enseñar que hasta el final es posible desprenderse de lo que sobra, lo que daña, lo que empuja a afincar en la tierra lo que tiene sentido. “Callada y sola/ Entre bullicios/ Gusanos me esperan/ Seré su alimento/ Y aquella parte más hermosa mía será perfume de magnolia...”
Es verdad, no importa que Liliana Maresca haya muerto de sida o su cosmos se haya dispersado por otras razones. Lo que importa es que ella supo que había pasiones que imprimir en quienes la rodeaban y lo supo mientras pudo hacerlo sin la vanidad de quien labra su nombre en las piedras: “Que la pequeña luz deje de brillar no cambia nada/ Todo va a seguir igual/ El alimento se desvanecerá/ Alguna lágrima resbalará/ En el surco de alguna mejilla/ Y cada uno se dedicará por si acaso/ A vivir más su propia vida”.
Y en eso estamos, con un talismán a favor que se descubre cada tanto, cuando la mirada se contamina y es necesario restregarse los ojos.
El amor, Lo sagrado, El arte, Liliana Maresca, colección El viaje, editorial Leviatán.
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