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Viernes, 27 de julio de 2012

ESCENAS

Montaje decadente

Con el cinismo propio de la tragedia, la iteración y los arquetipos decadentes, El niño con los pies pintados, pieza magistralmente escrita por Diego Brienza y Laura Fernández, recrea la cadena de responsabilidades que yace detrás de un caso de abuso.

 Por Guadalupe Treibel

El pobre chico no tiene nombre; lo llaman así: “pobre chico”. Se adivina –porque hay pistas– que sufre alguna forma de autismo y que ha sido víctima de una situación de abuso. Se adivina que su situación de hecho era pésima y ahora “sólo” es mala. Que el entorno, que el papeleo, que la red de contención... Como un engranaje mal aceitado, todos los eslabones institucionales (familiares, estatales, científicos...) han aplicado violencias sobre el pobre chico pero –irónicamente– ninguna lo sabe. De tan naturalizados los mecanismos, sólo acercando la lupa a su caso –un caso más– se ven las fisuras de una cadena de montaje de la que es víctima. Una cadena que recrea, sin dogmatismos ni golpes bajos, El niño con los pies pintados, la excelente pieza dirigida por Diego Brienza, escrita por el propio Brienza y Laura Fernández.

Protagonizada por Marcelino Bonilla, Mar Cabrera, Horacio Marassi y Mauro Tellechea, entre otros, la pieza se vale del tono despojado y metódico –de ateneo hospitalario– para presentar un caso donde otras voces protagonistas (padres, trabajadora social, psicopedagogas) se entrelazan en un complejo tejido de responsabilidades y, aun valiéndose de ciertas formas estereotipadas del decir y el hacer, no pierden la humanidad, el humor trágico y la idea de realidad. Con dinamismo, belleza y sencillez, El niño con los pies pintados no alecciona; cuestiona con elegancia. Y ese es uno (más) de sus muchos logros en escena.

Todas las instituciones sociales que atraviesan el caso del “pobre chico” tienen responsabilidad en la tragedia de su vida. Hay algo desolador en el cuestionamiento...

Diego Brienza: –Que una universidad mande a un joven a “estudiar” a un pibe que fue abandonado como una situación de rutina que se traduce en seis encuentros me parece lamentable. Que la institución encargada de contenerlo –la hospitalaria– lo someta a abandonos continuos me parece lamentable. Hay muchas cosas instaladas que, para mí, son claramente cuestionables. No sé cómo, pero las cosas deberían ser distintas.

Laura Fernández: –La sensibilidad del artista viene mucho después de la acción política. El artista permite cuestionar, mirar de manera poética lo real. También es una crítica que pretende ser honesta; nuestra relación con los personajes es sincera porque uno se enoja cuando ve un discurso en escena que no se sostiene en la vida real. Me acuerdo que Rafael Spregelburd decía que cualquier obra –aun la más extraña– es una autobiografía alterada. ¿Cómo hago, entonces, para hablar de un niño abusado, de la relación con el Estado? Filtrando mi duda...

D. B.: –Haciendo carne mis miedos, mi angustia... Porque si bien, para ese médico, el pibe es objeto de estudio, también es cierto que es el médico el que lo salva. Y esa dualidad está más presente en el Estado.

Hay un juego muy interesante a la hora de presentar a los personajes. Si bien todos responden a cierta caracterización evidente (la trabajadora social es una burócrata, la madre es negadora, el médico es desafectado, etc.), ninguno deja de estar humanizado.

L. F.: –Intentamos evitar que los personajes cayeran en un sentido demasiado unívoco y sucumbieran a su propio estereotipo. Es como planteaba el personaje del Juez (que finalmente no entró en la versión final): “Uso el prejuicio que me da la experiencia y aplico la norma”.

D. B.: –En el caso del padre, por ejemplo, no queríamos caer en el tipo de musculosa que está siempre borracho y, lo más importante, no queríamos que estuviera asociado a una condición social. Tuvimos muchísimo cuidado en destacar que pasa en cualquier clase, en cualquier momento, en cualquier lugar.

Si bien todos los actores están impecables, el trabajo de Horacio Marassi (en el rol del padre) es acojonante...

