Viernes, 30 de marzo de 2007 | Hoy
URBANIDADES
Por Marta Dillon
El dorado es un exceso aunque decirlo es casi una obviedad. Siempre ese color desborda y más aun cuando nombra un salón de actos y pone a destellar mamposterías y volutas obligando a quienes quedan dentro a una elegancia acorde o a mirarse cada uno como extranjeros en tierras del lujo. Lujo de otra época, los salones dorados, pero qué bien que se siente a veces después de invadirlos sin respetar su protocolo. Si al fin y al cabo el salón de marras está en la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires y como pertenece al Estado, pertenece a todos. Al menos eso quedó bastante claro después de que se expidiera el Segundo Tribunal Internacional de Mujeres Migrantes, que no sentaba a éstas en el banquillo sino como prueba de que la letra escrita está separada por un abismo de las prácticas cotidianas. “Yo condeno a los Estados a cumplir con los tratados que firmaron”, dijo Eduardo Mondino, defensor del Pueblo de la Nación, haciendo uso de la palabra después de haber aclarado que si algún rol le tocaba en esa mesa era el de escuchar. Escuchar los testimonios de las mujeres que reunidas en Amumra –Asociación de Mujeres Unidas Migrantes y Refugiadas en Argentina– brindaron desde un estrado al que las obligó la persistente lluvia que desalojó la Plaza de Mayo, el lugar donde ellas hubieran querido alzar su voz para que las escuche no sólo el Tribunal sino también los que pasan por ahí, los taxistas que se niegan a llevarlas a sus casas –porque el color de la piel, porque los peruanos, porque esas direcciones–, quienes nunca habían pensado en cuánto valor tiene un documento; tanto que hasta parece que la persona misma se desdibujara si no están su nombre y su foto debidamente sellado por la autoridad pertinente. ¿O acaso no les niegan las vacantes en las escuelas si no hay documento? ¿O no se complica la asistencia sanitaria cuando una no existe en los papeles aunque la sangre fluya y caliente el cuerpo y tenga dolores y deseos? Estas voces, estas preguntas no se escucharon en la plaza desierta y pegajosa de humedad; pero se instalaron ahí, en un salón pomposo. Es curioso, pero estas mujeres que defienden su identidad de género al punto de nombrar así el lugar y la impronta que las reúne, al momento de hablar, eligieron pedir por los mayores que trabajan la tierra hace décadas, aquí en las quintas de la zona de Escobar como lo hacían antes en Bolivia y, sin embargo, no podrán jubilarse porque su ciudadanía quedó en el aire, ni aquí ni allá, como si mientras se tramitaba el documento hubieran vivido en el aire. Eligieron pedir plazas y escuelas para sus hijos, para los hijos e hijas de las que viven en la villa del Bajo Flores, por ejemplo, por ahí, dicen, ahí donde el estigma mancha al punto de tener que cambiar la dirección o inventar un origen distinto del peruano, porque los peruanos son narcos y los villeros o las villeras, chorras. Si en algún momento sus historias se pusieron en primer plano no fue por su boca sino por los documentalistas que registraron de qué se trata el trabajo esclavo en los talleres de costura, los engaños con que traen a costureros y costureras desde Bolivia para después encerrarlos y ponerlos a trabajar alternándose entre la cama y la máquina de coser para que tanto una como la otra estén siempre calientes. No dijeron estas mujeres cuánto pesa la violencia doméstica cuando se está lejos del país de origen, de la familia extendida, de esos vínculos que se forjan con el tiempo y que en la emergencia pueden dar amparo. ¿Cómo se trabaja con los chicos a cuestas? ¿Con quién los dejan estas mujeres acostumbradas a cuidar a los hijos e hijas de otras? Nada se dijo, es curioso, de la feminización de las migraciones, de la confianza en los que quedan en el país de origen de que si es una mujer la que va en busca de un destino mejor no va a olvidarse de los que quedan, las remesas llegarán, algún día volverá a buscar a los hijos. De esto no hablaron, pero esto es lo que dice el nombre de la Asociación: son mujeres las que se organizan, las que piden por otros y así, poniendo el cuerpo y la voz, en la calle en la plaza o en el salón, también piden por ellas y por todos y todas los que nos perdemos la oportunidad de aprender cada vez que un gesto de sospecha tuerce la cara frente a las y los migrantes.
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