D. B.: –Horacio es bárbaro. ¿Podés creer que la gente sale y no lo saluda? No lo miran, se le corren, bajan la cabeza... ¡Increíble que pase hoy, siglo XXI, sabiendo que es ficción!

Es como ir a ir al cine y saltar de la butaca cuando llega el tren...

D. B.: –Totalmente.

Durante la obra, el doctor siempre habla el singular (“Ahora voy a...”), para ser corregido por su compañera médica, que intenta incluirse en el discurso (“Ahora vamos...”). Hay algo de gag en el hecho de que se repita constantemente a la largo de la pieza ¿Se desprende del gesto cierta crítica hacia el egocentrismo y la misoginia característicos del mundillo científico?

D. B.: –Al principio, el intercambio entre ambos salió de la necesidad de darle dinamismo a la obra. Pero esa ida y vuelta claramente tiene que ver con la exclusión de las mujeres del discurso científico, con el discurso preponderante masculino de la Medicina. Es como ese chiste famoso...

L. F.: –“Un hombre y su hijo tienen un accidente y van a un hospital de la zona. Los médicos los ingresan y llaman a la eminencia en neurocirugía; le preguntan: ‘¿Puede venir?’. Y la eminencia responde: ‘¿Cómo no voy a ir si se trata de mi hijo?’.” Esa es la parte donde todos se desconciertan y empiezan a hacer conjeturas: “¿El padre tuvo al hijo por inseminación artificial? ¿Es adoptado? ¿El padre es, en realidad, un cura? ¡A nadie se le ocurre pensar que la eminencia es la mamá! Al mostrar cómo se impone el médico varón, había una voluntad de extremar lo obvio a tal punto de hacerlo estallar...

Todos los discursos están llevados al extremo; explotan. ¿De allí se desprende el humor subyacente? ¿Sería un producto de la exageración?

D. B.: –Hubo muchos cuestionamientos desde lo formal. Primero, desde la escritura; después, desde la puesta. Si bien siempre estuvo la idea de que el chico era victimizado por todos (incluso los que desean ayudarlo), el tema era cómo plantear el tema y que pudiera digerirse ¿De qué me sirve recibir al espectador y darle cachetazos todo el tiempo?

L. F.: –Nuestro parámetro nunca fue cuánto se reía la gente o cómo edulcorar la tragedia.

¿En algún momento tuvieron miedo de abordar un tópico tan difícil de una manera respetuosa pero no solemne?

D. B.: –Yo sí; Laura estaba más confiada...

L. F.: –Tenía miedo ¡No te decía para no preocuparte!

D. B.: –El desafío era no dar un paso al costado; representar explícitamente desde un lugar simbólico. La idea es que la reflexión no esté presente todo el tiempo; que vayan pasando cosas y, en un momento, ocurra algo que te descoloque y te incentive a pensar. Distanciar lo más que se pueda para acercar lo más posible.

L. F.: –No nos interesaba caer en lo lacrimógeno ni remedar en la miseria.

Con la obra a sala llena en cada función y reservas con dos semanas de anticipación, se habrán barrido los temores...

D. B.: –Sí. ¡Me siento como el Indio Solari cuando dijo que no quería editar Mi perro dinamita!

Diego, además de co-escribir el guión, dirigís la pieza. ¿Cómo fue el planteamiento del espacio? Porque, con un mínimo de elementos lográs que convivan distintas espacialidades sobre el escenario, que el pobre chico vuele. ¡Hasta planteás momentos musicalmente coreografiados!

D. B.: –Tiene que ver con una simetría asimétrica que conserva cierto equilibrio en función de los objetos de lectura. Yo no creo, como piensan muchos, que sea necesario que haya dos personajes alrededor de una mesa para armar escena. El niño está solo, los médicos están solos, la trabajadora, la madre... Mi idea era rubricar esa soledad.

El título de la obra debe su nombre a un relato de guerra del novelista y dramaturgo sueco Henning Mankell, ¿cierto?

D. B.: –Sí, un relato que habla de un chico que, en medio de una guerra en Africa, se pinta zapatos en los pies porque si va a morir, lo va a hacer calzado. Ese es el simbolismo que quise trasladar a la obra: la de mantener la dignidad, a pesar de todo.

El niño con los pies pintados se presenta todos los viernes a las 23 en Abasto Social Club, Yatay 666. Reservas al 4862-7205.

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